Los que alimentan el hambre
MARTÍN CAPARRÓS
Un granjero sembrando arroz en Ngoc Nu village, al sur Hanoi (Vietnam).
La transformación de la comida en un medio de especulación
financiera ya lleva más de veinte años. Pero nadie pareció notarlo demasiado
hasta 2008. Ese año, la gran banca sufrió lo que muchos llamaron "la
tormenta perfecta": una crisis que afectó al mismo tiempo a las acciones,
las hipotecas, el comercio internacional. Todo se caía: el dinero estaba a la
intemperie, no encontraba refugio. Tras unos días de desconcierto muchos de
esos capitales se guarecieron en la cueva que les pareció más amigable: la Bolsa
de Chicago y sus materias primas. En 2003, las inversiones en commodities
[materias primas] alimentarias importaban unos 13.000 millones de dólares; en
2008 llegaron a 317.000 millones. Y los precios, por supuesto, se dispararon.
Analistas nada
sospechosos de izquierdismo calculaban que esa cantidad de dinero era quince
veces mayor que el tamaño del mercado agrícola mundial: especulación pura y
dura. El Gobierno norteamericano desviaba cientos de miles de millones de
dólares hacia los bancos "para salvar el sistema financiero" y buena
parte de ese dinero no encontraba mejor inversión que la comida de los otros.
Ahora en la Bolsa de Chicago se negocia cada año una cantidad de trigo
igual a cincuenta veces la producción mundial de trigo.
Digo: aquí, cada grano de maíz que hay en el mundo se compra
y se vende —ni se compra ni se vende, se simula cincuenta veces—. Dicho de otro
modo: la especulación con el trigo mueve cincuenta veces más dinero que la
producción de trigo.
La Bolsa de Chicago donde se ubica el mercado de futuros, en diciembre de 2013.
El gran invento de estos mercados es que el que quiere vender algo
no precisa tenerlo: se venden promesas, compromisos, vaguedades escritas en la
pantalla de una computadora. Y los que saben hacerlo ganan, en ese ejercicio de
ficción, fortunas. Y los que no saben contratan programadores de
computación. Más de la mitad del dinero de las Bolsas del mundo rico está en
manos del HFT (High Frecuency Trading), la forma más extrema de especulación
algorítmica o automatizada. Son muchos nombres para algo muy complicado y muy
simple: supercomputadoras que realizan millones de operaciones que duran
segundos o milisegundos; compran, venden, compran, venden, compran, venden sin
parar aprovechando diferencias de cotización ínfimas que, en semejantes
cantidades, se transforman en montañas de dinero. Son máquinas que operan mucho
más rápido que cualquier persona, autónomas de cualquier persona. Me impresiona
que los dueños de la plata pongan tanta plata en las manos —llamémosles manos—
de unas máquinas que podrían despistarse y cuyo despiste podría costarles
auténticas fortunas: que tengan tal confianza en la técnica o, quizá, tal
avidez.
Los HFT son la especulación más pura: máquinas que sólo sirven para
ganar plata con más plata. Son operaciones que nadie hace sobre contratos que
no están hechos para ser cumplidos acerca de mercaderías que nunca nadie verá.
La ficción más rentable.
La máquina giraba a mil por hora. Aquel día, 6 de abril de 2008,
una tonelada de trigo había llegado a costar 440 dólares. Era increíble; sólo cinco
años antes costaba tres veces menos: alrededor de 125. Los cereales, que se
habían mantenido en valores nominales constantes —que habían, por lo tanto,
bajado sus precios— durante más de dos décadas, empezaron a trepar durante el
año 2006, pero en los primeros meses de 2007 su ascenso se había vuelto
incontenible: en mayo, el trigo pasó los 200 dólares por tonelada, en agosto
los 300, los 400 en enero; lo mismo sucedía con los demás granos.Y, como dicen los negociantes, el mercado alimentario
tiene una "baja elasticidad". Es su forma de decir que, pase lo que
pase con la oferta, la demanda no puede cambiar tanto: que, si los precios
suben mucho, se puede postergar la compra de un coche o de una zapatilla, pero
muy poca gente acepta de buena gana postergar la compra de su almuerzo.
El aumento no tenía, por supuesto, una causa exclusiva. Una de
ellas fue el aumento extraordinario del precio del petróleo, que en esos días
de abril bordeaba los 130 dólares por barril, el doble que 12 meses antes. El
petróleo es tan importante para la producción agropecuaria que un ensayista
político inglés, John N. Gray, dijo hace poco que "la agricultura
intensiva es extraer comida del petróleo". Se refería, entre otras cosas,
a ese cálculo tan cacareado que dice que producir una caloría de comida cuesta
siete calorías de combustibles fósiles.
El precio del petróleo influye en el precio de los alimentos de
varias maneras. Los alimentos incluyen en su costo una parte significativa de
combustible: en su producción —por las máquinas rurales y porque la mayoría de
los abonos y pesticidas contienen alguna forma de petróleo—, en su transporte,
en su almacenamiento, en su distribución. Pero, además, el aumento del precio
del petróleo le dio más entidad todavía a los famosos agrocombustibles.
Empezaron llamándolos biocombustibles; últimamente, grupos críticos
insisten en que el prefijo "bio" les presta una pátina de
honorabilidad ecológica que no merecen —y postulan que los llamemos agrocombustibles—.
