miércoles, 30 de abril de 2014

VIAJE




En viaje, divagando.

Alejandro Schleh







beach art // beach photography - Atlantic Dreams


Es raro ver cómo el mar tiene diferentes colores según donde uno se halle. En las cortas travesías de ida y vuelta, pude ver agua negra, agua azul, y agua verde. Esta llegó a ser de un verde tan claro que pudimos ver cardúmenes de peces y creo haber visto el fondo de arena.
Hubo un momento, durante el viaje de ida, en que el barco comenzó a moverse más de lo que nos tenía acostumbrados luego de un almuerzo.
Por momentos convenía tomarse de los pasamanos dispuestos a lo largo de los pasillos y en las escaleras para ayudarse a mantener el equilibrio.
En esa circunstancia pude ver algunos pasajeros puntillosos doblados sobre la baranda de cubierta devolviendo la comida al mar. No se me ocurrió pensar en ese momento que quizá algunos peces desaprensivos la hayan hecho su alimento. Otros menos cuidadosos lo hacían directamente sobre el piso, en cualquier parte. En cubierta, por los pasillos, o sobre los peldaños de las escaleras que quedaban chorreando. La tripulación acostumbrada a estos inconvenientes se movía presta con baldes, trapos y escobas y cepillos, limpiando de desechos las partes afectadas.

 Me alteraba un poco estar algo mareado pues no me permitía esa debilidad. Recordaba el cuento de mi abuelo navegando en el oceánico de dos palos, el Aldebarán, y su amigo descompuesto por el que tuvieron que desistir del viaje a Mar del Plata en el velero. Su furia por tener que regresar al puerto de Buenos Aires poco tiempo después de haber entrado en mar abierto.

Yo no quería ser de aquellos que se descomponen, y diciéndome que todo ese movimiento me gustaba para influenciarme positivamente, y que era el movimiento lógico con el que debía convivir un marinero como yo, me dirigí a la proa y en vez de mirar el horizonte como algunos aconsejan; me dediqué a mirar el mar embravecido a mis pies.
Muy abajo estaba el agua que se acercaba y alejaba alternadamente con el movimiento. No había imaginado que había que rotar tanto la cabeza para ver la intersección del agua con la arista de la proa. Estaba bien abajo, lejos y atrás, bastante atrás, y uno realmente parado sobre el agua en ese punto extremo de la nave. Tal era el ángulo de esa proa que si consideramos la vertical de la plomada, el giro de noventa grados de la cabeza no bastaba para verla; había que acompañarlo con el movimiento de los ojos. De ese modo podía verse la proa sumergirse en movimiento prolongado y lento en medio de la espuma blanca y batida y luego emerger victoriosa en movimiento similar, lento y en contrario.
 Después de un rato de estar hamacándome en ese lugar, me dirigí con un mareo atemperado al camarote, contento conmigo mismo pues consideraba que con el sistema aquel de amar el movimiento aventé la posible descompostura que me hubiera hecho sentir un ser despreciable.
Me enteré que es muy común ese movimiento al pasar a la altura de Santa Catalina y que quienes viajan en embarcaciones pequeñas tratan de hacerlo próximos a la costa.

Recordé a Bouchard, que no tuvo más remedio que conchabar unos criollos para completar la tripulación pues no conseguía marineros en cantidad suficiente cuando partió desde la Boca del Riachuelo en su viaje de corso. Quedaron todos descompuestos al iniciar el viaje apenas salieron del Río de la Plata. Es justicia decir, que una vez pasados los primeros chubascos, algunos de esos gauchos se destacaron como avezados hombres de mar. No era época de bombachas la época de Bouchard; así que me pregunté si aquellos lobos advenedizos salidos de la pampa que tomaron por algunos días los territorios españoles de California, no habrán andado vestidos con chiripaes y puntillas y botas de potro. Siempre me quedó la duda de cómo se habrán comportado cuando más allá del Indico los sorprendió la calma chicha. Me respondí que mirando el horizonte de esa llanura de agua hasta que los sorprendió la gran ola que les pasó por encima y los despertó de la prolongada siesta.

 Acercarse a Santos navegando sobre las aguas claras es como pasearse por arriba del planisferio que, pintado con el método de las intensidades de los colores, nos habla de las profundidades de los suelos marinos. Y, aunque este método se aplica a todos los mares y océanos tengan el color y transparencia que tengan sus aguas, sólo donde ellas son claras puede certificarse lo acertado de la convención. Que ésta salió de confrontar con la realidad y es por lo tanto más que convención. Nítidamente pueden verse las zonas profundas y oscuras, los bancos de arena que cercanos a la superficie, hacen más transparentes las de por sí aguas claras. Tanto es así, que navegando sobre la plataforma brasilera en las proximidades de aquel puerto, la elocuencia de los colores ahorraban todas las palabras que ante el espectáculo deslumbrante guardábamos sin el más mínimo esfuerzo. Las líneas en el fondo, tal como las isobaras o isotermas se dibujan, delimitaban las profundidades diferentes y los cambios de color.

