jueves, 26 de febrero de 2015

ESA ENVIDIA...




La envidia y el síndrome de Solomon

Borja Vilaseca




Ilustración de José Luis Ágreda


En 1951, el reconocido psicólogo estadounidense Solomon Asch fue a un instituto para realizar una prueba de visión. Al menos eso es lo que les dijo a los 123 jóvenes voluntarios que participaron –sin saberlo– en un experimento sobre la conducta humana en un entorno social. El experimento era muy simple. En una clase de un colegio se juntó a un grupo de siete alumnos, los cuales estaban compinchados con Asch. Mientras, un octavo estudiante entraba en la sala creyendo que el resto de muchachos participaban en la misma prueba de visión que él.
Haciéndose pasar por oculista, Asch les mostraba tres líneas verticales de diferentes longitudes, dibujadas junto a una cuarta línea. De izquierda a derecha, la primera y la cuarta medían exactamente lo mismo. Entonces Asch les pedía que dijesen en voz alta cuál de entre las tres líneas verticales era igual a la otra dibujada justo al lado. Y lo organizaba de tal manera que el alumno que hacía de cobayo del experimento siempre respondiera en último lugar, habiendo escuchado la opinión del resto de compañeros.
La respuesta era tan obvia y sencilla que apenas había lugar para el error. Sin embargo, los siete estudiantes compinchados con Asch respondían uno a uno la misma respuesta incorrecta. Para disimular un poco, se ponían de acuerdo para que uno o dos dieran otra contestación, también errónea. Este ejercicio se repitió 18 veces por cada uno de los 123 voluntarios que participaron en el experimento. A todos ellos se les hizo comparar las mismas cuatro líneas verticales, puestas en distinto orden.
Cabe señalar que solo un 25% de los participantes mantuvo su criterio todas las veces que les pre­­guntaron; el resto se dejó influir y arrastrar al menos en una ocasión por la visión de los demás. Tanto es así, que los alumnos cobayas respondieron incorrectamente más de un tercio de las veces para no ir en contra de la mayoría. Una vez finalizado el experimento, los 123 alumnos voluntarios reconocieron que “distinguían perfectamente qué línea era la correcta, pero que no lo habían dicho en voz alta por miedo a equivocarse, al ridículo o a ser el elemento discordante del grupo”.
Al día de hoy, este estudio sigue fascinando a las nuevas generaciones de investigadores de la conducta humana. La conclusión es unánime: estamos mucho más condicionados de lo que creemos. Para muchos, la presión de la sociedad sigue siendo un obstáculo insalvable. El propio Asch se sorprendió al ver lo mucho que se equivocaba al afirmar que los seres humanos somos libres para decidir nuestro propio camino en la vida


Más allá de este famoso experimento, en la jerga del desarrollo personal se dice que padecemos el síndrome de Solomon cuando tomamos decisiones o adoptamos comportamientos para evitar sobresalir, destacar o brillar en un grupo social determinado. Y también cuando nos boicoteamos para no salir del camino trillado por el que transita la mayoría. De forma inconsciente, muchos tememos llamar la atención en exceso –e incluso triunfar– por miedo a que nuestras virtudes y nuestros logros ofendan a los demás. Esta es la razón por la que en general sentimos un pánico atroz a hablar en público. No en vano, por unos instantes nos convertimos en el centro de atención. Y al exponernos abiertamente, quedamos a merced de lo que la gente pueda pensar de nosotros, dejándonos en una posición de vulnerabilidad.
El síndrome de Solomon pone de manifiesto el lado oscuro de nuestra condición humana. Por una parte, revela nuestra falta de autoestima y de confianza en nosotros mismos, creyendo que nuestro valor como personas depende de lo mucho o lo poco que la gente nos valore. Y por otra, constata una verdad incómoda: que seguimos formando parte de una sociedad en la que se tiende a condenar el talento y el éxito ajenos. Aunque nadie hable de ello, en un plano más profundo está mal visto que nos vayan bien las cosas. Y más ahora, en plena crisis económica, con la precaria situación que padecen millones de ciudadanos.
Detrás de este tipo de conductas se esconde un virus tan escurridizo como letal, que no solo nos enferma, sino que paraliza el progreso de la sociedad: la envidia. La Real Academia Española define esta emoción como “deseo de algo que no se posee”, lo que provoca “tristeza o desdicha al observar el bien ajeno”. La envidia surge cuando nos comparamos con otra persona y concluimos que tiene algo que nosotros anhelamos. Es decir, que nos lleva a poner el foco en nuestras carencias, las cuales se acentúan en la medida en que pensamos en ellas. Así es como se crea el complejo de inferioridad; de pronto sentimos que somos menos porque otros tienen más.
Bajo el embrujo de la envidia somos incapaces de alegrarnos de las alegrías ajenas. De forma casi inevitable, estas actúan como un espejo donde solemos ver reflejadas nuestras propias frustraciones. Sin embargo, reconocer nuestro complejo de inferioridad es tan doloroso, que necesitamos canalizar nuestra insatisfacción juzgando a la persona que ha conseguido eso que envidiamos. Solo hace falta un poco de imaginación para encontrar motivos para criticar a alguien.
El primer paso para superar el complejo de Solomon consiste en comprender la futilidad de perturbarnos por lo que opine la gente de nosotros. Si lo pensamos detenidamente, tememos destacar por miedo a lo que ciertas personas –movidas por la desazón que les genera su complejo de inferioridad– puedan decir de nosotros para compensar sus carencias y sentirse mejor consigo mismas.