Parece que lo agro no está tan cotizado como lo bio en la conciencia cool. Pero
hay gente que paga mucha plata para conseguirles buena prensa: en el año 2000
el mundo produjo 17.000 millones de litros de etanol; en 2013, cinco veces más:
85.000 millones. Y nueve de cada diez litros se consumieron en Estados Unidos y
Brasil. (...)Y es otra forma de usar los alimentos para no alimentar.
Y un negocio de primera para muchos.
El agrocombustible es la penúltima respuesta a la superproducción
de granos que complica desde hace décadas a la agricultura norteamericana. En
el último medio siglo las técnicas agrarias mejoraron como nunca, los subsidios
a los granjeros aumentaron muchísimo, y sus explotaciones consiguieron
rendimientos inéditos: no sabían qué hacer con tanto maíz, con tanto trigo. En
la segunda mitad del siglo XX Estados Unidos se enfrentó a un problema con
pocos antecedentes en la historia de la humanidad: la superproducción de
alimentos. Parece un chiste que ése fuera el problema del mayor productor de
comida de un mundo donde falta comida.
Entre otros efectos, la superproducción mantuvo muy bajos los
precios de la comida durante un largo periodo. Uno de los primeros usos de ese
excedente fue político: la exportación, bajo capa de ayuda, de grandes
cantidades de grano. Ya hablaremos del programa Food for Peace. (...)
Después vendrían otros usos: jarabes de maíz —gran endulzador de la
industria alimentaria—, detergentes, textiles y, últimamente, el
agrocombustible.
El etanol norteamericano está hecho de maíz. Estados Unidos produce
el 35 por ciento del maíz del mundo, más de 350 millones de toneladas al año.
Una ley federal, la Renewable Fuel Standard, dice que el 40 por ciento de ese
grano debe ser usado para llenar los tanques de los coches. Es casi un sexto
del consumo mundial de uno de los alimentos más consumidos del mundo. Con los
170 kilos de maíz que se necesitan para llenar un tanque de etanol-85, un chico
zambio o mexicano o bengalí puede sobrevivir un año entero. Un tanque, un
chico, un año. Y se llenan, cada año, casi 900 millones de tanques. El
agrocombustible que usan los coches estadounidenses alcanzaría para que todos
los hambrientos del mundo recibieran medio kilo de maíz por día.
El Gobierno americano no sólo obliga a usar el maíz para empujar
coches; también entrega a quienes lo hacen miles de millones de dólares en
subsidios. (...) El aumento de la demanda de maíz producida por el etanol es
responsable de un porcentaje importante —que nadie puede definir con precisión—
del aumento del precio de los alimentos.
Un ejemplo: muchos granjeros del Medio Oeste americano dejaron de
cultivar el maíz blanco que vendían, entre otros, a México – para pasarse al
amarillo que se usa para hacer etanol. Entonces los precios de la harina se
duplicaron o incluso triplicaron en México y miles de personas salieron a la
calle. Lo llamaron la revuelta de las tortillas.
En Guatemala no salieron. En Guatemala la mitad de los chicos están
malnutridos. Hace veinte años Guatemala producía casi todo el maíz que
consumía. Pero en los noventas empezaron a llegar los excedentes americanos,
baratísimos por los subsidios que recibían en su país, y los campesinos locales
no pudieron competir con esos precios. En una década la producción local había
disminuido una tercera parte.
En esos días, muchos campesinos tuvieron que vender sus tierras a
empresas que ahora plantan palmeras para hacer aceite y etanol, caña para
azúcar y etanol. Y los que pudieron seguir cultivando las suyas encontraron más
y más dificultades: amenazas armadas para que las vendan, propietarios que
prefieren dejar de alquilarles las suyas para trabajar con las grandes
compañías, grandes plantaciones que se llevan el agua o la envenenan con sus
químicos.El problema se agudizó en los años siguientes: los americanos
empezaron a usar su maíz para hacer etanol y los precios subieron, y subieron
más con los grandes aumentos que precedieron a la crisis de 2008. Ahora, en las
tortillerías guatemaltecas, un quetzal – unos 15 centavos de dólar– compra
cuatro tortillas; hace cinco años compraba ocho. Y los huevos triplicaron su
precio porque los pollos también comen maíz.
Son ejemplos.
Pero no creo que nadie lo haga para perjudicar a nadie. Quiero
decir: no es que las autoridades y los lobbies y los productores agrícolas americanos
quieran hambrear a los chicos guatemaltecos. Sólo quieren mejorar sus ventas y
sus precios, depender menos del petróleo, cuidar el medio ambiente – y eso
produce ciertos efectos secundarios: sucede, qué se le va a hacer.
Shit happens
El Hambre, de Martín Caparrós Editorial Planeta, 624 páginas.
Por qué hice este libro
Marín Caparrós
Lo hice porque, en algún momento, creí que no podía no hacerlo.
Pero escribir El Hambre fue, probablemente, el trabajo más difícil
que encaré en mi vida. De la Bolsa de Chicago a las fábricas de Bangladesh, de
los hospitales de Níger a los basurales de Buenos Aires, de la guerra civil de
Sur Sudán a las explotaciones chinas en Madagascar, del moritorio de la Madre
Teresa de Calcuta a los morideros suburbanos de Mumbai, me pasé años
recorriendo la geografía del hambre para contar y analizar la mayor vergüenza
de nuestra civilización: que cientos de millones de personas no coman lo
suficiente en un planeta que produce alimento de sobra para todos.
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