jueves, 24 de septiembre de 2015

PICASSO





Nueva York se rinde al universo tridimensional de Pablo Picasso

Irene Crespo







Fotografía de la escultura 'Ella-Cabra' de Pablo Picasso




En junio de 1932, el galerista Georges Petit le dedicó a Picasso en París una de sus mayores retrospectivas hasta entonces. El artista malagueño escogió e instaló todas las obras de la muestra. 230 pinturas y siete esculturas. Sólo siete esculturas. Cuatro bronces terminados antes de la Primera Guerra Mundial. Y tres piezas hechas en colaboración con uno de sus principales maestros en este arte, Julio González. Quien viera aquella exposición pensaría que Picasso acababa de iniciarse en la escultura o que no le interesaba demasiado. Pero, en realidad, ya había esculpido más de cien piezas y, como en la pintura, había revolucionado y redefinido este arte influenciando a otros escultores, como Tatlin o Giacometti y los surrealistas.
Es el mito de Pablo Picasso y su escultura. “El secreto mejor guardado del sigo XX” como dijo el museo Pompidou en su exposición de 2000. Él mismo lo definió una vez como “una civilización desconocida”. Y fue el primero que alimentó el mito porque, salvo en momentos puntuales, no dejaba que sus esculturas salieran de sus estudios o sus casas. “Eran profundamente personales”, dicen las Ann Temkin y Anne Umland, las dos comisarias de la nueva gran retrospectiva que el MoMA dedica a la escultura de Picasso, la primera organizada por el museo de Nueva York desde 1967 y en la que precisamente intentan desmontar este mito.



“Aunque así se ha dicho, (su escultura) no era completamente secreta y desconocida porque en realidad impactó a muchos otros artistas gracias a las fotografías que aparecían en revistas o las visitas que le hacían a sus estudios”, contaron en la presentación. Sobre todo, ocurrió desde 1909 cuando Picasso acabó Cabeza de mujer (Fernande), una de sus piezas más tempranas y la única que no mantuvo cerca de él durante su carrera. Nada más terminarla le vendió la versión original de arcilla al marchante Ambroise Vollard, quien reprodujo copias en bronce que vendió hasta al fotógrafo Alfred Stiglietz, cuya pieza está ahora expuesta en la primera sala de la muestra del MoMA.

Organizada cronológicamente, la exposición recorre 62 años en la carrera escultórica de Picasso, entre 1902 y 1964, dividida en nueve etapas. Una historia por capítulos. “Cada sala es un episodio diferente”, dice Umland. “Y cuando pasas de una a otra es difícil creer que se trate del mismo artista”.

Serie de los bañistas, Foto:MoMa

En el primero de estos capítulos de la exposición, que abarca de 1902 a 1909, está la primera escultura que Picasso hizo con 20 años aún en Barcelona, Mujer sentada. También Cabeza de mujer (Fernande)y El bufón. Su primer contacto con la técnica, la traslación del cubismo a las tres dimensiones que poco a poco fue transformando. Influenciado por su famosa visita al Museo Etnográfico de Trocadéro y su amigo Paul Gauguin, Picasso se fue alejando cada vez más de la noción de escultura clásica existente aún a principios de siglo XX y llegó hasta su segundo episodio, de 1912 a 1915, uno de los más breves pero más productivos en el que hizo decenas de variantes deGuitarra y de Naturaleza muerta. Además, de los seis Vasos de absenta, reunidos por primera vez en esta exposición. “Para mí esa sala es como una fiesta: música, alcohol”, dice Temkin. La exposición continúa con las figuras que Picasso presentó para el monumento fúnebre a su amigo Guillermo Apollinaire. “Los dibujos en el aire” que creó con la ayuda de Julio González y La mujer en el jardín, mostrado por primera vez en EE UU. Con González, el malagueño aprendería a soldar y a manejar el bronce, pero pronto descubrió que lo que más le gustaba para sus esculturas era utilizar todos aquellos materiales que tuviera a mano. Desde cucharas a la chatarra que encontraba cerca de su casa en la Riviera Francesa. “Para él no había separación en vida y arte, vivía en sus estudios, y las cosas que usaba en las escultura las encontraba en la cocina”, cuenta Umland. Algo especialmente visible en sus últimas etapas, las más prolíficas, entre mediados de los cuarenta y los cincuenta, cuando pasó de la cerámica a utilizar el coche de juguete de su hijo para crear Baboon and Young, un homenaje a la paternidad.
La escultura "Toro" de Pablo Picasso.

“Picasso era inquieto, impaciente, y la escultura se acomodaba mejor a su personalidad, no tenía que esperar como en la pintura: trabajaba, lo abandonaba, volvía”, dice Umland. La improvisación se imponía a la reflexión en sus esculturas, y sin embargo, terminó solo 700 piezas –150, muchas originales, se ven en la exposición– frente a los más de cuatro mil cuadros que pintó en su vida. Pero de los cuadros se desprendía con facilidad, mientras las esculturas se quedaban con él.










miércoles, 23 de septiembre de 2015

PIERRE BONNARD



Bonnard  y  el color 




Femme au Chapeau Rouge, 1903



Pierre Bonnard (Fontenay-aux-Roses, 1867-Le Cannet, 1947) forma parte de ese peculiar club de artistas que han logrado desarrollar su obra siguiendo exclusivamente el dictado de su gusto personal. Singular y valiente, como le calificó Matisse, su modelo en pintura fue Gauguin y su pasión, la estampa japonesa. Con una intensa fascinación por el color y el mero disfrute de la pintura, sus cuadros son espectaculares estampas tanto del interior de las ciudades como de la vida en el campo. 