¿Y qué hay de la envidia? ¿Cómo se trasciende? Muy simple: dejando de demonizar el éxito ajeno para comenzar a admirar y aprender de las cualidades y las fortalezas que han permitido a otros alcanzar sus sueños. Si bien lo que codiciamos nos destruye, lo que admiramos nos construye. Esencialmente porque aquello que admiramos en los demás empezamos a cultivarlo en nuestro interior. Por ello, la envidia es un maestro que nos revela los dones y talentos innatos que todavía tenemos por desarrollar. En vez de luchar contra lo externo, utilicémosla para construirnos por dentro. Y en el momento en que superemos colectivamente el complejo de Solomon, posibilitaremos que cada uno aporte –de forma individual– lo mejor de sí mismo a la sociedad.




Fuente: El País. España







lunes, 23 de febrero de 2015

POEMA














La ola que se retira y se aleja de la orilla
en donde al levantarse 
y derrumbarse hizo su salida
sin saber nada de las otras
que le abrían camino y la seguían
y que eran su avanzar y su quedarse,
perdió la superficie y al entrar de vuelta
en las aguas profundas 
se revolvió en su propio cuerpo
donde prepara en los milenios por venir
su próxima idéntica salida,
su próximo idéntico derrumbe.





Patrizia Cavalli

De Yo casi siempre duermo (antología poética)








sábado, 21 de febrero de 2015

FILÓSOFOS ?