 Pero los gauchos de Bouchard, los aguerridos marineros, no pasaron por allí y no vieron aquel planisferio dibujado a sus pies desde la cubierta del Augustus. Pasaron por otros lados a bordo de un barco de madera con sentinas llenas de agua. Quizá sí, en algún otro confín, vieron espectáculo semejante. De la Boca del Riachuelo en adelante todos eran confines para ellos. Pensar que se bajaron unos días en la India para tomar un puerto que resultó ser inglés cuando lo que se buscaba era destruir asentamientos españoles. Y que llegaron hasta Australia que no se había fundado. Y que tomaron Monterrey en California cuando yo aún no había nacido.  Y que pasaron por Birmania, algún lugar por el estilo, donde se pegaron el susto de su vida. No meditaron. Sin más ni más eran el mismo Mandinga aquellos dragones atrevidos. Y Birmania el mismo infierno, un infierno verde y vegetal dónde, de entre las plantas, se les aparecieron los horribles cuasi reptiles, cuasi alados, en dos patas caminando, batiendo sus impresionantes pantallas que se cerraban y abrían como gigantescos collares isabelinos rodeando sus pescuezos y los miraron de manera más que amenazante. Se dispersaron los gauchos devenidos en marinos. Se olvidaron del agua dulce que habían ido a buscar por esas tierras, de las frutas y de los alimentos; de todo aquello que los había animado a desembarcar en el paraje. Prefirieron seguir racionando el agua hasta mejor momento. Pasar un poco de hambre. No faltaría la oportunidad de reabastecerse en algún otro punto del planisferio; quizá no muy lejos, en una tierra sin dragones espeluznantes. No fueron los dragones de Komodo –Varanasus Komodoensis- como algunos historiadores escépticos suponen. Fueron las criaturas fantásticas y mefistofélicas descriptas por los gauchos-marineros, con realismo expresionista a su capitán. 

Bouchard era un hombre instruido y cartesiano educado en el orden y la disciplina rigurosa y en las ciencias. Marino con rango de oficial, no pudo admitir las explicaciones de los Mandingas aparecidos ni del infierno aquél habitado por plantas exóticas carnívoras pobladas de hojas gigantes cargadas de nervaduras y filigranas caprichosas. De modo que, antes de seguir adelante con el viaje aquel, detrás del cual se escondían metas de orden geopolítico de importancia para ese conjunto de provincias que decían ser unidas en el extremo sur del continente Americano, decidió enfrentar personalmente uno de aquellos monstruos y acompañado de un pequeño contingente de marineros profesionales, todos viejos lobos de mar, musculosos de pieles curtidas por todos los soles, se dirigió hacia la costa en un bote pequeño. Bien pertrechado y armado.
Al rato de caminar, cuando ya la búsqueda parecía infructuosa y estaban por darse por vencidos, uno de estos dragones o como quiera llamárseles, se les apareció cuando menos lo esperaban de entre las plantas desmesuradas, blandiendo, abriendo y cerrando el aspaventoso verde-pardo collar isabelino en medio de amenazantes movimientos pseudo-eróticos, al tiempo que una que otra flamígera lengua salía intermitentemente fuera de su boca. Quizá tenían razón aquellos gauchos de calzones con puntillas y filosas dagas envueltos en chiripaes que huyeron descalzos por las playas de Birmania; quizá Mefistófeles tenía bastante que ver con las criaturas esas. Olvidaron sus armas y petos especiales. En unísono, tal como si fuesen varias en una sola persona en tácito acuerdo, huyeron despavoridos. Corrieron hasta el bote y mudos remaron lo más rápido que pudieron hasta la embarcación que anclada en lo profundo esperaba el momento de reanudar el viaje. 
Los gauchos casi sin dientes, al verlos llegar e imaginando lo ocurrido con solo mirar sus caras pálidas, no aplaudieron desde la baranda de cubierta -Bouchard seguramente se hubiera molestado- pero mostraron los pocos que les quedaban en leve sonrisa de satisfacción. Estuvieron todos en el acuerdo de ahí en más, oficiales y tripulación, en que debían proseguir la ruta y cumplir los fines del corso y dejar de hacer averiguaciones para anotar en los libros de la religión o la zoología. Ellos ante todo eran los corsarios de las Provincias Unidas del Río de la Plata y debían seguir molestando españoles alrededor de la Tierra sin prestar atención a los paraísos escondidos, ni a las sirenas, ni a infiernos como aquellos. Debían seguir tomando fortalezas portuarias y hundiendo barcos españoles en nombre de la Provincias Unidas.
Fuera como fuere que se produjo el encuentro entre los dragones y Bouchard y sus hombres, el hecho sucedido trascendió las fronteras de la nave, y mientras permanecieron presos en el final de su viaje en las cárceles de Valparaíso, sin detener su marcha, cruzó la cordillera y llegó a Buenos Aires. En la aldea todo el mundo comentó la anécdota de la aparición de los demonios.

