viernes, 30 de enero de 2015

SUIZOS



La vida subterránea de Suiza







Irena pulsa el botón del ascensor. Bajamos. Piso menos dos. Ahí está el acceso al garaje de la comunidad, los cuartos de máquinas y el refugio atómico del edificio. Al salir al pasillo aparece, a pocos metros, una puerta abierta de hormigón equipada con manivelas metálicas de cierre e información sobre cómo actuar ante un evento nuclear. Todo muy ordenado y limpio. Dentro del búnker, tras cruzar una segunda puerta igual que la anterior, una luz uniforme de fluorescentes alumbra un estrecho pasillo flanqueado por portones de madera que guardan los habitáculos reservados para los vecinos del edificio, los retretes secos y la bomba de aire. En un lateral, otra puerta más pequeña, también de hormigón, cubre una ventana, diseñada como salida de emergencia, y junto a la entrada hay un recibidor donde se acumulan muebles arrinconados. Para Irena, vecina del edificio, en la práctica no es más que un trastero perfectamente mantenido.
El inmueble, ubicado en una zona céntrica de Ginebra, es un ejemplo de lo que se encuentra bajo el suelo de Suiza, una suerte de queso gruyer de refugios atómicos. En el país helvético, la seguridad y la planificación vienen de serie. Aquí se ha inventado desde la navaja multiusos con sacacorchos hasta la prohibición de circular en bicicleta sin seguro de accidentes. En algunas localidades no se permite usar la cisterna pasadas las diez de la noche. Y cada construcción nueva, sea privada o pública, está obligada a tener bajo su suelo un búnker, mantenido en perfecto estado de revista ante un posible ataque. Hoy existen más de 300.000 refugios en casas, hospitales y colegios, más otro medio millar de carácter comunitario, con capacidad total para albergar al 114% de la población. Si el planeta sufriese una catástrofe nuclear, sobrevivirían ciertos insectos, los Gobiernos de algunos países y el total de la población de Suiza. Hoy día, si un ciudadano local levanta una casa, puede evitar el coste de construir una de estas estructuras de hormigón gracias a que la ley original fue modificada años después. Pero comencemos por el principio.

En los años cincuenta, después de la II Guerra Mundial, se aprobó una norma que garantizaba que cualquier ciudadano suizo tenía derecho a estar protegido en caso de ataque. No fue hasta 1963, en plena Guerra Fría, que se estableció mediante una ley federal la exigencia del refugio atómico. Eran los meses posteriores a la crisis de los misiles en Cuba. La paranoia alcanzaba a todos los rincones del planeta. Ese mismo año se definió la creación de un organismo que gestionara la red de refugios comunitarios. Nacía así la Zivilschutz, el organismo suizo de protección civil.



Muchos años después, en una zona residencial al sur de Ginebra vive hoy Carmen. Española, casada con un suizo nacido en España, muestra su trastero nuclear en el subsuelo de su vivienda, junto al cuarto de planchar. De los flejes de la puerta de hormigón cuelga una percha con ropa. Dentro hay un pequeño botellero para vino, un pájaro disecado colocado de cualquier forma y multitud de cajas y cachivaches que pueblan un espacio demasiado reducido para las cuatro personas que previsiblemente debería albergar. Es lo que hay debajo de la mayor parte de las construcciones helvéticas: embalajes de robots de cocina, latas de comida y pilas de libros que ya nadie leerá. Pero también hay aparcamientos, salas de bricolaje o de entrenamiento. Se alquilan como locales de ensayo e incluso hay hoteles que se publicitan como de cero estrellas. Bajo una montaña de los Alpes, una empresa de seguridad informática vende confianza mostrando en su página web un enorme búnker donde albergan los que según la compañía son los servidores más seguros del mundo. Un Fort Knox suizo. Estos espacios de una frialdad diáfana también se utilizan como alacena. El Gobierno aconseja almacenar agua, combustible y comida para sobrevivir varios meses, y sugiere incluir, además de alimentos enlatados, chocolate, salchichas y queso (aunque siempre acorde a los gustos de cada familia). Se aconseja también un protocolo de gestión de los suministros, de forma que este stock se vaya consumiendo en la vida cotidiana al tiempo que se repone. Periódicamente, un inspector visita las residencias privadas para comprobar su estado. Una visita que, afortunadamente, se avisa con tiempo. “Cada dos años nos toca sacar todas las cajas, comprobar la bomba de aire y preparar las provisiones”, explica Carmen. Y cada primavera, un simulacro. Después de comunicarlo en los medios, retumban por todo el territorio las bocinas de alarma que advierten de un peligro nuclear. Resuenan por los valles como trompetas de muerte, pero nadie reacciona alarmado. Saben que no es real y, hasta el momento, sirve solo para acostumbrar el oído a reconocerlo. Una vez fuera de la casa, bajo el frío sol del mediodía y quizá pensando en su habitación protectora que no tiene más de ocho metros cuadrados, Carmen dice: “Si explotase una de esas bombas, prefiero salir y morir fuera”.
Durante más de 15 años, los partidos suizos de izquierda habían intentado abolir una ley nacida bajo el signo de la paranoia nuclear. Casi alcanzan el éxito. El 9 de marzo de 2011, la Cámara baja aprobó una moción para suprimir la norma, pero dos días más tarde, un terremoto y un tsunami arrasaron la central nuclear de Fukushima I, en Japón. La paranoia se reactivaba y la moción de izquierdas naufragaba en el conservador país helvético. Al año siguiente se ratificó dicha ley en referéndum y quedó establecida una manera de no aplicarla. La forma de evitar tener que construir el búnker en el propio domicilio es aportar 1.500 francos (1.247 euros) de tasa al Gobierno local y asegurarse una plaza para cada miembro de la familia en el refugio comunitario más cercano. Así se reduce el gasto del Gobierno (que subvenciona gran parte del coste) y se llena una bolsa para mantener dichos refugios comunes.
En la vivienda de otra ciudadana suiza, casada con un psiquiatra, vecinos de un barrio residencial, el sótano guarda una puerta de hormigón cerrada a cal y canto. En el centro de la puerta y un poco elevado, un teclado numérico de seguridad convierte el búnker en una cámara acorazada. “Hace unos meses nos fuimos de viaje unos días”, dice la anfitriona. “Mis vecinos también se marcharon y la urbanización se quedó vacía. Entraron ladrones y robaron a sus anchas en todas las casas”. Con el paso de los años, y la paulatina relajación de un país que no ha tenido una guerra en siglos, han nacido empresas especializadas en mutar estas estancias hacia otros usos. “Este es un barrio seguro, pero nos hablaron de una compañía que convertía tu refugio en una cámara de seguridad y decidimos hacerlo”, apostilla la dueña de la vivienda desvalijada.