La filosofía en brazos del nazismo

LUIS FERNANDO MORENO CLAROS 
















El título de este libro —Hitler’s Philosophers—puede prestarse a confusión, puesto que Walter Benjamin, Hannah Arendt, Theodor W. Adorno o el resistente Kurt Huber, filósofos a los que Sherratt dedica páginas brillantes, no fueron “filósofos de Hitler”; al contrario, hay que contarlos entre las víctimas del dictador; además, constituyeron el blanco de la malevolencia de otros filósofos, los de Hitler de verdad. Alfred Rosenberg, su tocayo Bäumler y Ernst Krieck destacan entre los más fanáticos; también Martin Heidegger estuvo entre los que apuntalaron la nueva ideología desde la cátedra, pero no sólo los mencionados, sino un enjambre de profesores de filosofía alemanes, secuaces de Hitler a su modo.
Yvonne Sherratt, docente en Oxford en la actualidad, repasa en la primera parte del volumen las biografías de los “intelectuales” de Hitler, todos del gremio filosófico a excepción del zorruno Carl Schmitt, el famoso jurista que supo otorgar carta de ley a las locuras de Hitler contra los judíos. Constata así que profesar la filosofía ni garantiza ser buena persona ni predispone a la defensa de lo mejor; los filósofos alemanes, salvo honrosas excepciones, aclamaron a Hitler, expulsaron a los judíos de las universidades y las transformaron en escuelas paramilitares.
Sherratt revela cómo el propio Hitler se creyó a sí mismo un “líder filósofo” —y cómo nadie se lo discutió—. Reitera el tópico de la gran influencia que Kant, Schopenhauer y Nietzsche ejercieron en su formación ideológica, aunque también explica que el dictador era un “genial coctelero” que dejaba los libros a medias, cogía ideas de acá y de allá y las agitaba para que sirviesen a sus ominosos intereses. ¿Hitler, “filósofo”? ¿Capaz de desentrañar la gnoseología de Kant y Schopenhauer? Da risa. Quienes de verdad le influyeron fueron los antisemitas Chamberlain y Gobineau, paladines del racismo y el darwinismo social. El autócrata se nutrió de sus ideas pseudocientíficas para su Mein Kampf; este libro y el infumable El mito del siglo XX, de Rosenberg —un delirio pseudofilosófico—, cimentaron los pilares teóricos del nazismo.
Hitler no se ocupó de la filosofía, la dejó en manos de los profesores Rosenberg, Krieck y Bäumler, a quienes Sherratt pinta ávidos de poder y sedientos de notoriedad. Éstos implantaron el nazismo en la enseñanza y hasta ningunearon a Heidegger, nazi medular que aspiró a ser “el superhombre de Hitler” (Sherratt).
La segunda parte del libro trata de los “oponentes a Hitler”. Y aquí el lector se reconcilia con la filosofía, porque las biografías de Arendt, Benjamin y Adorno ilustran cuánto sufrieron los filósofos judíos. Arendt abandonó Alemania aterrorizada al ver cómo “la patria de los pensadores y poetas” se arrojaba entusiasmada en brazos de los nazis; Benjamin, un filósofo ecléctico, se suicidó en Portbou camino de un exilio imposible; Adorno fue un intelectual vivaracho que, tras regresar del exilio, terminó sus días en Fráncfort rodeado de antiguos profesores nazis rehabilitados. Pero no sólo sufrieron los filósofos judíos; Sherratt recuerda también al profesor Huber, experto en Leibniz, muniqués y “ario”, crítico de Hitler e inspirador de los jóvenes antinazis de La Rosa Blanca; su arriesgado amor a la libertad le costó la cabeza en 1943.
Lo estremecedor de este libro no es sólo la visión que aporta de la filosofía alemana en tiempos de Hitler, sino también de la posguerra. Muchos de los filósofos nazis recuperaron sus cátedras o vivieron sin rendir cuentas; los aliados ahorcaron a Rosenberg, pero Schmitt y Heidegger llegaron a ser respetados y famosos; en cambio, a otros que se mantuvieron fieles a Sócrates y Erasmo apenas se les reconoció su valía o se los condenó al silencio.


Los filósofos de Hitler. Yvonne Sherratt. Traducción de Manuel Garrido y Rodrigo Neira Castaño. Cátedra. Madrid, 2014. 334 páginas. 


Fuente: El País. España.






miércoles, 18 de febrero de 2015

ARGENTINOS: AYER, HOY.





País Calesita


 