“The Grand Lemps, Autumn” (1894, oil on canvas) 




Pierre Bonnard - View of Cannet


Abogado de formación y miembro de la alta burguesía, desde muy joven compatibilizaba sus estudios con la pintura. En 1888, con apenas 20 años, fundó el grupo de los nabis junto a sus compañeros de la Académie Julian Denis, Vuillard, Ranson y Sérusier. El grupo, todos ellos adoradores de Gauguin, se autodenominó como profetas (significado de la palabra “nabi” en hebreo) y en su declaración de intenciones anunciaron que querían plasmar en sus pinturas una verdad que fuera más allá del mundo visible a través de la exaltación del color, la simplificación de las formas y la trascendencia mística y enigmática de sus composiciones.



Cinq peintres ("Cinco pintores"), 1902-1903. De izquierda a derecha, de pie, el autor (Félix Vallotton) 
sentados,Pierre BonnardÉdouard Vuillard y Charles Cottet, y de pie Ker-Xavier Roussel.


Esta fue su única incursión en grupo. A partir de ahí realizó su trabajo en solitario, al margen de lo que entonces se consideraban vanguardias y resistiendo frente al vacío y el desprecio de algunos de sus colegas, como Pablo Picasso.
 Sea cual sea el tema, los verdes, rojos o azules más salvajes dominan todas las perspectivas. “El color y una pasión absoluta por la pintura desbordan cada obra Sin pertenecer a ningún grupo, su obra es imprescindible para entender el tránsito entre el postimpresionismo y el simbolismo, un tiempo en el que la pintura está experimentando transformaciones radicales.



" Rue À Montmartre, Le Sacré-Coeur

 Esta colosal batalla individual fue protagonizada por alguien que en su vida personal fue extremadamente convencional. Vivió casi como un burgués más y toda su vida oficial amorosa estuvo ligada a una misma mujer, Marthe de Méligny, modelo y musa con la que se casó después de muchos años de convivencia. Con serios problemas depresivos que la forzaban a visitar frecuentemente balnearios y casas de salud, Marthe, con quien no tuvo hijos, es la mujer que aparece en la mayor parte de sus obras, incluida la serie de los desnudos.
Aunque sus cuadros hablen de un mundo feliz lleno de parques y mascotas, su interior no era nada plácido. “Quería transmitir alegría y hacía obras deliberadamente decorativas”, precisa el comisario. Pero también, agrega, “en esos cuadros se percibe la melancolía y el ensimismamiento que podemos ver en sus autorretratos. Tanto en los primeros como en los de los últimos años, donde se representa a sí mismo de una manera despiadada”.



"Pasture with Blue Trees"


A la sombra

 Desde un primer momento, asume en sus cuadros la estructura del biombo, de manera que divide la tela en estructuras independientes. Sus paneles verticales en los que alude a mundos remotos y misteriosos a través de una auténtica exaltación del color, la simplificación de las formas y la trascendencia mística y enigmática de sus composiciones. Después sus series dedicadas a escenas de interiores, en general protagonizadas por grupos familiares en los que narra escenas cotidianas a través de primeros planos y perspectivas cortadas de manera brusca para entrar la composición en un objeto cualquiera (unas manos, el pan).




De la simplicidad de la vida diaria,  pasa a los cuadros dedicados al desnudo, siempre en el ámbito doméstico. Los protagonistas son una o dos personas entregadas al aseo, al sueño o a la melancolía posterior a la unción amorosa. “Son obras que permiten valorar su evolución”, indica el comisario, “porque van desde lo más oscuro y morboso, hasta el misterio y melancolía que transmiten una sensualidad apagada y un erotismo extinguido”.


Bather 

Cotizado y reconocido aunque muy criticado por muchos colegas al final de su vida Bonnard eligió el retrato como el género perfecto para representar la realidad más próxima. Aquí destacan los realizados a su esposa, Marthe, a su amante Renée Monchaty, su cuñado Claude Terrasse, sus amigos Thadée y Misia Sert y sus marchantes, los hermanos Bernheim-Jeune. Su gran amiga Misia fue una de las clientes que le encargó gigantescos paneles que utilizó para decorar su comedor parisino. Misia, pianista y esposa del pintor modernista Josep Maria Sert, marcó los gustos de las familias pudientes de la época, de manera que a Bonnard le llovieron los encargos. Sin apenas espacio, Bonnard recreó su versión de la Arcadia en todos estos paneles, el mundo en el que a él le hubiera gustado vivir.



Ice Palace, 1898














martes, 22 de septiembre de 2015

MADRES E HIJOS




Estoy harta de hacer que la infancia de mis hijos sea mágica






Si nuestras abuelas y bisabuelas vieran la presión que las madres de hoy en día se autoimponen, pensarían que estamos enfermas.  ¿Desde cuándo ser una buena madre significa pasarse los días haciendo manualidades complicadas para los niños, convirtiendo sus habitaciones en portadas de revista con obras de arte y vistiéndoles a la última moda, siempre combinados?