En una avenida principal de Ginebra, dos policías levantan del suelo a un mendigo. El hombre no parece entender el idioma y los agentes se muestran respetuosos, pero firmes. Charlan y desaparecen los tres camino del coche patrulla. Un indigente es una anomalía en esta ciudad. Nada habitual. No está permitido dormir en la calle. Tampoco existen estadísticas oficiales sobre personas sin techo, aunque la cifra es muy baja y en su totalidad son inmigrantes a los que cada vez les es más difícil cruzar las fronteras, a pesar de que la economía del país helvético depende en gran medida de trabajadores foráneos. Una paradoja que representa el 23,5% de la población en un próspero marco económico con solo un 3% de paro. A principios de 2014, Suiza decidió, en contra de la opinión de sus vecinos europeos, limitar el acceso de inmigrantes estableciendo cuotas, que a finales de año aún estaban por definir.
En este marco proteccionista, los servicios sociales de la capital han encontrado un sorprendente uso social a dos refugios nucleares comunitarios: el de Richemont y el de Des Vollandes, utilizados desde 2000 para dar cobijo a inmigrantes sin techo. En estas instalaciones, la temperatura y la humedad están controladas, se ofrece cena y desayuno y las puertas de hormigón protegen, en dormitorios sin ventanas, del frío invierno suizo durante un máximo de 30 noches, prorrogables en caso de extrema necesidad.
Durante el día, desde fuera, estas instalaciones parecen entradas a un aparcamiento público. Un cartel con el escudo de los servicios de protección civil informa de su naturaleza. Abren solo durante la noche, a partir de las 19.15 y hasta las 21.00. Cuando llegan, a los inmigrantes sin techo se les ofrece una cena, mantas, sábanas, espuma y maquinilla de afeitar. Aparentemente no hay broncas. El alcohol y las drogas están prohibidos. Cuando se abren las puertas, el personal de seguridad gestiona el acceso mediante una lista y un carné que los visitantes consiguen previamente registrándose en las oficinas de los servicios sociales. Seguramente adonde llevaron a aquel mendigo los dos agentes de policía que lo identificaron en plena calle. Estos refugios están segregados por sexos. El de Richemont es para mujeres, niños y personas en estado de especial precariedad; el de Des Vollandes, para hombres. En general se trata de gente que llegó buscando una oportunidad laboral. Prudentes, vienen casi siempre de algún país del Este o subsahariano, con una maleta que dejan en la consigna hasta el día siguiente. Son sus pocas y preciosas posesiones.
“La mayor parte de estos inmigrantes son discretos, no quieren ser reconocidos”, afirma Stéphane Fahrion, que lleva cuatro años colaborando con los servicios sociales. “Tienen una familia en su país, en Italia o España, que piensa que han encontrado trabajo en Suiza. Tienen mucho miedo de que puedan leer en alguna parte que duermen en la calle”.
Aquí abajo se admiten perros de compañía y un DVD ameniza la velada. Hay una pequeña biblioteca y poca cobertura, así que la mayoría sale a fumar o se queda cerca de la puerta para mandar mensajes de móvil. A las once de la noche se apagan las luces. A las 6.30 se encienden. Desde las siete de la mañana, desayuno. A las 8.15, todos en la calle. El final de una noche sin ventanas. El principio de un mes buscando la gran oportunidad suiza.
Pero ¿qué ocurriría con los inmigrantes de estos refugios en caso de ataque nuclear? Para Philipp Schroft, jefe de los servicios sociales de Ginebra, la respuesta es clara: “La población tendría que compartir el búnker y los recursos con todos estos inmigrantes”.