Hay algo milagroso en el hecho de que cientos de miles de personas, sin órdenes ni jefes, sin estructuras ni organizaciones, coincidan en un lugar y en un momento. Porque fue tan anunciada, la multitud de este jueves no nos sorprendió, nos pareció casi normal: no lo es; sucede muy de cuando en cuando, y la cantidad de elementos que deben confluir para que suceda es inimaginable. Pero saber que es muy extraordinario no alcanza para explicar nada.
Hay hechos que se explican a sí mismos. Hay otros que son el trampolín de chorros de interpretaciones. Es raro que cientos de miles de personas en la calle sean materia tan fértil, tan maleable de interpretación. Es raro: en general, cientos de miles de personas en la calle son un mensaje más o menos claro. Pero este jueves las calles estaban llenas de incógnitas: nadie sabe todavía cuántos fueron, nadie sabe bien quiénes fueron, nadie sabe del todo qué querían.
Se sabe que fueron muchísimos, se sabe que fueron mayormente clase media –pero la clase media es un concepto vago y amplio–, se sabe que no querían ciertas cosas. Y el resto es tema de debate.
El gobierno aporta su versión, en dos opciones: trata de convencernos de que los movilizados del jueves 8 eran: o bien nada –un balbuceo confuso de damas del Socorro– o bien la amenaza aterradora de la horda multitudinaria ultraderechista racista videlista golpista magnettista desbocada. Es raro que digan lo uno y lo otro: alguien debería poner orden y elegir. La que podría ponerlo simula que aquí no pasó nada: habla de China. Pero se deslizó, en medio de tanto desdén de cotillón, un pequeño momento de verdad, un destellito. La señora presidenta los suele producir, últimamente, con su tendencia al lapsus linguae. Le reprochan que miente y, en realidad, cada vez se le escapan más verdades: como cuando dijo, hace semanas, que este país era jauja porque “cualquiera” se podría comprar dos millones de dólares sin decir para qué. Ahora, el propio jueves, lo que dijo fue bastante claro: sin que viniera a cuento, se le ocurrió recordar que su marido –el de los dos millones– solía decirle que “en los peores momentos es cuando se conoce a los dirigentes”. O sea: que como sin querer le puso a este momento el adjetivo.
Mientras, la(s) oposicion(es) también tratan de aportar su mirada. Que es, antes que nada, tan lejana: no pudieron ir a mirar de cerca. Fue curioso: durante los días previos, muchos de ellos insistieron en que no irían porque su presencia podría “desnaturalizar”, “enturbiar”, “manchar” la marcha. Que ellos mismos calificaran en esos términos su propia presencia es elocuente: a confesión de partes. Supongo que se dan cuenta de que es grave –para ellos–: si yo fuera un líder opositor a este gobierno andaría llorando por los rincones. Que miles y miles de personas se manifiesten en contra de este gobierno y yo, que quiero liderarlos, no pueda acompañarlos debe ser tan deprimente: no hay peor signo del fracaso que tener que apartarte de esos que supuestamente son los tuyos.
Que llevaban, en cantidades industriales, banderas y banderines y banderolas argentinas: casi solo banderas argentinas. Como si tener ideas propias, marcar diferencias, fuera un atentado contra vaya a saber qué idea de la unidad. Como si, para ocupar con legitimidad la calle, hubiera que empezar por garantizar que uno no tiene una identidad política o ideológica.
Porque, una vez más, esta marcha se legitimó por ser supuestamente “apolítica” –queriendo significar apartidaria. Y, arriadas las banderas de cada quien, las que sobrevivieron junto con las patrias fueron ciertas reivindicaciones básicas, comunes. Los cientos de miles acordaban en pedir varias cosas, y eran cosas de lo más razonables. Nadie estaría en contra de que haya menos crímenes, o menos corrupción, o menos miedo, o menos concentración del poder, o menos pobreza, o menos manipulación de la justicia. Nadie, ni siquiera los que lo causan o provocan.
Pero una cosa es reclamar contra ciertos males, y muy otra ponerse de acuerdo en cómo se corrigen. El reclamo es prepolítico –o, quizá, protopolítico. Se vuelve político cuando deja de ser puro reclamo y se convierte en la búsqueda común de soluciones: en cierto acuerdo sobre esas formas de solucionar problemas que solemos llamar un proyecto, un programa, ideas del mundo. Y de eso el jueves no había, o había demasiados: entre los cientos de miles circulaban, seguro, ideas muy diversas –ideas, incluso, contrarias– al respecto. Los cientos de miles estaban de acuerdo en contra; no lo estarían a favor.