No creo en absoluto que las madres modernas quieran más a sus hijos de lo que nuestras bisabuelas querían a los suyos. Simplemente, nos sentimos obligadas a demostrarlo con ridículas y caras fiestas de cumpleaños repletas de cupcakes caseros con 18 toppings diferentes y un sinfín de regalos.
En los últimos años, me he visto metida en ese modelo paternal de cualquier cosa que hagas, yo puedo hacerla mejor, que se basa en buscar ideas , reproducirlas a la perfección y compartir la foto con desconocidos y amigos a través de blogs y de Facebook.











De repente, me di cuenta: no tenemos por qué hacer que la infancia de nuestros hijos sea mágica. La infancia ya es mágica de por sí, incluso cuando no es perfecta. Mi infancia no fue perfecta y no éramos ricos, pero me lo pasaba muy bien en mis cumpleaños porque mis amigos venían. Lo importante no eran los regalos, ni la decoración al detalle, ni nada de eso. Nos bastaba con explotar globos, correr por el patio y comer tarta. Bastante simple, pero mágico. Es lo que recuerdo de esos momentos.
En Navidad, mis padres nos compraban dos regalos a cada uno, teniendo en cuenta que éramos cuatro niños y que sus ingresos eran limitados. No había campañas que estuvieran machacando desde noviembre con las actividades que había que marcar en el calendario. No había especiales navideñas, y pocos adornos (si es que había alguno).  Lo que nos hacía realmente felices era meternos en una cama los cuatro pensando que podríamos oír a Papá Noel colarse por la chimenea. Era muy divertido intentar aguantar toda la noche despiertos, cuchichear, reírnos juntos, y desear con ansia que se hiciera de día. Era mágico. Nunca sentí que me faltara algo.
No recuerdo una sola vez en que mis padres hicieran manualidades conmigo. Las manualidades era algo que se hacía en el colegio. Las únicas manualidades que recuerdo son las que hacía mi madre en su tiempo libre. A menudo me adormecía el ruido de su máquina de coser cuando se ponía a arreglar el bajo de nuestros pantalones o a convertir un trozo de tela en accesorios para el pelo que luego vendía.






En casa jugábamos. Todo el rato. Después de la escuela, volvíamos andando desde la parada de autobús, dejábamos la mochila y mi madre nos empujaba a salir de casa. Nos quedábamos con los niños del vecindario hasta la hora de cenar. Era otra época... Ahora, muy pocos de nosotros dejamos que nuestros hijos anden solos por ahí. Además, cuando éramos niños y estábamos en casa, jugábamos por nuestra cuenta. Teníamos nuestros juegos, hacíamos fortalezas con mantas, veíamos la televisión, bajábamos por las escaleras con almohadas. Nuestros padres no eran los responsables de nuestra diversión. Si se nos ocurría murmurar las palabras mágicas "estoy aburrido", en un momento nos daban una lista de tareas.
Echo la vista atrás a mi infancia y sonrío. Todavía me acuerdo de cómo era eso de divertirse sin preocupaciones.









Mis padres se ocuparon de mantenernos calientes y alimentados, y ocasionalmente planeaban alguna actividad especial para nosotros (la pizza de los viernes por la noche era una tradición), pero en el día a día, nos las apañábamos por nuestra cuenta. Rara vez jugaban con nosotros. Aparte de la típica caja de cartón vacía que encontrábamos en las puertas de cualquier tienda, no nos regalaban juguetes a no ser que fuera nuestro cumpleaños o una fiesta especial. Nuestros padres estaban ahí siempre que necesitábamos algo, o en caso de accidente, pero no eran nuestra principal fuente de diversión.

Hoy en día, se hace creer a los padres que lo que beneficia a los hijos es estar constantemente con ellos, mano a mano, cara a cara: "¿Qué necesitas, cariño mío? ¿Qué puedo hacer para que tu infancia sea increíble?". En una visita a Pinterest, es inevitable ver cosas como "100 ideas de manualidades para verano", "200 actividades caseras para invierno", "600 cosas que puedes hacer con tus hijos en vacaciones", "12.000 millones de estrategias para el Ratoncito Pérez", "400 billones de ideas para fiestas de cumpleaños temáticas", etc.