Fuente: El País Semanal. Diario El País. España







martes, 27 de enero de 2015

HAMBRE




Los que alimentan el hambre

MARTÍN CAPARRÓS



Un granjero sembrando arroz en Ngoc Nu village, al sur Hanoi (Vietnam).


La transformación de la comida en un medio de especulación financiera ya lleva más de veinte años. Pero nadie pareció notarlo demasiado hasta 2008. Ese año, la gran banca sufrió lo que muchos llamaron "la tormenta perfecta": una crisis que afectó al mismo tiempo a las acciones, las hipotecas, el comercio internacional. Todo se caía: el dinero estaba a la intemperie, no encontraba refugio. Tras unos días de desconcierto muchos de esos capitales se guarecieron en la cueva que les pareció más amigable: la Bolsa de Chicago y sus materias primas. En 2003, las inversiones en commodities [materias primas] alimentarias importaban unos 13.000 millones de dólares; en 2008 llegaron a 317.000 millones. Y los precios, por supuesto, se dispararon.
Analistas nada sospechosos de izquierdismo calculaban que esa cantidad de dinero era quince veces mayor que el tamaño del mercado agrícola mundial: especulación pura y dura. El Gobierno norteamericano desviaba cientos de miles de millones de dólares hacia los bancos "para salvar el sistema financiero" y buena parte de ese dinero no encontraba mejor inversión que la comida de los otros.  Ahora en la Bolsa de Chicago se negocia cada año una cantidad de trigo igual a cincuenta veces la producción mundial de trigo.
 Digo: aquí, cada grano de maíz que hay en el mundo se compra y se vende —ni se compra ni se vende, se simula cincuenta veces—. Dicho de otro modo: la especulación con el trigo mueve cincuenta veces más dinero que la producción de trigo.

La Bolsa de Chicago donde se ubica el mercado de futuros, en diciembre de 2013. 