Por eso, la identidad posible –pequeña– de la marcha: se la presentó como una manifestación contra el gobierno. Lo fue, sin duda, pero creo que fue también, en gran medida, una marcha contra el sistema de representación política, la famosa democracia de delegación. Cientos de miles dijeron que no le creían a sus representantes en el Estado –caminaron contra ellos– ni a sus representantes en la oposición –no los dejaron caminar con ellos.
(Por eso el gobierno y sus oposiciones encontraron otro punto de acuerdo: que tiene que aparecer un líder que encauce todo este malestar, que los convenza de que los representa: que los haga volver a casa y mirar el partido por la tele. A los políticos, a los poderes en general, les preocupa que la política esté en la calle. Aunque sea confusa, aunque sea prepolítica, aunque sea, incluso, levemente dama del Socorro: la política en la calle siempre tiene algo incontrolable, preocupante para los que trabajan de manejarlo todo.)
Para muchos –en la calle y fuera de la calle–, el diagnóstico volvió a estar claro: el sistema político argentino no funciona. Nos pareció evidente hace diez años; no supimos qué hacer con esa convicción y aceptamos -muchos aceptaron- la versión K del peronismo, que venía con mucha soja y algún aditamento de derechos humanos de otros tiempos.
Ahora, su fracaso en el manejo del país –sus errores constantes, sus alardes bobos, sus engaños– reaviva el viejo diagnóstico: “los políticos” –en general– no sirven, no saben hacer lo que dicen que hacen. Pero seguimos sin encontrar un tratamiento: sin saber con qué reemplazarlos. Insistiendo en el lugar común de que “los políticos” son un desastre pero esperando que aparezca uno que no lo sea. Otra vez estamos a disposición de cualquier aventurero, solo que no hay siquiera aventureros. Tampoco parecía haberlos en abril 2003, cuando las elecciones –y aquí estamos.
Pero, insisto: el rechazo actual de la representación se parece mucho al rechazo que había hace diez años, y tiñe la percepción general de cómo estamos. No digo que la situación sea la misma: es obvio que el nivel de crisis económica y social de entonces era tanto mayor. Pero hay otros datos y, sobre todo, una sensación muy generalizada: que siempre volvemos adonde estuvimos. Como quien sufre un destino circular, vicioso.
La afirmación se puede sostener con una descripción del largo plazo: hace cien años algunos habitantes de la Argentina agropecuaria próspera de entonces pensaron la posibilidad de un país que no solo exportara los productos del campo, y empezaron a construir industrias. La historia del siglo XX argentino es la historia de ese intento. Ahora, un siglo más tarde, está claro que fracasó, que hemos vuelto a vivir de los productos de la tierra, de las materias primas: de lo mismo que hace cien años.
Y, en un plazo largo pero no tan largo: el peronismo una y mil veces, sus setenta años y ese lugar común que dice que no hay otro que pueda gobernar. Un caso clásico de profecía autocumplida: como todos creen que el único que puede gobernar es el peronismo, los que quieren gobernar se acercan al peronismo, entonces nadie gobierna si no se acerca al peronismo. Otro círculo vicioso, muy vicioso: otra forma de volver siempre adonde estábamos.
Pero la sensación se hace más fuerte, más presente, cuando pensamos en los años de nuestras vidas: siempre chocando con lo mismo. Que vuelve la inflación, que vuelven las curritos con el dólar, que la luz se corta cada vez que hace calor, que el agua falta cada vez que hace falta, que el agua sobra porque faltan las obras, que los trenes no andan porque son para pobres, que los sindicalistas se pelean por la guita, que los empresarios se pelean por la guita, que los gobernantes la levantan con pala, que los niveles de distribución de la riqueza son, tras diez años prósperos y llenos de discursos, los mismos que hace quince años, que las escuelas y los hospitales públicos son, tras diez años de supuesto estatismo progre, tan desdeñados como siempre, que los pobres siguen jodidos, que la vida cotidiana sigue igual de dura, que el malhumor sigue igual de malo, que la mugre sigue igual de sucia, que la inepsia de los gobernantes sigue progresando, que seguimos sin creerles y sin saber qué hacer en cambio: que pasa el tiempo y no produce nada.
Que no somos siquiera el País Jardín de Infantes; que conseguimos inventar –sin demasiado esfuerzo, puro talento natural– el País Calesita. Y que nos subimos de vez en cuando al caballito y nos parece que galopáramos y que para tenernos contentos a veces nos prestan la sortija, y que seguimos dando vueltas y más vueltas.
Y, a veces, hasta decimos que nos gusta.