No fueron muy justos los comentarios para con los animales horribles aquellos que eran mencionados como mefistofélicas encarnaciones del mal.
Es que por esos años de mil ochocientos discriminaban a gusto y sin cargo de conciencia, el vocablo no había caído aún en desgracia. Se pensaba que todo lo feo y monstruoso era el mal y todo lo bello el bien; sobre todo porque Nietzsche aún no había escrito su obra “Más allá del bien y del mal”; que de haberla leído los marineros, no hubieran sabido encasillar las criaturas birmanas.
Además, siempre lo mejor es más lindo, es decir, lo lindo es más lindo que lo feo. La religión nos da su ayuda. En todas las iglesias las Vírgenes siempre son lindas. Son el bien, nunca fueron ni bizcas, ni ñatas o narigonas; siempre tuvieron una nariz perfecta como la griega, no hasta la frente como aquellas, sino con la pequeña curvita marcada entre los ojos. Y se reserva la fealdad para los malos; que sólo en las vueltas de tuerca se los pone lindos como en las películas; no en las iglesias. Luego de años de evolución del género humano mucha gente fea sigue rezando a Vírgenes lindísimas en las iglesias. Las feas llegaran a ser Vírgenes el día que la especie consiga dar, justamente, la vuelta de tuerca necesaria en el camino de la evolución darviniana. Es complejo.




De Viaje, Continuación ( Fragmento) ' Historias Verdaderas y Otros Cuentos' 






martes, 29 de abril de 2014

PAUL AUSTER




'Los escritores somos personas marginales en los Estados Unidos'