El gran invento de estos mercados es que el que quiere vender algo no precisa tenerlo: se venden promesas, compromisos, vaguedades escritas en la pantalla de una computadora. Y los que saben hacerlo ganan, en ese ejercicio de ficción, fortunas. Y los que no saben contratan programadores de computación. Más de la mitad del dinero de las Bolsas del mundo rico está en manos del HFT (High Frecuency Trading), la forma más extrema de especulación algorítmica o automatizada. Son muchos nombres para algo muy complicado y muy simple: supercomputadoras que realizan millones de operaciones que duran segundos o milisegundos; compran, venden, compran, venden, compran, venden sin parar aprovechando diferencias de cotización ínfimas que, en semejantes cantidades, se transforman en montañas de dinero. Son máquinas que operan mucho más rápido que cualquier persona, autónomas de cualquier persona. Me impresiona que los dueños de la plata pongan tanta plata en las manos —llamémosles manos— de unas máquinas que podrían despistarse y cuyo despiste podría costarles auténticas fortunas: que tengan tal confianza en la técnica o, quizá, tal avidez.
Los HFT son la especulación más pura: máquinas que sólo sirven para ganar plata con más plata. Son operaciones que nadie hace sobre contratos que no están hechos para ser cumplidos acerca de mercaderías que nunca nadie verá. La ficción más rentable.
La máquina giraba a mil por hora. Aquel día, 6 de abril de 2008, una tonelada de trigo había llegado a costar 440 dólares. Era increíble; sólo cinco años antes costaba tres veces menos: alrededor de 125. Los cereales, que se habían mantenido en valores nominales constantes —que habían, por lo tanto, bajado sus precios— durante más de dos décadas, empezaron a trepar durante el año 2006, pero en los primeros meses de 2007 su ascenso se había vuelto incontenible: en mayo, el trigo pasó los 200 dólares por tonelada, en agosto los 300, los 400 en enero; lo mismo sucedía con los demás granos.Y, como dicen los negociantes, el mercado alimentario tiene una "baja elasticidad". Es su forma de decir que, pase lo que pase con la oferta, la demanda no puede cambiar tanto: que, si los precios suben mucho, se puede postergar la compra de un coche o de una zapatilla, pero muy poca gente acepta de buena gana postergar la compra de su almuerzo.
El aumento no tenía, por supuesto, una causa exclusiva. Una de ellas fue el aumento extraordinario del precio del petróleo, que en esos días de abril bordeaba los 130 dólares por barril, el doble que 12 meses antes. El petróleo es tan importante para la producción agropecuaria que un ensayista político inglés, John N. Gray, dijo hace poco que "la agricultura intensiva es extraer comida del petróleo". Se refería, entre otras cosas, a ese cálculo tan cacareado que dice que producir una caloría de comida cuesta siete calorías de combustibles fósiles.
El precio del petróleo influye en el precio de los alimentos de varias maneras. Los alimentos incluyen en su costo una parte significativa de combustible: en su producción —por las máquinas rurales y porque la mayoría de los abonos y pesticidas contienen alguna forma de petróleo—, en su transporte, en su almacenamiento, en su distribución. Pero, además, el aumento del precio del petróleo le dio más entidad todavía a los famosos agrocombustibles.
Empezaron llamándolos biocombustibles; últimamente, grupos críticos insisten en que el prefijo "bio" les presta una pátina de honorabilidad ecológica que no merecen —y postulan que los llamemos agrocombustibles—. Parece que lo agro no está tan cotizado como lo bio en la conciencia cool. Pero hay gente que paga mucha plata para conseguirles buena prensa: en el año 2000 el mundo produjo 17.000 millones de litros de etanol; en 2013, cinco veces más: 85.000 millones. Y nueve de cada diez litros se consumieron en Estados Unidos y Brasil. (...)Y es otra forma de usar los alimentos para no alimentar.
Y un negocio de primera para muchos.
El agrocombustible es la penúltima respuesta a la superproducción de granos que complica desde hace décadas a la agricultura norteamericana. En el último medio siglo las técnicas agrarias mejoraron como nunca, los subsidios a los granjeros aumentaron muchísimo, y sus explotaciones consiguieron rendimientos inéditos: no sabían qué hacer con tanto maíz, con tanto trigo. En la segunda mitad del siglo XX Estados Unidos se enfrentó a un problema con pocos antecedentes en la historia de la humanidad: la superproducción de alimentos. Parece un chiste que ése fuera el problema del mayor productor de comida de un mundo donde falta comida.
Entre otros efectos, la superproducción mantuvo muy bajos los precios de la comida durante un largo periodo. Uno de los primeros usos de ese excedente fue político: la exportación, bajo capa de ayuda, de grandes cantidades de grano. Ya hablaremos del programa Food for Peace. (...)
Después vendrían otros usos: jarabes de maíz —gran endulzador de la industria alimentaria—, detergentes, textiles y, últimamente, el agrocombustible.
El etanol norteamericano está hecho de maíz. Estados Unidos produce el 35 por ciento del maíz del mundo, más de 350 millones de toneladas al año. Una ley federal, la Renewable Fuel Standard, dice que el 40 por ciento de ese grano debe ser usado para llenar los tanques de los coches. Es casi un sexto del consumo mundial de uno de los alimentos más consumidos del mundo. Con los 170 kilos de maíz que se necesitan para llenar un tanque de etanol-85, un chico zambio o mexicano o bengalí puede sobrevivir un año entero. Un tanque, un chico, un año. Y se llenan, cada año, casi 900 millones de tanques. El agrocombustible que usan los coches estadounidenses alcanzaría para que todos los hambrientos del mundo recibieran medio kilo de maíz por día.
El Gobierno americano no sólo obliga a usar el maíz para empujar coches; también entrega a quienes lo hacen miles de millones de dólares en subsidios. (...) El aumento de la demanda de maíz producida por el etanol es responsable de un porcentaje importante —que nadie puede definir con precisión— del aumento del precio de los alimentos.
Un ejemplo: muchos granjeros del Medio Oeste americano dejaron de cultivar el maíz blanco que vendían, entre otros, a México – para pasarse al amarillo que se usa para hacer etanol. Entonces los precios de la harina se duplicaron o incluso triplicaron en México y miles de personas salieron a la calle. Lo llamaron la revuelta de las tortillas. 
En Guatemala no salieron. En Guatemala la mitad de los chicos están malnutridos. Hace veinte años Guatemala producía casi todo el maíz que consumía. Pero en los noventas empezaron a llegar los excedentes americanos, baratísimos por los subsidios que recibían en su país, y los campesinos locales no pudieron competir con esos precios. En una década la producción local había disminuido una tercera parte.
En esos días, muchos campesinos tuvieron que vender sus tierras a empresas que ahora plantan palmeras para hacer aceite y etanol, caña para azúcar y etanol. Y los que pudieron seguir cultivando las suyas encontraron más y más dificultades: amenazas armadas para que las vendan, propietarios que prefieren dejar de alquilarles las suyas para trabajar con las grandes compañías, grandes plantaciones que se llevan el agua o la envenenan con sus químicos.El problema se agudizó en los años siguientes: los americanos empezaron a usar su maíz para hacer etanol y los precios subieron, y subieron más con los grandes aumentos que precedieron a la crisis de 2008. Ahora, en las tortillerías guatemaltecas, un quetzal – unos 15 centavos de dólar– compra cuatro tortillas; hace cinco años compraba ocho. Y los huevos triplicaron su precio porque los pollos también comen maíz.
Son ejemplos.
Pero no creo que nadie lo haga para perjudicar a nadie. Quiero decir: no es que las autoridades y los lobbies y los productores agrícolas americanos quieran hambrear a los chicos guatemaltecos. Sólo quieren mejorar sus ventas y sus precios, depender menos del petróleo, cuidar el medio ambiente – y eso produce ciertos efectos secundarios: sucede, qué se le va a hacer.
Shit happens



El Hambre, de Martín Caparrós Editorial Planeta, 624 páginas. 









Por qué hice este libro
Marín Caparrós





Lo hice porque, en algún momento, creí que no podía no hacerlo. Pero escribir El Hambre fue, probablemente, el trabajo más difícil que encaré en mi vida. De la Bolsa de Chicago a las fábricas de Bangladesh, de los hospitales de Níger a los basurales de Buenos Aires, de la guerra civil de Sur Sudán a las explotaciones chinas en Madagascar, del moritorio de la Madre Teresa de Calcuta a los morideros suburbanos de Mumbai, me pasé años recorriendo la geografía del hambre para contar y analizar la mayor vergüenza de nuestra civilización: que cientos de millones de personas no coman lo suficiente en un planeta que produce alimento de sobra para todos.








lunes, 26 de enero de 2015

POEMA




Manifiesto

Amelia Biagioni













Yo me resisto,
en la calle de los ahorcados,
a acatar la orden
de ser tibia y cautelosa,
de asirme a la seguridad,
de acomodarme en la costumbre,
de usar reloj y placidez,
aventura a cuerda,
palabra pálida y mortal
y ojos con límites.