                                          Manualidades para hacer con los niños el fin de Semana


Los padres no son los que hacen que la infancia sea mágica. Está claro que los casos de violencia y abandono sí pueden arruinarla, pero, en general, la magia es algo inherente a la edad. Ver el mundo desde los ojos inocentes de un niño es mágico. Jugar con la nieve en invierno cuando tienes cinco años es mágico. Perderse entre los juguetes tirados por el suelo es mágico. Recoger piedras y guadárselas en el bolsillo es mágico. Andar con un palo es mágico.
No es nuestra responsabilidad crear y proporcionar recuerdos mágicos cada día, como si se tratara de una obligación.
Nada de esto niega la importancia del tiempo que se pasa en familia. Una cosa es, sin embargo, concentrarse en pasar tiempo juntos y otra cosa muy diferente es concentrarse en la construcción de una actividad. Una puede concebirse como algo forzado, con un objetivo predeterminado, mientras que la otra es más relajada y natural. Los padres se sienten tan obligados a crear experiencias que se puede palpar la enorme presión que soportan.
Me han dicho que cuando tenía cinco años fuimos a Disneyland. Yo no me acuerdo de haber ido, pero he visto las fotos borrosas de aquel momento. En cambio, lo que sí recuerdo con esa edad es un disfraz de pirata que me encantaba, coger ciruelas del árbol de enfrente de mi casa, las rocas que me gustaba escalar y mi perro, con el que jugaba en las escaleras del portal.
No me acuerdo de las vacaciones para las que mis padres probablemente estuvieron ahorrando durante meses; seguro que, más que nada, fueron estresantes. El lugar más mágico de mi infancia no era ningún parque de atracciones; era mi casa, mi cama, mi patio, mis amigos, mi familia, mis libros y mi propia mente.
Cuando hacemos de la vida una gran producción, nuestros hijos se convierten en el público, y crece su apetito por el entretenimiento. ¿Estamos criando a una generación de personas incapaces de encontrar la belleza en lo mundano?
¿Queremos enseñar a nuestros hijos que la magia de la vida es algo que viene en un envoltorio precioso, o que la magia es algo que cada uno tiene que descubrir por sí mismo?
Planear todo tipo de acontecimientos, trabajos manuales y vacaciones caras no resulta dañino para nuestros hijos. Sin embargo, si las ansias por querer hacer de todo proceden de la presión o de la idea de que todo lo anterior es una parte imprescindible en la infancia de cualquier persona, deberíamos replantearnos mejor las cosas.


                                            Manualidades para hacer con los niños el fin de Semana


Una infancia sin esas manualidades puede ser igualmente mágica. Una infancia sin viajar en vacaciones también puede ser mágica. La magia de la que hablamos, y la que queremos que nuestros hijos experimenten, no sale de nuestra creatividad, no consiste en eso. La podemos descubrir en la tranquilidad de un arroyo, en el tobogán del parque, y en la risa inocente de una nueva vida.
Estamos constantemente escuchando que los niños de hoy en día no hacen suficiente ejercicio; pero, quizás, el músculo que menos ejercitan es la imaginación, ya que intentamos encontrar desesperadamente la receta para algo que ya existe. 




*Autora de The Honest Toddler: A Child's Guide to Parenting













viernes, 18 de septiembre de 2015

LECCIONES DE LA HISTORIA





Llegan los godos al imperio vencido

Arturo Pérez-Reverte  

















 En el año 376 después de Cristo, en la frontera del Danubio se presentó una masa enorme de hombres, mujeres y niños. Eran refugiados godos que buscaban asilo, presionados por el avance de las hordas de Atila. Por diversas razones -entre otras, que Roma ya no era lo que había sido- se les permitió penetrar en territorio del imperio, pese a que, a diferencia de oleadas de pueblos inmigrantes anteriores, éstos no habían sido exterminados, esclavizados o sometidos, como se acostumbraba entonces. En los meses siguientes, aquellos refugiados comprobaron que el imperio romano no era el paraíso, que sus gobernantes eran débiles y corruptos, que no había riqueza y comida para todos, y que la injusticia y la codicia se cebaban en ellos. Así que dos años después de cruzar el Danubio, en Adrianópolis, esos mismos godos mataron al emperador Valente y destrozaron su ejército. Y 98 años después, sus nietos destronaron a Rómulo Augústulo, último emperador, y liquidaron lo que quedaba del imperio romano.