     Violeta Gorodischer*











Un cigarrillo electrónico y cuatro lápices es lo que Paul Auster, 67 años, el pelo canoso y esa verde intensidad en la mirada, tiene en el bolsillo del pantalón. Lo primero es una treta: su forma de hacer convivir el placer personal con las normas antitabaco que se propagan a velocidad de la luz y que, según opina, suelen tener más que ver con lo moral que con las políticas sociales. Lo segundo, en cambio, se liga directamente a lo que podría llamarse el mito fundacional del escritor. Sucede que Paul Auster tenía apenas ocho años cuando, fanático como era del béisbol -tema omnipresente de su obra-, se encontró cara a cara en el estadio con Willie Mays, de los New York Giants. El jugador accedió solícito al pedido de autógrafo, pero ni el pequeño Auster, ni su padre, ni su madre, ni esos adultos que lo rodeaban tenían un lápiz para que el gran Mays hiciera lo suyo. "Lo siento, nene, si no tienes lápiz, no puedo firmarte un autógrafo", fueron las palabras que, a la distancia, todavía retumban en sus oídos.
Después de esa noche y hasta el día de hoy, confiesa Paul Auster en El cuaderno rojo, siempre lleva un lápiz (o cuatro) con él. La deducción lógica es que el sólo hecho de tenerlo en el bolsillo abre la chance de usarlo... "Sí, la historia que escribí en ese libro es cierta. Después de ser humillado a los 8 años, siempre me aseguré de llevar algo para escribir conmigo", afirma ahora, en el campus de la Universidad Nacional de San Martín, mientras acomoda sus cosas en la mesita ratona.
Llegó a la Argentina, invitado por la Unsam a la Feria del Libro de Buenos Aires, mantuvo un diálogo público con su colega y amigo sudafricano J. M. Coetzee, Premio Nobel de Literatura. Se lo ve cansado, pero activo. Incluso sonriente. Hasta desliza a LA NACION una primicia que no revela del todo, fiel a un espíritu que sabe cómo generar intriga: "Hace exactamente un año empecé a escribir una novela, estoy todavía trabajando en ella, está creciendo mucho. No se habla de las cosas que no están terminadas, sólo puedo adelantarles que va a ser la novela más gorda que haya escrito en mi vida. Imagino que tengo dos o tres años por delante con ella, a lo mejor más".Será, también, su regreso triunfal a la ficción, luego de sus dos últimos libros (Diario de invierno e Informe del interior), centrados en el registro de la memoria. Él mismo los define como "hermanos": si en Diario de invierno reflexiona sobre el paso del tiempo, la fragilidad del cuerpo y la proximidad de la muerte, en Informe del interior pone el foco en la infancia y la primera juventud, recuperando sus años como estudiante en Columbia, su paso por París tras haberse alistado como marino mercante y esos primeros intentos de escritura que, de cara a la frustración por no poder con la narrativa, dejaron lugar al poeta y al traductor. En relación con esto, Auster recuerda: "Cuando era muy joven mi ambición era ser novelista. Escribí cientos y cientos de páginas de ficción, pero no me gustaban y nunca las publiqué. Deben ser unas 1000 páginas que escribí antes de tener 22 hasta que dije no, no puedo hacer esto, me voy a quedar con la poesía. Y por diez o veinte años eso fue lo que hice. Luego pasaron cosas muy complicadas para que las explique ahora y eso me hizo volver a la prosa, que es lo que hago desde entonces".
Cosas muy complicadas: la muerte del padre, por ejemplo. Y un bloqueo creativo que lo llevó a estar un año sin poder volcar una sola línea en las páginas. Pero fue justamente esa pérdida, esa angustia, el motor que dio forma a La invención de la soledad, un libro autobiográfico que recupera la figura paterna y en el cual Paul Auster asegura haber renacido como escritor de prosa. Lo que siguió entonces fue un raid productivo que lo convirtió en la figura que es hoy dentro del campo cultural: publicó muchísimas novelas (La trilogía de Nueva YorkLeviatánLa música del azarLa noche del oráculo y Brooklyn Follies son algunas de las más conocidas), libros de no ficción autobiográfica y ensayos; también escribió para chicos (El cuento de Navidad de Auggie Wren, con dibujos de Isol) y trabajó como guionista y director de cine, desde Lulu On The Bridge, en 1998, hasta Smoke, junto a Wayne Wang. En 2006, además, recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras, lo cual disparó su popularidad en los países de habla hispana.
-¿Volvió a atravesar alguna vez un bloqueo creativo como el de aquel entonces?
-Ningún bloqueo tan grande, aunque sí tengo momentos de no saber qué estoy haciendo, empiezo libros y los dejo: dos veces empecé novelas y no las pude terminar. Una vez escribí 60 páginas y me detuve, otra vez 100. En ambos casos, no podía controlar la narrativa, crecía de manera horizontal y yo no podía empujarla hacia adelante.
-¿Les presta atención a las críticas de sus libros?
-No me importa lo que la gente dice, no pienso en eso. Cuando yo hablo de crítica, además, hablo de investigadores y trabajos serios. La calidad de los que hacen reseñas de libros es muy despareja, probablemente en todos los países, pero en los Estados Unidos específicamente no es muy buena, por eso es mejor no pensar en ella.
-¿Por qué eligió la segunda persona para la escritura de sus últimos libros?
-Usé esa persona en mis dos últimos libros por razones muy complejas. Primero, porque no estoy tan interesado en mí mismo, y por supuesto no estoy interesado en escribir una autobiografía tradicional, que usa la primera persona. Glorificar mi experiencia, enfatizarla de esa forma, no era lo que quería. La tercera era posible, como hice en la última parte de La invención de la soledad, pero era demasiado distante, entonces pensé que la segunda persona podía abrir un pequeño espacio entre "yo y yo", era como un diálogo íntimo. Tratándome a mí mismo como a un otro cercano podía implicar, a la vez, al lector. Lo que traté de hacer en estos dos libros no fue tanto contar mi propia historia, sino hablar de cosas específicas de mi vida, por las que pasa la mayoría de la gente. Mi esperanza era que el lector, teniendo esos libros, pudiera recordar su propia vida. Un mecanismo para desatar en él memorias y recuerdos.
-¿Se considera un escritor norteamericano?
-Sí, por supuesto: mi idioma es el inglés, mi país es Estados Unidos, estoy escribiendo desde mi lugar y mi tiempo.
-En este sentido, Brooklyn suele aparecer mucho en sus libros. ¿Qué cambios ha visto en ese lugar, en el que además vive, en los últimos años?
-Brooklyn solía ser una broma en los Estados Unidos. Siempre fue considerado un lugar pobre y estúpido para vivir. Estaba lleno de inmigrantes, leí en algún lugar que el 25 por ciento de todos los norteamericanos tenía un pariente que en algún momento había vivido en Brooklyn, ¡lo cual es un montón de gente! Declinó tremendamente tras la Segunda Guerra Mundial, pero después de los 50 y después de haber sido un lugar muy pobre, muy sucio y peligroso, se transformó. Hay muchas casas y edificios lindos allí, entonces, a mediados de los 60, un montón de jóvenes que no querían vivir en la ciudad, que no tenían plata para radicarse en Manhattan, empezaron a comprar viviendas en estos edificios a un precio irrisorio. Y de a poco, las casas se arreglaron y ahora Brooklyn está más lindo que nunca. ¡Está tan de moda que no quiero ni siquiera decir que soy de Brooklyn!
-No está en sus planes mudarse...
-No, mi madre nació y creció allí. Es una cuestión de familia, mis abuelos se mudaron a Brooklyn hace 100 años.
-¿Tiene disciplina a la hora de escribir?
-Es más bien una rutina, yo odio la palabra disciplina, me hace pensar en cosas que uno no quiere hacer, y yo sí quiero hacer lo que hago. Me levanto y tengo el día más aburrido que puedas imaginar: jugo de naranja, té, diarios y trabajo. Trabajo durante todo el día, me tomo un break en el medio, como un sándwich al mediodía y a las cuatro o cinco me detengo. ¡Entonces estoy tan cansado! Mi cerebro está frito, y mi cuerpo siente que corrió una maratón. Y después de ese día, hay veces en que sólo produzco una página, pero me saca todo lo que tengo adentro, quedo muy cansado de verdad. Hago la cena, miro una película a la noche con Siri (Siri Hustvedt, su mujer, también escritora), porque ella también trabaja muy duro durante el día. Así que llevo una vida monástica, realmente, una vida monástica con esposa (risas).
-En relación con la fragilidad del cuerpo, que tematiza en Diario de invierno, ¿es verdad que ya compró un nicho?
-¡Es verdad! ¿Cómo sabes? En Brooklyn hay un cementerio muy lindo que se llama Green-Wood. Es de 1838, muy grande, es dos tercios del tamaño del Central Park. Es extraordinaria la cantidad de gente que está enterrada ahí, 600.000 personas. Me interesó mucho ese cementerio, lo usé en mi novela Sunset Park: la gente corría cerca de ahí, entonces me pasé mucho tiempo dando vueltas por esa zona. Pensaba que ya no había más lugar, que no tomaban gente nueva, pero resultó que sí quedaban espacios. Me pareció que era un buen lugar para estar enterrado y entonces compré mi nicho. Ya que pasé la mayoría de mi vida en Brooklyn, me parece que me voy a quedar ahí.
-Tiene naturalizada su relación con la muerte, entonces...
-Bueno sí, es oficial ahora: ya tengo una casa para cuando eso suceda. (risas)
-Un tema recurrente en su narrativa son las casualidades, las historias que se hilvanan por obra del destino. ¿Se considera de alguna manera el "escritor del azar"?
-El azar es parte de la vida y probablemente muchos escritores abrazaron esto como uno de los hechos fundamentales de la existencia humana. Yo también escribo sobre eso, aunque no es mi único tema. Tenemos la habilidad de pensar, hacer planes, tener objetivos, y yo siempre estoy interesado en cómo intervienen las cosas inesperadas en nuestro camino y pueden hacer que se caiga nuestro universo. Pero hay que hacer algo con ese árbol que se nos cae en la cabeza para que no nos mate, puede ser que lo tengamos que rodear, y probablemente eso te meta en un bosque, y eso hará que nunca más estés en el lugar donde estabas antes de que se cayera el árbol. Accidentes: la vida está llena de accidentes. Todos sabemos eso.
-Usted siempre tiene opiniones muy claras respecto de la política. A grandes rasgos, ¿cómo ve la situación actual de los Estados Unidos?
-Es una pregunta enorme, pero trataré de ser lo más sintético que pueda: no estamos en un momento muy bueno, el país está muy dividido y los dos lados no pueden hablar entre sí. La elección de Obama en 2008 fue un momento increíblemente poderoso en los Estados Unidos pero desató, como se podía prever, un odio hacia él de parte de la oposición, que no tiene precedente, al menos en lo que yo he vivido. Los políticos han tratado de destruirlo. Ni siquiera reconocen la legitimidad de su presidencia y bloquean todo lo que él trata de hacer. Se está volviendo una lucha muy amarga. La consecuencia es que nosotros tenemos muchos problemas, hay tanta injusticia en los Estados Unidos: realmente se ha vuelto una sociedad muy injusta. Cada vez que hay que tomar una decisión acerca de cómo planificar el futuro se están tomando las decisiones incorrectas. Es muy deprimente. Mi único consuelo es que no es la primera vez que hemos estado así. La gente no se acuerda, pero hemos tenido una Guerra Civil, donde casi un millón de personas murieron. Aun así, yo creo que desde la Guerra Civil, esto es lo más brutal que nos ha pasado.
-¿Suelen consultarlo sobre estos temas?
-Lo que pasa en los Estados Unidos, y ésa es otra curiosidad acerca de este país tan grande y loco, es que es una sociedad que odia el arte y odia la literatura, y aun así produce grandes artistas y grandes literatos. En la mayoría de los países los escritores son respetados, y cuando necesitan una opinión acerca de los asuntos políticos, les preguntan a ellos qué opinan. Pero en los Estados Unidos, nuestra realeza son los actores de Hollywood, les preguntan a ellos qué piensan de la política. Yo diría que los escritores somos personas marginales, como sombras en los límites de la sociedad.