Yo me resisto,
entre las muelas del fracaso,
a cumplir la ley de cansarme,
de resignarme,
de sentarme en lo fofo del mundo
mortecina de una espada lánguida,
esperando el marasmo.

Yo me resisto,
acosada por silbatos atroces,
a la fatalidad
de encerrarme y perder la llave
o de arrojarme al pozo.

Con toda la médula
levanto, llevo, soy el miedo enorme,
y avanzo,
sin causa,
cantando entre ausentes.






















Amelia Biagioni (Gálvez, Santa Fe, Argentina, 1916-2000) de El humo, EMECÉ, 1967

De:  http://emmagunst.blogspot.com.ar/2013/08/amelia-biagioni-manifiesto.html




















sábado, 24 de enero de 2015

APOCALIPSIS





Diecisiete  premios Nobel adelantan dos minutos el Reloj del Apocalipsis







Un grupo de 17 científicos galardonados con el Nobel ha decidido adelantar dos minutos el Reloj de Apocalipsis, una figura simbólica que desde 1947 alerta de la vulnerabilidad del mundo frente a un desastre a escala planetaria. El reloj se queda ahora a tres minutos de “la medianoche”: una catástrofe global.

El reloj, fundado por el Boletín de Científicos Atómicos de la Universidad de Chicago (EE UU), solo se ha movido 18 veces en toda su historia. La última vez que estuvo tan cerca del fin del mundo fue en 1984, con EE UU y la URSS en plena Guerra Fría. En 1991 se encontraba a 17 minutos.

“En 2015, el cambio climático sin control, la modernización global de las armas nucleares y los descomunales arsenales atómicos representan extraordinarias e innegables amenazas a la existencia de la humanidad”, explica el consejo científico del Boletín en su página web. Este órgano ha tomado la decisión, junto a un grupo de asesores que incluye a 17 nobeles y a otros prestigiosos investigadores, como el físico británico Stephen Hawking.
Los expertos también denuncian que “los esfuerzos para reducir los arsenales nucleares del planeta se han estancado”. Mientras EE UU y Rusia mejoran sus depósitos atómicos, otros países con armas nucleares —como Reino Unido, Francia, China, Pakistán, India, Israel y Corea del Norte— se unen “a esta locura de modernización, cara y extremadamente peligrosa”. EE UU gastará 355.000 millones de dólares en la próxima década para acometer esta modernización, según el Boletín.“Los líderes mundiales no han actuado con la velocidad y la escala necesarias para proteger a los ciudadanos de una potencial catástrofe”, critica la nota. Los investigadores recuerdan que 2014 fue el año más caluroso desde que comenzaron los registros en 1880 y que 9 de los 10 años más cálidos han ocurrido desde 2000. “Sin un drástico cambio de rumbo, los países del mundo habrán emitido a finales de este siglo suficiente CO2 y otros gases de efecto invernadero como para transformar profundamente el clima de la Tierra, perjudicando a millones y millones de personas y amenazando muchos sistemas ecológicos de los que depende la civilización”, alertan.

“La probabilidad de una catástrofe global es muy alta y las acciones necesarias para reducir el riesgo de desastre deben tomarse cuanto antes”, concluyen los científicos. Entre los premios Nobel figuran Masatoshi Koshiba, pionero en el estudio de los neutrinos, y Leon Lederman, el físico que bautizó al bosón de Higgs "la partícula divina".









viernes, 23 de enero de 2015

DIBUJANTES



El dibujo más antiguo de la humanidad


Parte del grabado hallado en una concha del yacimiento de Trinil (Indonesia). / WIM LUSTENHOUWER