(Nota para hispanoparlantes inargentinos: la calesita es, en el habla rioplatense, lo que otros dialectos llaman tiovivo o carrousel).



Del blog  Pamplinas. Diario El País España.10 de noviembre de 2012

"Pamplinas es un intento –insistentemente fracasado– de mirar el mundo desde la Argentina, o la Argentina desde algún otro mundo. Con esa premisa, el autor pensó llamarlo Cháchara, pero le pareció demasiado pretencioso. Desde las pampas argentinas, pues: Pamplinas."

Martín Caparrós.












lunes, 16 de febrero de 2015

POEMA









(ANTI) EPITAFIO
Ana Tapia



Pobre siglo veinte
que ha visto morir tantas culturas
que ya nadie recuerda.
Yo nací en el siglo veinte. Eso me gusta.
Es como haber estado en los postres
de una última fiesta.
La fiesta del olvido de los hombres
y las lenguas
la finalización de una batalla
sin principio.
El siglo de la voz de las mujeres.
La muerte de bastantes tradiciones.
Pobre siglo veinte
vapuleado por nuestra tristeza.
Yo nací en él. Nací en él.
Y le he sobrevivido.



Imagen: Sergio Albiac






viernes, 13 de febrero de 2015

MEMORY





Cómo guardar tus recuerdos para siempre y ser "inmortal"


Simon Parkin *





La tarde antes de morir, mi abuela –Bobby, como la llamaban sus amigos- le envió una carta a uno de los viejos amigos de su esposo, ya fallecido.
En el sobre incluyó algunas fotografías de mi abuelo y su amigo jugando cuando eran niños. "Debes tenerlas", le escribió. Le pedía, pero quizás también le suplicaba, que no dejara que estas cosas se perdieran u olvidaran cuando, como ocurrió pocas horas después, se quedara dormida para siempre en su sillón favorito. 
La esperanza de que nos recuerden después de que nos vayamos es, a la vez, elemental y universal. Desde que hicieron sus primeros rayones en las paredes de las cavernas, los seres humanos han buscado frustrar el desvanecimiento final del recuerdo.
Hoy almacenamos nuestras memorias en los enigmáticos servidores de internet. Hay la cronología de Facebook que registra los momentos más significativos de nuestra vida, la cuenta de Instagram en la que guardamos nuestros retratos, la bandeja de entrada de Gmail que documenta nuestras conversaciones y el canal de YouTube que transmite cómo nos movemos, hablamos o cantamos. Coleccionamos y conservamos nuestros recuerdos en forma mucho más exhaustiva que antes, intentado asir en cada caso una cierta forma de inmortalidad.


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Antes coleccionábamos fotos que había que imprimir. Ahora todo es virtual.

¿Es suficiente? ¿Qué pasa si dejamos de guardar algo crucial?
¡Cuánto mejor sería guardarlo todo! No sólo los pensamientos escritos y los momentos de la vida capturados por la cámara, pero la mente entera: las relaciones amorosas y las rupturas y decepciones, los momentos de triunfo y de vergüenza, las mentiras que dijimos y las verdades que aprendimos. Si pudieras conservar tu mente como guardas información en el disco duro de tu computadora, ¿lo harías?  Ya hay ingenieros trabajando en la tecnología que permitirá crear copias completas de nuestra mente y de los recuerdos que persistan después de nuestros cuerpos sean enterrados o cremados. 
Si tienen éxito, esta tecnología promete tener profundas, y quizás inquietantes consecuencias para la forma en que vivimos, las personas que amamos y cómo morimos.

Copia al carbón
La abuela de Aaron Sunshine, de la ciudad de San Francisco (EE.UU.), también murió recientemente."Una cosa que me impresionó fue lo poco que quedó de ella", me dice Sunshine, de 30 años. "Sólo hay unas cuantas posesiones. Tengo una vieja camiseta que me pongo en casa. Está su herencia, pero sólo es dinero sin rostro".Su muerte lo inspiró a registrarse con Eterni.me, un servicio de internet que pretende asegurarse de que los recuerdos de una persona se conserven vía online después de su muerte.

¿Y si se nos olvida guardar algo importante?


Funciona así: en vida, autorizas al servicio a tener acceso a tus cuentas de Twitter, Facebook y correo electrónico; a subir fotos, datos de localización y hasta grabaciones hechas con Google Glass de cosas que has visto. Los datos son recopilados, filtrados y analizados antes de que ser transferidos a un avatar de inteligencia artificial que trata de emular tu apariencia y personalidad. El avatar aprende más de ti a medida en que interactúas con él, con el objeto de mejorar su reflejo de ti con el tiempo.
"Se trata de crear un legado interactivo, una forma de evitar ser olvidado completamente en el futuro", dice Marius Ursache, uno de los creadores de Eterni.me. "Tus tátaranietos usarán esto en vez de un buscador o una cronología para acceder a información acerca de ti, desde fotos de eventos familiares hasta tus opiniones sobre ciertos temas, pasando por canciones que escribiste y nunca diste a conocer".
Para Sunshine, la idea de que poder interactuar con un avatar-legado de su abuela que refleje su personalidad y sus valores es reconfortante, pero aunque Ursache tiene grandes planes para el servicio de Eterni.me ("podría ser una biblioteca virtual de la humanidad", dice), la tecnología todavía está en pañales.
El emprendedor ya ha recibido muchos mensajes de pacientes terminales que quieren saber cuándo estará disponible el servicio y si pueden "grabarse" a sí mismos de esta manera antes de morir. "Es difícil responderles, porque podría tomar años lograr que la tecnología llegue a un nivel que la haga utilizable y ofrezca valor verdadero", dice.
Sin embargo, es optimista. "No me queda duda de que alguien será capaz de crear buenas simulaciones de la personalidad de la gente que sean capaces de mantener una conversación de manera satisfactoria", dice. "Esto podría cambiar nuestra relación con la muerte, poniendo algo de ruido donde antes había sólo silencio".