*El autor de La trilogía de Nueva York, que se presentó en la Feria del Libro de Buenos Aires, en  dialogo con LA NACION. Sábado 26 de abril de 2014








Feria del Libro. Buenos Aires 2014







Coetzee y Auster dialogaron en la Sala Jorge Luis Borges de la Feria del Libro. Foto: LA NACION / Fernando Massobrio
Aunque son grandes, se los ve humildes hasta la timidez. Y no se dieron cuenta de lo desnudos que quedaron ayer al leer parte de su intercambio epistolar entre 2008 y 2011. Los escritores Paul Auster y J. M. Coetzee no sólo son "amigos imaginarios", sino que se lo contaron a los casi 3000 asistentes a la sala Jorge Luis Borges de la 40» Feria del Libro. Coetzee, premio Nobel de Literatura 2003, y Auster, premio Príncipe de Asturias 2006, leyeron en dos tonos de inglés bien distintos, pero igualmente claros, párrafos de 12 cartas que formaron parte de su intenso intercambio recogido en el libro Aquí y ahora. Deporte, paternidad, crisis económica, arte, incesto, malas críticas, infancia, matrimonio y amor son algunos de los temas de ese diálogo.

Más en:
http//www.lanacion.com.ar/1685830-auster-coetzee-un-duelo-epistolar-de-dos-amigos-imaginarios

http://www.lanacion.com.ar/1685936-paul-auster-no-me-siento-comodo-con-la-tecnologia






lunes, 28 de abril de 2014

POEMA





(ANTI) EPITAFIO
Ana Tapia










Pobre siglo veinte
que ha visto morir tantas culturas
que ya nadie recuerda.
Yo nací en el siglo veinte. Eso me gusta.
Es como haber estado en los postres
de una última fiesta.
La fiesta del olvido de los hombres
y las lenguas
la finalización de una batalla
sin principio.
El siglo de la voz de las mujeres.
La muerte de bastantes tradiciones.
Pobre siglo veinte
vapuleado por nuestra tristeza.
Yo nací en él. Nací en él.
Y le he sobrevivido.












viernes, 25 de abril de 2014

ASÍ SOMOS




¿Por qué necesitamos justificarnos?