Un equipo internacional de arqueólogos ha encontrado el que, dicen, es el primer dibujo de la humanidad. Se trata de un sencillo trazo en forma de zig-zag hecho hace más de 400.000 años. Su autor no era un Homo sapiens, ni un neandertal, sino uno de los miembros más primitivos de nuestro género: el Homo erectus. Lo más fascinante, resaltan los autores del hallazgo, es que el trazo se realizó unos 300.000 años antes de que los primeros miembros de nuestra especie empezasen a hacer dibujos similares.
Los dibujos geométricos de este tipo se consideran una muestra de pensamiento complejo. Durante siglos se pensó que sólo los sapiens somos capaces de alcanzar ese nivel. En los últimos años se ha empezado a reconocer que también los neandertales podrían ser capaces de ello y ahora este estudio apunta a que incluso otros humanos más primitivos tenían capacidades similares. El grabado ha sido hallado en una concha de molusco que llevaba más de un siglo guardada en un archivo. En 1891, el médico holandés Eugène Dubois se adentró en las junglas de Java (Indonesia) en busca del supuesto eslabón perdido entre monos y humanos. Allí encontró la parte superior del cráneo y un fémur de lo que hoy conocemos como Homo erectus, es decir, que camina erguido.
“El erectus fue el primer homínido que realmente se pareció a nosotros, con las mismas proporciones corporales y un volumen cerebral de hasta unos 1.000 centímetros cúbicos, comparable al de algunos humanos actuales”, explica a Materia Josephine Joordens, codescubridora del grabado y experta en reconstruir el clima y el ambiente en el yacimiento de Trinil, en la isla de Java, a través de los sedimentos depositados en las conchas. Joordens dice que el lugar estaba a orillas de un río que discurría por un bosque espeso, en una zona con lagunas y pantanos donde la fuente de alimento más asequible eran los peces y los moluscos.
El estudio documenta cómo los erectus usaban dientes de tiburón para abrir las almejas de río cortando el músculo que las mantiene cerradas, lo que dejaba un agujero en las conchas. También las usaban para hacer herramientas afiladas y, un día, ese trazo que el equipo ha descubierto de forma casual mientras analizaba imágenes de las conchas recogidas por Dubois y que hoy se conservan en elCentro de Biodiversidad Naturalis de Leiden, Holanda.
“Es imposible saber qué pasaba por su cabeza en aquel momento, pero podemos imaginar a aquel erectus con un mejillón en una mano y un diente de tiburón en la otra haciendo un primer arañazo en la concha y pensando, guau, esto es bonito”, especula la paleontóloga de la Universidad de Leiden. “Creo que es una conclusión acertada decir que este es el primer dibujo hecho por un humano”, resalta Joordens.
El estudio, en el que han participado 21 expertos de Holanda, Francia, Australia y Noruega, analiza en detalle el dibujo y destaca en él una parte con forma de M y el otro de N invertida. “No hay espacios en blanco entre las líneas en los vértices, lo que sugiere que se prestó atención para hacer un patrón consistente”, explica el estudio, publicado hoy en Nature. Sus autores creen que el dibujo fue hecho de una tacada por un solo individuo.
El tercer humano
Lo primero que pensó Joordens al ver el grabado, dice, fue que se parecía a otros hechos por Homo sapiens unos 300.000 años más tarde. “Unos y otros se diferencian por su complejidad, pero el patrón es el mismo, un patrón que, como humanos, nos gusta”, apunta. Hace tres meses, otro estudio desveló el primer grabado hecho por neandertales, un conjunto de trazos geométricos horadados en la piedra que algunos bautizaron como el hashtag neandertal. El museo de Leiden ya una exposición monográfica sobre el erectus y su dibujo e incluso se han hecho reconstrucciones que muestran a aquel homínido sosteniendo la concha grabada.
Expertos ajenos al estudio divergen mucho a la hora de interpretar el hallazgo. “Me parece el notición de la década”, confiesa María Martinón-Torres, investigadora del Centro Nacional de Investigación sobre Evolución Humana. “Pocos debates hay tan clásicos como el pulso entre sapiens y neandertales por ver quién demostró antes pensamiento simbólico y abstracto; y de repente aparece en escena un gran conocido pero desconocido a la vez, Homo erectus, que los adelanta a ambos”, detalla.
No es lo único sorprendente del estudio. Desde que Dubois halló al erectus en Java su datación se había hecho de forma indirecta, con lo que había una enorme incertidumbre sobre cuándo exactamente vivió este homínido, dice Joordens. “La horquilla abarcaba desde hace unos 700.000 años hasta 1,9 millones de años”, explica. Los resultados de este nuevo estudio, con la primera datación directa, indican una antigüedad de entre 430.000 y 540.000 años.
“Hasta ahora, en el capítulo final de la evolución humana solo quedaban dos ramas, la nuestra y los neandertales. Ahora de repente vemos que había tres”, resalta Martinón-Torres. Para la experta, que investiga una posible nueva especie humana cuyos restos se han hallado en China, este y otros descubrimientos recientes “ponen en evidencia la necesidad de estudiar los nuevos fósiles que se están encontrando en Asia porque hasta ahora se ha simplificado la historia muchísimo al no tenerla en cuenta”.
Antonio Rosas, paleoantropólogo del CSIC especialista en neandertales, es mucho más escéptico. “Las pruebas que presentan no me convencen de que lo que vemos sea un patrón geométrico, no creo que haya un intención detrás”, opina. El experto propone una reconstrucción de los hechos diferente a la de Joordens. “Pensemos”, dice, “en un homínido harto de abrir una almeja tras otra, una acción mecánica”. En una de esas el erectus hace un gesto diferente y de repente sale ese dibujo sin que hubiese una intención detrás, propone Rosas. No obstante, reconoce que con las pruebas presentadas queda abierta la duda. Esta solo podrá disiparse si aparecieran más conchas con grabados que confirmasen que aquel primer trazo no fue una casualidad.








martes, 20 de enero de 2015

POEMA
















Lloramos cuando nos dio la gana.
Tú me hiciste
los retratos
más absurdos.
Yo te he escrito versos malos
Plagados de verdadero sentimiento.
Hasta ayer podía recordar los aportes que hicimos
a nuestra felicidad
a nuestro infierno.
Mañana, como el amor es magia
no voy a saber cuáles eran tus cosas
cuáles las mías