 Y es que todo ha ocurrido ya. Otra cosa es que lo hayamos olvidado. Que gobernantes irresponsables nos borren los recursos para comprender. Desde que hay memoria, unos pueblos invadieron a otros por hambre, por ambición, por presión de quienes los invadían a ellos. Y todos, hasta hace poco, se defendieron y sostuvieron igual: acuchillando invasores, tomando a sus mujeres, esclavizando a sus hijos.
Así se mantuvieron hasta que la Historia acabó con ellos, dando paso a otros imperios que a su vez, llegado el ocaso, sufrieron la misma suerte. El problema que hoy afronta lo que llamamos Europa, u Occidente (el imperio heredero de una civilización compleja, que hunde sus raíces en la Biblia y el Talmud y emparenta con el Corán, que florece en la Iglesia medieval y el Renacimiento, que establece los derechos y libertades del hombre con la Ilustración y la Revolución Francesa), es que todo eso -Homero, Dante, Cervantes, Shakespeare, Newton, Voltaire- tiene fecha de caducidad y se encuentra en liquidación por derribo. Incapaz de sostenerse. De defenderse. Ya sólo tiene dinero. Y el dinero mantiene a salvo un rato, nada más.
Pagamos nuestros pecados. La desaparición de los regímenes comunistas y la guerra que un imbécil presidente norteamericano desencadenó en el Medio Oriente para instalar una democracia a la occidental en lugares donde las palabras islam y rais -religión mezclada con liderazgos tribales- hacen difícil la democracia, pusieron a hervir la caldera. Cayeron los centuriones -bárbaros también, como al fin de todos los imperios- que vigilaban nuestro limes. Todos esos centuriones eran unos hijos de puta, pero eran nuestros hijos de puta. Sin ellos, sobre las fronteras caen ahora oleadas de desesperados, vanguardia de los modernos bárbaros -en el sentido histórico de la palabra- que cabalgan detrás. Eso nos sitúa en una coyuntura nueva para nosotros, pero vieja para el mundo. Una coyuntura inevitablemente histórica, pues estamos donde estaban los imperios incapaces de controlar las oleadas migratorias, pacíficas primero y agresivas luego. Imperios, civilizaciones, mundos que por su debilidad fueron vencidos, se transformaron o desaparecieron. Y los pocos centuriones que hoy quedan en el Rhin o el Danubio están sentenciados. Los condenan nuestro egoísmo, nuestro buenismo hipócrita, nuestra incultura histórica, nuestra cobarde incompetencia. Tarde o temprano, también por simple ley natural, por elemental supervivencia, esos últimos centuriones acabarán poniéndose de parte de los bárbaros.
A ver si nos enteramos de una vez: estas batallas, esta guerra, no se van a ganar. Ya no se puede. Nuestra propia dinámica social, religiosa, política, lo impide. Y quienes empujan por detrás a los godos lo saben. Quienes antes frenaban a unos y otros en campos de batalla, degollando a poblaciones enteras, ya no pueden hacerlo. Nuestra civilización, afortunadamente, no tolera esas atrocidades. La mala noticia es que nos pasamos de frenada. La sociedad europea exige hoy a sus ejércitos que sean oenegés, no fuerzas militares. Toda actuación vigorosa -y sólo el vigor compite con ciertas dinámicas de la Historia- queda descartada en origen, y ni siquiera Hitler encontraría hoy un Occidente tan resuelto a enfrentarse a él por las armas como lo estuvo en 1939. Cualquier actuación contra los que empujan a los godos es criticada por fuerzas pacifistas que, con tanta legitimidad ideológica como falta de realismo histórico, se oponen a eso. La demagogia sustituye a la realidad y sus consecuencias. Detalle significativo: las operaciones de vigilancia en el Mediterráneo no son para frenar la emigración, sino para ayudar a los emigrantes a alcanzar con seguridad las costas europeas. Todo, en fin, es una enorme, inevitable contradicción. El ciudadano es mejor ahora que hace siglos, y no tolera cierta clase de injusticias o crueldades. La herramienta histórica de pasar a cuchillo, por tanto, queda felizmente descartada. Ya no puede haber matanza de godos. Por fortuna para la humanidad. Por desgracia para el imperio.
Todo eso lleva al núcleo de la cuestión: Europa, o como queramos llamar a este cálido ámbito de derechos y libertades, de bienestar económico y social, está roída por dentro y amenazada por fuera. Ni sabe, ni puede, ni quiere, y quizá ni deba defenderse. Vivimos la absurda paradoja de compadecer a los bárbaros, incluso de aplaudirlos, y al mismo tiempo pretender que siga intacta nuestra cómoda forma de vida. Pero las cosas no son tan simples. Los godos seguirán llegando en oleadas, anegando fronteras, caminos y ciudades. Están en su derecho, y tienen justo lo que Europa no tiene: juventud, vigor, decisión y hambre. Cuando esto ocurre hay pocas alternativas, también históricas: si son pocos, los recién llegados se integran en la cultura local y la enriquecen; si son muchos, la transforman o la destruyen. No en un día, por supuesto. Los imperios tardan siglos en desmoronarse.
Eso nos mete en el cogollo del asunto: la instalación de los godos, cuando son demasiados, en el interior del imperio. Los conflictos derivados de su presencia. Los derechos que adquieren o deben adquirir, y que es justo y lógico disfruten. Pero ni en el imperio romano ni en la actual Europa hubo o hay para todos; ni trabajo, ni comida, ni hospitales, ni espacios confortables. Además, incluso para las buenas conciencias, no es igual compadecerse de un refugiado en la frontera, de una madre con su hijo cruzando una alambrada o ahogándose en el mar, que verlos instalados en una chabola junto a la propia casa, el jardín, el campo de golf, trampeando a veces para sobrevivir en una sociedad donde las hadas madrinas tienen rota la varita mágica y arrugado el cucurucho. Donde no todos, y cada vez menos, podemos conseguir lo que ambicionamos. Y claro. Hay barriadas, ciudades que se van convirtiendo en polvorines con mecha retardada. De vez en cuando arderán, porque también eso es históricamente inevitable. Y más en una Europa donde las élites intelectuales desaparecen, sofocadas por la mediocridad, y políticos analfabetos y populistas de todo signo, según sopla, copan el poder. El recurso final será una policía más dura y represora, alentada por quienes tienen cosas que perder. Eso alumbrará nuevos conflictos: desfavorecidos clamando por lo que anhelan, ciudadanos furiosos, represalias y ajustes de cuentas. De aquí a poco tiempo, los grupos xenófobos violentos se habrán multiplicado en toda Europa. Y también los de muchos desesperados que elijan la violencia para salir del hambre, la opresión y la injusticia. También parte de la población romana -no todos eran bárbaros- ayudó a los godos en el saqueo, por congraciarse con ellos o por propia iniciativa. Ninguna pax romana beneficia a todos por igual.
Y es que no hay forma de parar la Historia. "Tiene que haber una solución", claman editorialistas de periódicos, tertulianos y ciudadanos incapaces de comprender, porque ya nadie lo explica en los colegios, que la Historia no se soluciona, sino que se vive, y, como mucho, se lee y estudia para prevenir fenómenos que nunca son nuevos, pues a menudo, en la historia de la Humanidad, lo nuevo es lo olvidado. Y lo que olvidamos es que no siempre hay solución; que a veces las cosas ocurren de forma irremediable, por pura ley natural: nuevos tiempos, nuevos bárbaros. Mucho quedará de lo viejo, mezclado con lo nuevo; pero la Europa que iluminó el mundo está sentenciada a muerte. Quizá con el tiempo y el mestizaje otros imperios sean mejores que éste; pero ni ustedes ni yo estaremos aquí para comprobarlo. Nosotros nos bajamos en la próxima. En ese trayecto sólo hay dos actitudes razonables. Una es el consuelo analgésico de buscar explicación en la ciencia y la cultura; para, si no impedirlo, que es imposible, al menos comprender por qué todo se va al carajo. Como ese romano al que me gusta imaginar sereno en la ventana de su biblioteca mientras los bárbaros saquean Roma. Pues comprender siempre ayuda a asumir. A soportar.
La otra actitud razonable, creo, es adiestrar a los jóvenes pensando en los hijos y nietos de esos jóvenes. Para que afronten con lucidez, valor, humanidad y sentido común el mundo que viene. Para que se adapten a lo inevitable, conservando lo que puedan de cuanto de bueno deje tras de sí el mundo que se extingue. Dándoles herramientas para vivir en un territorio que durante cierto tiempo será caótico, violento y peligroso. Para que peleen por aquello en lo que crean, o para que se resignen a lo inevitable; pero no por estupidez o mansedumbre, sino por lucidez. Por serenidad intelectual. Que sean lo que quieran o puedan: hagámoslos griegos que piensen, troyanos que luchen, romanos conscientes -llegado el caso- de la digna altivez del suicidio. Hagámoslos supervivientes mestizos, dispuestos a encarar sin complejos el mundo nuevo y mejorarlo; pero no los embauquemos con demagogias baratas y cuentos de Walt Disney. Ya es hora de que en los colegios, en los hogares, en la vida, hablemos a nuestros hijos mirándolos a los ojos.