Somos expertos en buscar excusas para justificar lo que hacemos, lo que decimos e incluso lo que sentimos, sobre todo si va en contra de alguna de nuestras creencias. No nos gusta actuar sin tener una explicación, aunque sea de lo más peregrina. Y el motivo es sencillo: si no hay sintonía entre nuestra acción y nuestro pensamiento, caemos en “disonancia cognitiva”.
El psicólogo Leon Festinger  es el padre de la disonancia cognitiva, una de las teorías más poderosas sobre la motivación humana. Festinger la definió como un estado de tensión que se produce cuando mantenemos simultáneamente dos ideas, actitudes, creencias, opiniones… incompatibles entre sí. Cuando ello ocurre, nos sentimos incómodos y nos las apañamos para reducir dicho malestar con un sinfín de argumentos “tranquilizadores”, como se ve en el ejemplo de las personas fumadoras (por cierto, un colectivo que la psicología social ha estudiado una y otra vez)
Fumar implica un riesgo para la salud y los fumadores se enfrentan, por tanto, a una disonancia cognitiva entre el placer de disfrutar de dicho hábito y lo que “debería ser correcto” para ellos mismos o para el resto. La forma más fácil de reducir dicha sintonía es dejar de fumar pero, como está claro que no es tan fácil y que produce un cierto placer, nuestra mente se arma de argumentos de todo tipo y colores: “Hay gente que ha muerto a los noventa años con el cigarrillo en la boca” o “los estudios del cáncer de pulmón por fumar no están científicamente comprobados”. La disonancia cognitiva también se ha llevado a datos. Siguiendo con el mismo colectivo, se analizó a 155 fumadores que consumían entre una y dos cajetillas por día. Cuando se les preguntaba sobre su nivel de consumo, el 60% consideraba que era moderado y el 40% que era excesivo… y no olvidemos que era exactamente el mismo. Así pues, ¿de dónde nacen las diferencias? La conclusión se halló en el nivel de riesgo que cada uno identificaba. Los que eran más conscientes de los efectos nocivos del tabaco eran precisamente los que consideraban que su consumo era moderado. Motivo: ellos mismos se auto convencían de que la cantidad no era tan alta. Así pues, no solo nos llenamos de excusas para seguir disfrutando de lo que nos gusta, sino que además buscamos proteger nuestra imagen positiva y “coherente” con nosotros mismos.
Otra situación en la que solemos vivir la disonancia es cuando tenemos que tomar una decisión difícil que implica esfuerzo, tiempo o dinero. Esto sucede porque casi siempre hay algo positivo en la alternativa que descartamos. Para amortiguar la tensión que nos genera, tendemos a justificar nuestra decisión buscando la información que la refuerza y descartando la que nos muestra lo positivo de la no elegida. Jack Brehm hizo un sencillo experimento para demostrarlo. A un grupo de personas les mostraba diferentes aparatos eléctricos pidiendo que los valorasen teniendo en cuenta su utilidad. Como recompensa ganarían aquel que considerasen más útil. Una vez que lo recibían, pedía a las personas que volvieran a valorar dichos aparatos y el resultado fue claro: el aparato elegido lo consideraban más útil que antes y reducían el valor de los no seleccionados. Si el objeto elegido tenía alguna característica negativa la rechazaban, al igual que hacían con las características positivas de los que no seleccionaban. Así pues, a todos nos gusta sentir que ganamos en nuestras decisiones y nuestra mente se encarga de darnos argumentos para reforzarnos.
Las relaciones personales no escapan a nuestra “querida” necesidad de justificar nuestras elecciones y las consecuencias que se derivan. En un estudio realizado por Dennis Johnson y Caryl Rusbult, de la Universidad de Kentucky y Ámsterdam, respectivamente, pedían a estudiantes universitarios su opinión sobre el éxito que una página web de citas tendría en el campus. A los participantes se les mostraban fotos de personas que aparecerían en la web, para que dijeran si les consideraban atractivos, y valorasen si les gustaría tener una cita con alguna de ellas. Si los que veían las fotos tenían pareja, valoraban de forma más negativa el atractivo de las personas… (Está claro que la tentación genera disonancia cognitiva).
En definitiva, nuestra mente se convierte en nuestro “aliado” para reducir una tensión incómoda entre lo que queremos y lo que creemos que deberíamos, para encontrar mil y un argumentos para sentir que hemos escogido la mejor decisión. Todo lo anterior es positivo para no sufrir demasiado, pero cuidado, también encierra un riesgo: nuestra capacidad de autoengañarnos. Así pues, cuando nos excedemos en las alabanzas de lo que hemos decidido es interesante ser muy honestos con nosotros mismos y valorar hasta qué punto son argumentos sinceros o se trata de refuerzo “tranquilizador”. Solo cuando hagamos dicho ejercicio, seremos capaces de salir de una de las peores trampas a las que nos enfrentamos: nuestra propia mente.

De Laboratorio de la Felicidad. Diario El País. España










jueves, 24 de abril de 2014

JERRY PINKNEY




Leyendas mágicas y justicia social con Jerry Pinkney























Afroamericano nativo de Filadelfia, su carrera parecía no tener un rumbo establecido hasta que en 1992 recibió su primer premio en la escuela donde estudiaba arte. Jerry Pinkney ilustró su primer libro en el 64 y desde entonces ha dado vida y color a más de cien títulos, entre libros infantiles e historias para adultos. La imaginación y delicadeza de sus dibujos ha sido reconocida con infinidad de premios desde entonces;  cinco medallas Caldecott Honor, cinco veces “Mejor libro ilustrado” por The New York Times, cinco premios Coretta Scott King y cinco premios Coretta Scott King Honor, son solo la punta del iceberg de una carrera de deliciosa maestría.