 Ana María Rodas 
Poemas de la izquierda erótica










sábado, 17 de enero de 2015

SÁTIRA


En defensa de la sátira

Alberto Manguel





Si el primer sonido pronunciado en el mundo fue (según san Juan) el verbo, el segundo debió haber sido una carcajada. Tan ridículo, tan arrogante, tan absurdo es el comportamiento humano, que el inteligente Dios de Juan debió haber estallado en risotadas al ver las estupideces de las que sus criaturas eran capaces. Homero dijo que el monte Olimpo resonaba con las carcajadas de los dioses, y el segundo salmo nos avisa que Dios se reirá en lo alto, burlándose de los necios. Platón, sin embargo, no juzgaba que la risa fuese cosa seria y rechazaba la noción de un dios (o un tirano) risueño. Aristóteles, por su parte, definió el sentido del humor como una reacción natural del ser humano ante el reconocimiento de una incongruencia. Siglos después, Mahoma alabó la risa y condenó la falta de humor: "Mantén siempre el corazón ligero, porque cuando el corazón se ensombrece el alma se ciega".
Desde siempre, o al menos desde los orígenes de la conciencia humana, nos hemos comportado de manera absurda y, al mismo tiempo, hemos reconocido ese absurdo, si no en nosotros mismos, al menos en nuestros congéneres. Sócrates arguyó que nos burlamos de quienes se sienten superiores a nosotros sin serlo y que el peligro está en deleitarnos en lo que es, al fin y al cabo, un vicio. Pero lo ridículo, como tantas otras calidades humanas, suele estar en el ojo ajeno. La conducta de Sócrates, que él mismo debió juzgar como seria e intachable, fue vista por ciertos de sus contemporáneos como risible. Aristófanes, por ejemplo, en Las nubes, se burló de la famosa técnica socrática con agudeza satírica y genio mordaz. Hablando de la escuela de Sócrates un personaje dice así: "Ahí habitan hombres que hacen creer con sus discursos que el cielo es un horno que nos rodea y que nosotros somos los carbones. Ellos enseñan, si se les paga, de qué manera pueden ganarse las buenas y las malas causas". "Si se les paga", "las buenas y las malas causas": toda la fuerza está en esas pocas palabras fatales, hábil y precisamente colocadas.
Aristófanes no fue el primero que supo burlarse de nuestras necias acciones y presuntuosas filosofías. Para señalar lo absurdo de confiar el poder a quienes lo explotan para su propio beneficio (como los directores del Fondo Monetario Internacional) regulando las finanzas de los países a los cuales presta dinero), un mural egipcio de fines del segundo milenio antes de Cristo muestra a un gato encargado de cuidar a una bandada de gansos, explícita crítica de los gobiernos venales que el medievo cristiano retomaría en fábulas y poemas satíricos. Tan feroz pueden ser estas burlas que, según cuenta Plinio el Viejo, quienes eran objeto de las sátiras del poeta Hipognato de Éfeso en el siglo VI antes de Cristo, acababan colgándose de un árbol, demasiado avergonzados para seguir viviendo.
Sátira, esa forma crítica de la burla, fue nombrada por primera vez por Quintiliano para referirse a una forma particular de la métrica latina, pero el concepto se extendió rápidamente a cualquier tipo de texto que utilizase la ironía para criticar una situación o a un personaje, y hasta a una sociedad entera, como en Los viajes de Gulliver, de Jonathan Swift. Después de que Gulliver le cuenta al rey de Brobdingnag la historia del mundo europeo, el rey pronuncia este juicio inapelable: "La única conclusión a la que puedo llegar es que la mayoría de vuestros conciudadanos forman parte de la más perniciosa raza de infame alimaña que la naturaleza jamás permitió arrastrarse por la superficie de la tierra". La sátira puede ser intemporal: las palabras del rey se aplican también a nuestro miserable siglo. La sátira no se limita a la sátira: Doña Perfecta, de Galdós; Casa desolada, de Dickens; Guignol's Band, de Céline, pueden ser leídos como sátiras.
Obviamente, la sátira jalona todas las literaturas, orientales y occidentales, y son raros los autores que no la hayan practicado en algún momento de su obra. De Luciano a Rabelais y Erasmo, de Diderot a Voltaire y Grimmelshausen, de Pushkin a Mark Twain y Clarín, de Günter Grass a Doris Lessing y Joseph Heller, la sátira ha sido siempre la carcajada de la razón frente a la solemnidad de la locura. En castellano, baste recordar el tono irónico de Borges en sus ficciones swiftianas El informe de Brodie y Utopía de un hombre que está cansado. Durante la absurda guerra de las Malvinas, Borges publicó una carta abierta en la que denunciaba la suerte de jóvenes conscriptos enviados al frente por generales "que nunca oyeron silbar siquiera una bala". Cierto general ofendido le objetó que él era un general argentino y que él sí había oído silbar una bala en la batalla. Borges le respondió pidiendo disculpas por el error que había cometido. "Me he equivocado", dijo. "Hay un general argentino que alguna vez oyó silbar una bala".
No solo la literatura: todas las formas de creación artística han utilizado la sátira para sus propios fines. Los grabados de Goya, de Daumier, de Grosz son feroces denuncias de la insensata crueldad de sus contemporáneos. Las canciones populares, desde los goliardos de la Edad Media a Janis Joplin y Georges Brassens, se burlan sagazmente de la sociedad en la que vivimos. Y el cine, por supuesto, nos ofrece obras maestras del género satírico: El gran dictador, de Chaplin; Play Time, de Jacques Tati; Dr. Strangelove [¿Teléfono rojo? Volamos hacia Moscú]de Kubrick¡Bienvenido, Mr Marshall!, de Berlanga, y tantos otros son ejemplos perfectos del arte de ofender con destreza artística.
Porque suele ser justa, porque suele señalar faltas morales y pretensiones falaces, porque hiere, porque denuncia, la sátira suele provocar la furia de aquellos a quienes acusa. Y porque el objeto de la sátira es muchas veces un personaje autoritario y poderoso, la reacción es con frecuencia la censura, la prisión, la muerte del poeta. "No he de callar por más que con el dedo, / ya tocando la boca o ya la frente, / silencio avises o amenaces miedo", advierte el más célebre de los satíricos españoles, Francisco de Quevedo, a sus censores. Quevedo tuvo más fortuna que muchos de sus colegas, desde Ka'b bin al Ashraf, poeta contemporáneo de Mahoma, quien se burló en sus versos de la nueva religión y fue asesinado por seguidores del profeta, hasta los humoristas de Charlie Hebdo.
Pero sátira no es vituperio. El texto satírico que, si es eficaz, ofende, debe hacerlo no solo con justicia sino sutilmente. Para ser sátira, el impulso de burlarse de lo ridículo debe ser un impulso artístico. No he leído el nuevo libro de Michel Houllebecq, Soumission, que imagina el triunfo de un Gobierno islámico en Francia, pero si resulta ser un texto satírico que ofrece al lector un punto de vista valioso para entender el mundo en que vivimos, será, ante todo, memorable como novela. Las pintadas antiislámicas garabateadas sobre las paredes de las mezquitas no son literatura.
Sin embargo, más interesante, más curioso que este impulso de burlarse de la necedad ajena es la sensitividad desmesurada, la furia incontenible, el ultraje sentido ante una sátira por los detentores de una fe que se define como incólume. Tal indignación in loco parentis tiene algo de blasfemia. Suponer que la divinidad en la que creen estos fieles es tan sensiblera e insegura que le ofende una broma o una caricatura, que tiene un complejo de inferioridad tan fuerte que necesita la alabanza constante, que es incapaz de defenderse a sí misma y que, si insultada, debe ser vengada por guerreros armados, como si fuese una doncella deshonorada, es prueba de una colosal arrogancia. Mejor sería seguir el consejo de Winnie en Los días felices, de Beckett: "¿Qué mejor manera de ensalzar al Todopoderoso, que acompañando de risitas sus chistes, sobre todo los peores?".
Sin duda, el Señor del Universo podría, si quisiera, adoptar el estilo de los supuestos ofensores para contrarrestar la ofensa de una manera contundente y elegante. Cuando, en la pieza de Rostand, el vizconde de Valvert trata de insultar a Cyrano de Bergerac acusándolo de tener una nariz enorme, este le enseña, con la espada y la palabra, cómo se debe componer una sátira hábil, original y exquisita, pasando revista, en un largo catálogo en verso, a una multitud de estilos en los cuales el vizconde, si fuese más diestro, hubiese podido insultarlo mejor: dramático, amable, truculento, tierno, curioso, pedante, y así sucesivamente hasta darle a su ofensor la estocada final. Esta técnica, de desarmar al agresor mejorando su técnica (es decir, humillándolo al demostrar su poca habilidad satírica), es pocas veces utilizada por los grandes y poderosos, quienes prefieren responder al insulto percibido con la cárcel, el exilio o la guillotina. Esa reacción siempre resulta en lo contrario de lo que el ofendido quiere: la supuesta ofensa es ratificada y el ofensor es ensalzado