La Nación. Buenos Aires. Septiembre 18 de 2015












miércoles, 9 de septiembre de 2015

FELICIDAD



Los mitos de la felicidad: la verdad detrás de las recetas

Nora Bär



Imagen: Anna Silivonchik



Suele pensarse que el "santo grial" de las neurociencias es llegar a definir la conciencia. O comprender cómo hace un sustrato biológico (las neuronas) para convertir intercambios electroquímicos en recuerdos, pensamientos e ideas. Algo de eso podría decirse acerca de la felicidad, un estado de la vida que admite casi tantas definiciones como individuos viven sobre el planeta.

Aristóteles la describía como el sentimiento de los que se bastan a sí mismos. Para Montesquieu, si nos bastase ser felices, sería facilísimo; pero queremos ser más felices que los demás, y eso es casi siempre imposible porque cre-emos que los demás son más felices de lo que son en realidad. Para Tolstoi, el secreto de la felicidad no está en hacer siempre lo que se quiere, sino en querer siempre lo que se hace. El sociólogo polaco Zygmunt Bauman citó, en una reciente entrevista de Jorge Fontevecchia, a Goethe y le atribuyó la idea de que la felicidad consiste en superar problemas. Y para el economista Richard Easterlin, la función felicidad depende de la razón entre las aspiraciones y los logros en cada dominio de la vida.
Para otros, como Carl Jung, buscar la felicidad es como perseguir el horizonte. En una entrevista periodística de 1960, afirmó que todos los factores que generalmente se asume que pueden contribuir a la felicidad pueden también, bajo ciertas circunstancias, producir lo contrario. "Entre más se busca deliberadamente la felicidad, más probabilidades hay de no encontrarla", afirmó.
Sin embargo, lo cierto es que el tema atrae a filósofos, psicólogos, neurocientíficos y hasta economistas. Hoy se habla de la "política de la felicidad", de la "economía de la felicidad", de la "felicidad nacional bruta" y hasta de la "ciencia de la felicidad" (hay una revista con referato, el Journal of Happiness Studies, que publica investigaciones sobre este tema).
Tal como afirma Facundo Manes, rector de la Universidad Favaloro y presidente de la Fundación Ineco: "El debate respecto de la felicidad como componente integral de la existencia del ser humano nos remonta incluso a los tiempos de Aristóteles, que ya intentaba disecar los distintos aspectos que hacen a este concepto tan controversial. Hoy, existen críticos de la investigación sobre la neurobiología de la felicidad. No pocos científicos argumentan que es un concepto amplio y vago, y por lo tanto dudan de que alguien pueda «medir» la felicidad".