Todo el que tiene una cuenta en Facebook sabe que el registro que llevamos en redes sociales es selectivo.

Es posible, supongo. ¿Pero qué pasa si la compañía quiebra? Si los servidores se apagan, la gente que se aloja en ellos sufriría una segunda muerte. Aún más, cualquier simulación de una persona sólo puede ser aproximada. Y, como todo el que tenga una cuenta en Facebook sabe, el acto de registrar nuestra vida en redes sociales es un proceso selectivo. Los detalles pueden manipularse, los énfasis pueden alterarse, relaciones enteras pueden ser borradas.

Memoria fotográfica

¿Y qué tal si, en vez de elegir y descartar lo que queremos capturar en formato digital, fuera posible registrar la totalidad del contenido de la mente? Esto no es cosa de ciencia ficción ni la aspiración de un minúsculo grupo de científicos irracionalmente ambiciosos. Teóricamente, el proceso requeriría de tres avances fundamentales. Primero, los científicos deben descubrir cómo preservar, sin destruir, el cerebro de una persona después de muerta. Luego, el contenido preservado del cerebro debe ser analizado y capturado. Finalmente, esa captura debe ser recreada en un cerebro humano simulado. El trabajo en la creación de un cerebro artificial en el que se pueda hacer una copia de respaldo de los recuerdos humanos está muy extendido.

Cómo registrar la actividad cerebral generada por millones de neuronas es el sueño de algunos científicos.
El MIT dicta un curso en la ciencia emergente de los "connectomics", que busca crear un mapa completo de las conexiones del cerebro humano. El proyecto Brain ("Cerebro") de Estados Unidos está trabajando en cómo registrar la actividad cerebral generada por millones de neuronas, mientras que el proyecto del mismo nombre de la Unión Europea trata de construir modelos integrados de esa actividad. El progreso ha sido lento, pero sostenido. "Ahora somos capaces de tomar muestras pequeñas de tejido cerebral y mapearlas en 3D. 
Podemos hacer simulaciones del tamaño del cerebro de un ratón en supercomputadoras, aunque no hemos logrado la conectividad total todavía", dice Anders Sandberg, del Future of Humanity Institute de la Universidad de Oxford.  El dinero necesario para el desarrollo del área parece asegurado. Google ha invertido en forma importante en la emulación cerebral, a través de su Google Brain.
En 2011, un empresario ruso, Dmitry Itskov, fundó la "Iniciativa 2045", así nombrada por la predicción de Kurzweil de que el año 2045 marcaría el punto en el que seríamos capaces de guardar una copia de nuestro cerebro en la nube. Mientras que el resultado de gran parte de este trabajo es, hasta ahora, secreto, está claro que hay un esfuerzo en marcha. El neurocientífico Randal Koene, director de la Iniciativa 2045, insiste en que la posibilidad de crear una réplica funcional del cerebro humano está al alcance.
"El desarrollo de prótesis neurales demuestra ya que es posible (replicar) las funciones de la mente", dice.
Ted Berger, profesor del Centro de Neuroingeniería de la Universidad de Southern California logró crear una prótesis funcional del hipocampo.
En 2011, una prueba de viabilidad para una prótesis de hipocampo fue aplicada con éxito en ratas vivas, y en 2012 la prótesis fue probada con el mismo resultado en primates no humanos. Berger y su equipo se proponen probarla en seres humanos este año.