Hay excepciones. Entre las muchas historias acerca del califa Harun al Rashid, narradas en las Mil y una noches y en los libros de Stevenson, hay una que justifica los apodos deEl Justo y El Sabio que sus súbditos le concedieron. El califa tenía la costumbre de vestirse de mercader y pasearse por las callejuelas de Bagdad para ver con sus propios ojos cómo vivía su gente y qué decían de su gobierno. Una tarde, en medio de una plaza, vio a una multitud reunida en torno a un hombre que contaba cuentos según la antiquísima tradición oriental. El califa se puso a escuchar y, asombrado, oyó que el narrador contaba la historia de Harun al Rashid, en la cual el califa era pintado como un personaje libidinoso y borracho que después de una noche de orgía se extraviaba en los jardines de su propio palacio y acababa tumbado de bruces en un estanque. Después de acabados la risa y el aplauso, el califa felicitó al cuentista. "Tu historia es muy buena pero desgraciadamente incorrecta. No fueron 20 doncellas que Harun al Rashid conquistó, sino 100, y no fueron 100 jarras de vino que bebió aquella noche, sino 200. Sé lo que te digo, porque estuve presente en la fiesta. Yo soy Harun al Rashid". Ante la mirada aterrada del hombre, el califa estalló en carcajadas, le dio un bolso de monedas de oro y le pidió que la próxima vez que contase la historia se asegurase de que los detalles fuesen exactos.