Conceptos que cambian

Para Manes es importante tener en cuenta que la ciencia reemplaza conceptos establecidos con otros nuevos que pueden estar relacionados pero que no son lo mismo. "Antes de la química moderna, se pensaba que los elementos básicos eran tierra, agua, fuego y aire -explica el neurocientífico-. La tabla periódica moderna define los elementos de manera diferente, y ahora sabemos que de esta manera es más adecuado. Lo mismo pasa con conceptos como «memoria», «inteligencia» y «felicidad»".
"En el uso diario estos términos no están bien definidos -agrega Manes-, por lo que es difícil que la ciencia los pueda medir. Lo que la ciencia puede hacer, basada en datos y teoría, es reemplazar estos conceptos con otros bien definidos y que pueden ser medidos. Hasta ahora el foco de la investigación se centró en estados relacionados, placer, bienestar y deseo."
"Según la ciencia, a la que le gusta definir cosas -afirma Pedro Bekinschtein, investigador del Instituto de Biología Celular y Neurociencias de la Facultad de Medicina de la Universidad de Buenos Aires-, la felicidad no es un momento más o menos efímero de placer, sino más bien una sensación de satisfacción con la vida que perdura a lo largo de un intervalo prolongado de tiempo."
Sin embargo, mientras se delimita el terreno atravesado por este cruce de consideraciones éticas, antropológicas, psicológicas y filosóficas, una rápida búsqueda por Internet muestra que circulan todo tipo de recetas para alcanzarla. ¿Qué hay de cierto?

La felicidad se transmite por el olfato

Si bien existen trabajos aislados que intentaron demostrarlo utilizando el sudor de voluntarios, la afirmación resulta, por lo menos, altamente dudosa.
"Si se piensa en personas que «irradian» felicidad a través de su piel liberando algún tipo de sustancia como una feromona, que modificaría el humor de otros al ser percibida a través del olfato, no hay evidencias de que algo así suceda -explica Bekinschtein-. Aún no se identificaron claramente feromonas humanas, aunque todo indica que es posible que existan." En tren de especulaciones, el científico agrega que, si la felicidad se irradia, es poco probable que lo haga a través de sustancias químicas.

La música alegre te hace ser más feliz

El concepto es impreciso: ¿qué es la música alegre? "Por lo general, uno asocia las tonalidades mayores con «sensaciones felices» y tonalidades menores con «sensaciones tristes» -dice Adolfo García, neurolingüista de la Universidad Nacional de Cuyo y del Instituto de Neurociencias Cognitivas (Ineco)-. Hay estudios que demuestran que cuando nos exponemos a tonalidades mayores, reconocemos más velozmente palabras con una carga afectiva positiva, y que cuando escuchamos obras en tonalidad menor, respondemos más rápidamente ante palabras con carga afectiva negativa. Sin embargo, no se pueden extrapolar esos resultados a toda persona en todo contexto. Un estudio reciente demostró que, contrariamente a lo que se pensaba, en los fanáticos del heavy metal extremo, escuchar temas de su género predilecto aumentaba sus emociones positivas. Lo que nos hace más felices no es la «música alegre», sino cualquier experiencia musical con la que nos identifiquemos."

Ser solidarios nos hace más felices

Esto sí, aparentemente, es cierto. "Se sabe que ser generoso produce bienestar y activa en el cerebro el circuito asociado con el placer y la recompensa, es decir, libera dopamina y oxitocina, dos neuroquímicos asociados con el bienestar -detalla Manes-. Es más, tener conductas benéficas y solidarias, incluso obligatorias (como realizar una transferencia bancaria a una organización de ayuda) activa regiones del cerebro relacionadas con el circuito que se enciende ante las gratificaciones naturales de supervivencia básica (como la comida), y otras más complejas. Por alguna razón, dado que vivimos en comunidad, es una fortaleza que guardamos de generación en generación. Hacer bien, hace bien."

El dinero no hace la felicidad

No hay acuerdo entre los científicos sobre cómo inciden los bienes materiales en nuestro bienestar. "¿Si el dinero hace a la felicidad? Como diría Manolito -bromea Diego Golombek, investigador del Conicet en la Universidd de Quilmes- «también están los cheques». Lo que se ha visto es que el dinero sí contribuye a una sensación de bienestar y felicidad, pero hasta cierto punto. Una vez que las necesidades básicas están satisfechas, y se puede acceder a gustos por encima de estas necesidades, se puede llegar a un umbral luego del cual tener más dinero no necesariamente implica ser más feliz."

Más frutas y verduras para ser felices

Es frecuente advertir que afirmaciones sin asidero se presentan como si estuvieran respaldadas por estudios sesudos. Éste podría ser uno de esos casos: para los investigadores consultados, no hay antecedentes en la literatura científica que indiquen que el tipo de dieta que ingerimos influya en nuestra felicidad. "Esto parece responder a la opinión caprichosa de fundamentalistas del vegetarianismo", bromea Adolfo García. Sin embargo, advierte, siguiendo el rastro de ideas descabelladas a veces se llega hasta investigaciones académicas de dudosa validez. Un ejemplo: el investigador holandés Diederik Stapel, no hace tanto una "estrella" de la psicología social, entre cuyos trabajos había algunos sobre las diferencias de actitud entre los vegetarianos y las personas que comen carne. Estos estudios, publicados en revistas con referato, tenían resultados fraguados. Stapel se vio envuelto en un escándalo cuando, en 2011 y tras advertirse sus fraudes, la Universidad de Tilburg lo suspendió por inventar, y manipular datos y resultados de 55 investigaciones, que fueron retractadas.