Pinkney comenzó a interesarse en el dibujo desde niño, el cuarto de seis hijos, obtuvo sus primeras clases de dibujo imitando a sus hermanos mayores que copiaban los dibujos de los cómics y las fotos de revistas de moda. Así descubrió que el arte podía hacerle destacar en la escuela, siendo un estudiante medio en otras áreas, pronto fue conocido como “el artista de la clase”.
Pinkney se convirtió así en el primer miembro de su familia que asistió a la universidad, su excelencia en la escuela secundaria le valió una beca en el Philadelphia Museum College of Art. Allí descubrió que era posible expresarse y transmitir al mundo sus ideas a través del su profesión. A su tercer año de estudios, un nuevo acontecimiento cambió el rumbo de su carrera, el nacimiento de su primer hijo, que le llevó a dejar la universidad y empezar a trabajar como florista y más tarde como diseñador gráfico para poder mantener a su nueva familia.
Aprendió todo lo que le enseñaron y más en su trabajo de diseñador gráfico consciente de que ese no era el sueño de su vida y pronto pudo saborear su primer encargo como ilustrador, en Barker-Black Studio, para el libro infantil The Adventures of Spider escrito por Joyce Arkhurst. Así se encontró así mismo disfrutando de enlazar su arte a una historia escrita, la experiencia le resultó tan gozosa que nunca más dejaría de hacerlo. En los años siguientes fundó, junto con otros artistas, Kaleidoscope Studio, y en 1971 decidió, al fin, crear su propia firma; Jerry Pinkney, Inc. Entonces se instaló con su familia en Croton-on-Hudson, Nueva York, centro neurálgico de las grandes editoriales, ahora si, como el protagonista de un sueño a punto de materializarse.




En los años 70, los editores buscaban artistas afroamericanos para ilustrar libros sobre los negros en América, Pinkney vio una gran oportunidad para desarrollar su talento y profundizar en sus raíces y orígenes, se metió de lleno en la ilustración de obras sobre racismo, esclavitud e injusticias sociales de carácter racial. “El sentimiento comunitario siempre fue muy importante para mi. Enseguida entendí que no podía crecer como artista o como persona sin estar conectado con las instituciones y los clientes que sirviesen a la comunidad”. “Cuando hablo de comunidad, no me refiero solo al mundo que me rodea de cerca, sino también al legado”.






Durante esta época ilustró calendarios históricos afoamericanos para Seagrams y una edición limitada de libros para  Franklin Library, además de Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift, La gata sobre el tejado de zinc de Tennessee Williams y These 13 de William Faulkner. También diseñó sellos para la serie “Black Heritage”, homenaje a los conquistadores de los derechos civiles de los negros en America, como Harriet Tubman,Martin Luther King, Benjamin Banneker y Jr. Whitney Moore Young entre otros.












Ya desde el principio de su carrera, Pinkney demostró su maestría para ilustrar leyendas, cuentos populares y mitos, pero fue con The Patchwork Quilt de Valerie Flournoy, un retrato de una familia negra, que obtuvo los premios Christopher Award y Coretta Scott King Award. Solo un ejemplo de los numerosos reconocimientos que el artista ha recibido desde entonces.



“Soy un contador de historias de corazón. Por lo que cada proyecto comienza con la pregunta, ¿Es esta historia digna de ser contada? ¿Es el manuscrito una lectura interesante? ¿Es sorprendente y desafiante? ¿Voy a aprender algo nuevo trabajando en ella? Cuando estas preguntas están contestadas, entonces me abro a que el texto me hable. Mi trabajo es de inspiración”. Hermosa reflexión que da lugar a una hermosa obra, dejemos que los dibujos de Jerry Pinkney y sus palabras resuenen en nuestro interior y tal vez sus profundos matices y mensajes nos enriquezcan desde dentro. 

















Mas datos :http://www.jerrypinkneystudio.com/





miércoles, 23 de abril de 2014

NERUDA



Neruda en zapatillas *



Ventana al Pacífico


Pablo Neruda (1904-1973) siempre será conocido por sus versos, pero el Nobel de Literatura chileno dejó en su país natal otro legado que nada tiene ver con las letras: sus viviendas. Tres fueron las moradas del poeta, La Chascona en Santiago, Isla Negra en El Quisco, y La Sebastiana en Valparaíso. En todas ellas habitó y escribió en diferentes periodos de su vida, y en todas dejó su inimitable impronta. Hoy son museos y forman una imprescindible ruta de visita obligada.
 Existe un Neruda arquitecto, una faceta desconocida por la mayoría que puede descubrirse en estas viviendas, en cuya construcción participó de forma activa. Tal es así que incluso Rodríguez Arias, arquitecto encargado de La Chascona e Isla Negra, reconoció que las viviendas terminaron siendo una creación más del poeta que suya.


La Chascona, laberinto escondido



El mar, tan presente en sus versos, también es hilo vertebral de las casas. De hecho, la única levantada lejos del océano, La Chascona, recuerda en su estructura a un viejo galeón. La construyó en 1953 para Matilde Urrutia, su amor secreto en aquellos días y cuya rizada melena pelirroja inspiró su nombre. Se ubica a los pies del cerro San Cristóbal, en el bohemio barrio de Bellavista de Santiago de Chile. Prácticamente invisible desde la vereda, esconde un laberinto de salas, patios y terrazas mimosamente diseñados y decorados.