Basurero de la memoria

Emular un cerebro humano es una cosa, pero crear un registro digital de los recuerdos de una persona es un desafío completamente diferente. Sandberg responde con cinismo al preguntársele si este proceso simplista es viable. "Los recuerdos no se guardan como archivos en una computadora, creando índices en los que se pueden hacer búsquedas", dice. De hecho, nuestras creencias y prejuicios, que cambian con el tiempo, les dan forma. 
También está el pequeño problema de cómo extraer los recuerdos de una persona sin dañar el cerebro. "Todos los métodos que existen para escanear el tejido neural con la resolución requerida son invasivos, y sospecho que será muy difícil lograrlo sin hacerlo pedazos", dice Sandberg. Sin embargo, el especialista cree que subir digitalmente un recuerdo específico de una persona podría ser posible, siempre que pudiera hacerse "funcionar" el cerebro simulado en su totalidad.
¿Qué significaría para nuestro modo de vida que se logre preservar la mente humana?Algunos creen que podría acarrear algunos beneficios imprevistos, como la posibilidad de estudiar cómo pensamos. Y sin embargo, hay una serie de implicaciones morales y éticas muy particulares que debemos considerar.

Para lograr las copias de respaldo del cerebro, primero hay que superar el "pequeño problema" de extraer 
los recuerdos de una persona sin dañar el órgano.
Definir los límites de la privacidad de una persona ya es un problema en 2015. Para un cerebro emulado, la privacidad y la propiedad de los datos se vuelve aún más complicado. "Las emulaciones son vulnerables y pueden ser objeto de serias violaciones de la privacidad y la integridad", dice Sandberg. A manera de ejemplo, sugiere que los legisladores podrían tener que considerar si debería ser posible llamar a "declarar" a los recuerdos ante los tribunales. ¿La posibilidad de guardar secretos es un derecho humano?

Leyes de propiedad
Estas preguntas sin respuesta están comenzando a tocar asuntos más fundamentales sobre lo que significa ser humano.
¿Podría un cerebro emulado considerarse humano? Y si es así, ¿la humanidad reside en los recuerdos o en el equipo –hardware- en el que funciona el cerebro simulado? Y si la respuesta es lo último, está la cuestión de quién es dueño del equipo: ¿el individuo, una corporación o el Estado?
"¿Podría un cerebro emulado considerarse humano? Y si es así, ¿la humanidad reside en los recuerdos o en el equipo –hardware- en el que funciona el cerebro simulado?


Algunos podrían sentirse inclinados a actuar como si estuvieran haciendo un perfomance ante una cámara.
Y si la respuesta es lo último, está la cuestión de quién es dueño del equipo: ¿el individuo, una corporación o el Estado? Si una mente creada como respaldo de otra requiere cierto tipo de programas para funcionar (un hipotético Google Brain, por ejemplo), la propiedad del software podría formar parte de la ecuación. Saber que tu cerebro puede quedar registrado por completo también podría llevarte a comportarte de forma diferente durante tu vida."Tendría el mismo efecto que saber que tus acciones van a ser registradas por una cámara de televisión", dice Sandberg. "A algunas personas esto las lleva a cumplir con las normas sociales, en otras produce el deseo de rebelarse. Pensar que nuestro cerebro puede ser recreado como una emulación es equivalente a esperar una vida extra, post humana".
Pero más allá de estas implicaciones innegablemente profundas y complicadas, está la cuestión de si se trata de algo que alguno de nosotros quiere en realidad.Los seremos humanos deseamos conservar nuestros recuerdos (y algunas veces, olvidarlos), porque nos dicen quiénes somos. Si los perdemos, dejamos de saber quiénes éramos, cuál era el significado de todo. Pero al mismo tiempo, alteramos nuestros recuerdos con el fin de crear una narrativa de nuestra vida que nos funcione en un momento determinado. Registrarlo todo con igual peso e importancia podría no ser útil, ni para nosotros ni para quienes vengan después de nosotros.
Le pregunto a Sunshine por qué quiere que su vida quede registrada de esta manera. "Para ser honesto, no estoy muy seguro", dice. "Una parte de mí quiere construir monumentos a mí mismo. Pero otra parte de mí quiere desaparecer completamente".
Quizás eso sea cierto para todos nosotros: tenemos el deseo de que nos recuerden, pero sólo aquello de nosotros que esperamos sea recordado. El resto puede descartarse.




* BBC Mundo