La felicidad cambia tus genes

"Habría que ver qué quiere decir «cambia tus genes» -advierte Bekinschtein-. Casi cualquier cosa que a uno le pasa «cambia sus genes», porque la activación y desactivación de genes es lo que produce cambios a largo plazo en el cerebro. Si uno es infeliz y luego es feliz, eso quiere decir que hubo cambios en el cerebro que serán el producto del «encendido y apagado» de genes en las neuronas." Muchos factores provenientes del ambiente alteran la expresión de los genes. El área que estudia estas interacciones es una de las más activas de la ciencia y se la conoce como epigenética.
"Todavía queda mucho por explorar sobre felicidad y genética -aclara Manes-. Estudios recientes están comenzando a relacionar algunos genes con el bienestar, pero los datos son controversiales. Existe cierta evidencia de que distintos tipos de bienestar, como el hedónico (basado en el placer) y el eudaimónico (basado en el logro) dedican distintos programas de regulación de genes, a pesar de presentar iguales niveles de bienestar. Esto implicaría que el genoma humano sería sensible a variaciones cualitativas de bienestar."
Lo que sí puede argumentarse, agrega, es que la felicidad es un factor protector, y esto se sabe no por estudios genéticos, sino por haber visto que las personas más felices se enferman menos, viven más y tienen una mayor calidad de vida. "Sentirse bien le hace bien al cuerpo y al cerebro", asegura.

Programados genéticamente para ser felices

Al parecer, todos tenemos niveles basales de bienestar que suelen mantenerse dentro de un rango. "La buena noticia -anuncia Manes- es que un porcentaje grande del bienestar (se habla de un 40%, aunque es preferible esperar a futuras investigaciones para asegurarlo) resulta de actividades que hacemos de forma voluntaria, como disfrutar de un programa en familia, salir a correr, alcanzar una meta, hacer meditación. Otro porcentaje menor se desprende de nuestras circunstancias vitales como el trabajo, que si bien son factores que influyen en el bienestar, no lo definen." Podría decirse entonces que hay gente más feliz que otra, más allá del contexto. Pero también podemos ser más felices si nos lo proponemos: según Manes, uno puede entrenarse para ser feliz.

Sonreír te hace feliz

Según algunos estudios, al fingir sonrisas se inducen cambios químicos parcialmente similares a los que se generan cuando la persona está contenta. "Existe una «teoría somática sobre la empatía» que postula que los sentimientos podrían ser desencadenados por micromovimientos que ocurren en nuestro cuerpo -explica Bekinschtein-. Por ejemplo, si alguien te sonríe, de forma medio indetectable al principio, uno sonreiría también, y eso generaría el sentimiento de placer y la sonrisa verdadera."
"Esta afirmación se puede comprobar muy fácilmente. forzando una sonrisa -propone Golombek-. Al hacerlo, uno puede sentir una sensación de bienestar. Un experimento similar consiste en agarrar un lápiz entre los dientes: también habrá algo en el cerebro que indique cierto bienestar, a diferencia de agarrar el mismo lápiz entre el labio superior y la nariz, que tendrá el efecto contrario. La conclusión de estas pruebas es que el cuerpo, su posición y sus movimientos, influyen mucho en la experiencia de las emociones; de esta manera, activar los músculos que corresponden a una sonrisa puede ser leído por el cerebro como que la estamos pasando bien y, por qué no, siendo felices."

La matemática puede medir la felicidad

Según explica Bekinschtein, la ciencia siempre intenta cuantificar, y el campo de los estudios sobre felicidad no podía ser una excepción.
El año último, por ejemplo, científicos ingleses desarrollaron una ecuación matemática que, sí, permitió predecir el nivel de felicidad de 18.000 individuos. Los resultados se publicaron en el Proceedings of the National Academy of Science. "Existen instrumentos que le adjudican un número al nivel de felicidad que sentimos -aclara García-. Ahora, no es lo mismo obtener puntajes altos en una medida de felicidad, que efectivamente vivenciar ese estado multidimensional. Para medir matemáticamente un fenómeno complejo, hay que identificar las variables críticas que intervienen y estimar las relaciones que se tejen entre ellas. "Un problema acá -agrega García- es que las variables que determinan la felicidad cambian enormemente entre personas, y es muy difícil llegar a conclusiones matemáticas robustas."
Sin embargo, Diego Golombek precisa: "No es exactamente que se pueda medir, pero sí se pueden construir escalas numéricas de bienestar (que podríamos llamar "índices de felicidad") sobre la base de encuestas. Estos índices se construyen no sólo en el nivel individual, sino también en escala social".

Los varones son más felices que las mujeres

Existen evidencias de que la depresión afecta proporcionalmente más a las mujeres que a los hombres, pero lanzar esta afirmación general es algo temerario. "Hasta donde yo sé no hay evidencias para sostener esta idea", dice García.
Según Manes, algunos estudios demuestran que algo así podría ocurrir en la adolescencia. "Es probable que las exageradas exigencias culturales relacionadas con la belleza, entre otras, influyan en estos resultados", dice.
Y explica: "No hace mucho se creía que si uno no tenía ciertas cosas, no podía ser feliz o al menos tan feliz como otros. En 1967, Warner Wilson llegó a la conclusión de que una persona feliz era: un hombre o una mujer joven, saludable, con cierta educación formal, un buen sueldo, extrovertida, optimista, sin preocupaciones, religiosa, casada, con alta autoestima, aspiraciones modestas, ética en el trabajo y una alta inteligencia. Hoy hay evidencias de que no es así. La relación entre el bienestar y las condiciones demográficas es leve y contribuyen apenas modestamente a la predicción de la felicidad."







La Nación:6 de septiembre de 2015