 La Chascona guarda la esencia de Neruda en cada rincón, en cada viga y en sus interminables bibliotecas. El capricho del poeta hizo dar la vuelta a los planos originales del español Germán Rodríguez Arias, al preferir las vistas a la montaña que a la ciudad.  En sus propias palabras: “La piedra y los clavos, la tabla, la teja se unieron: he aquí levantada la casa chascona con agua que corre escribiendo en su idioma”.


Fue creciendo con los años y pasó de guarida secreta para Matilde Urrutia a residencia oficial de la pareja tras la separación de Delia del Carril en 1955. La casa fue víctima del vandalismo tras el golpe de Pinochet y en su interior se organizó el velatorio del poeta a su muerte en 1973.
Si por algo era reconocido el autor de Veinte poemas de amor y una canción desesperada entre sus amigos era por su generosidad como anfitrión, por ser el gran capitán de su barco varado en tierra. No extraña pues que todo se dispusiera para acomodar a las visitas y divertirlas. Hay en esta casa puertas que se abren desde estanterías, bares de verano e invierno, vistosas vajillas de colores, incluso un juego de salero y pimentero sobre los que el poeta hizo grabar las palabras Marihuana y Morfina.
En su interior pueden apreciarse obras de algunos de sus grandes amigos, desde murales de Diego Rivera a cuadros de Pepe Caballero, pasando por un sinfín de objetos diseñados por Piero Fornasetti, así como una curiosa colección de tallas de madera recogidas por medio mundo.







La tranquilidad de Isla Negra




En un espacio privilegiado sobre el inmenso Océano Pacífico, en El Quisco, se encuentra su casa más apartada y quizá la preferida. La compró en 1938, tras regresar de Europa, a un marinero español, Eladio Sobrino, aunque poco tiene que ver la pequeña cabaña de piedra que adquirió entonces con lo que más tarde bautizaría como Isla Negra. “La casa fue creciendo, como la gente, como los árboles”, explicó el poeta del lugar que inspiró su Canto General.
Una vez más, Neruda dio forma a la morada y la transformó en una suerte de metáfora de Chile, estrecha y alargada, con vistas privilegiadas al mar. “El océano Pacífico se salía del mapa. No había dónde ponerlo. Era tan grande, desordenado y azul que no cabía en ninguna parte. Por eso lo dejaron frente a mi ventana”, escribió.



Neruda quiso que el techo fuera de metal, para escuchar el sonido de la lluvia mientras escribía con su característica tinta verde, y una tarde recogió de la playa un vetusto tablón de madera desprendido de algún barco que se convirtió en su mesa de trabajo. “El mar le trae al poeta su escritorio”, bromeó en alguna ocasión.



Al igual que en La Chascona, dispuso varias estancias para las visitas. De nuevo abrió espacios como bares y organizó las dependencias para posibilitar que acogieran su increíble colección de mascarones de proa, sin duda, piezas protagonistas de toda la vivienda junto a sus queridas caracolas. También hizo grabar en las vigas los nombres de sus poetas preferidos. Y pueden verse otras de sus colecciones más preciadas: americanas, zapatos, pipas… y todos los premios que recibió en vida, incluido el de la Academia Sueca.
Por deseo del propio poeta sus restos fueron trasladados a esta casa tras su muerte en Santiago y allí, junto al mar, reposan.

Una pajarería en Valparaíso



La Sebastiana completa este triángulo nerudiano. Ubicada en Valparaíso, también cuenta con vistas al Pacífico, pero, en esta ocasión, el poeta optó por comprar una vivienda ya construida para transformarla a su antojo.
“Siento el cansancio de Santiago. Quiero hallar en Valparaíso una casita para vivir y escribir tranquilo. Tiene que poseer algunas condiciones. No puede estar ni muy arriba ni muy abajo. Debe ser solitaria, pero no en exceso. Vecinos, ojalá invisibles. No deben verse ni escucharse. Original, pero no incómoda. Muy alada, pero firme. Ni muy grande ni muy chica. Lejos de todo pero cerca de la movilización. Independiente, pero con comercio cerca. Además tiene que ser muy barata”. Tal fue el encargo realizado por Neruda y que se definió en una vieja casa abandonada que había sido construida por el español Sebastián Collado, de ahí el nombre con que se la bautizó.



Era demasiado grande y terminó por adquirirla a medias con la escultora Marie Marther. Neruda se quedó con los pisos superiores, que habían sido una pajarería. De nuevo, un sinfín de escalones jalonaban el espacio inaugurado en 1961, saqueado en 1973 y más tarde restaurado. De ella escribió en su obra Plenos Poderes:Yo establecí la casa. La hice primero de aire. Luego subí en el aire la bandera y la dejé colgada del firmamento, de la estrella, de la claridad y de la oscuridad...”.


Viejos mapas, cartas marinas, óleos, cajas de música y un gran retrato de Walt Whitman conforman este singular espacio en el que no falta incluso un gran caballo de tiovivo, desde el que le gustaba contemplar los tradicionales fuegos artificiales de cada Nochevieja. Todo un peculiar ambiente nerudiano que da cuenta de su vitalidad.



+Texto:  Alfonso F. Reca. Blog El Viajero. El País. Fotos: Museos Neruda.