miércoles, 30 de abril de 2014

VIAJE




En viaje, divagando.

Alejandro Schleh







beach art // beach photography - Atlantic Dreams


Es raro ver cómo el mar tiene diferentes colores según donde uno se halle. En las cortas travesías de ida y vuelta, pude ver agua negra, agua azul, y agua verde. Esta llegó a ser de un verde tan claro que pudimos ver cardúmenes de peces y creo haber visto el fondo de arena.
Hubo un momento, durante el viaje de ida, en que el barco comenzó a moverse más de lo que nos tenía acostumbrados luego de un almuerzo.
Por momentos convenía tomarse de los pasamanos dispuestos a lo largo de los pasillos y en las escaleras para ayudarse a mantener el equilibrio.
En esa circunstancia pude ver algunos pasajeros puntillosos doblados sobre la baranda de cubierta devolviendo la comida al mar. No se me ocurrió pensar en ese momento que quizá algunos peces desaprensivos la hayan hecho su alimento. Otros menos cuidadosos lo hacían directamente sobre el piso, en cualquier parte. En cubierta, por los pasillos, o sobre los peldaños de las escaleras que quedaban chorreando. La tripulación acostumbrada a estos inconvenientes se movía presta con baldes, trapos y escobas y cepillos, limpiando de desechos las partes afectadas.

 Me alteraba un poco estar algo mareado pues no me permitía esa debilidad. Recordaba el cuento de mi abuelo navegando en el oceánico de dos palos, el Aldebarán, y su amigo descompuesto por el que tuvieron que desistir del viaje a Mar del Plata en el velero. Su furia por tener que regresar al puerto de Buenos Aires poco tiempo después de haber entrado en mar abierto.

Yo no quería ser de aquellos que se descomponen, y diciéndome que todo ese movimiento me gustaba para influenciarme positivamente, y que era el movimiento lógico con el que debía convivir un marinero como yo, me dirigí a la proa y en vez de mirar el horizonte como algunos aconsejan; me dediqué a mirar el mar embravecido a mis pies.
Muy abajo estaba el agua que se acercaba y alejaba alternadamente con el movimiento. No había imaginado que había que rotar tanto la cabeza para ver la intersección del agua con la arista de la proa. Estaba bien abajo, lejos y atrás, bastante atrás, y uno realmente parado sobre el agua en ese punto extremo de la nave. Tal era el ángulo de esa proa que si consideramos la vertical de la plomada, el giro de noventa grados de la cabeza no bastaba para verla; había que acompañarlo con el movimiento de los ojos. De ese modo podía verse la proa sumergirse en movimiento prolongado y lento en medio de la espuma blanca y batida y luego emerger victoriosa en movimiento similar, lento y en contrario.
 Después de un rato de estar hamacándome en ese lugar, me dirigí con un mareo atemperado al camarote, contento conmigo mismo pues consideraba que con el sistema aquel de amar el movimiento aventé la posible descompostura que me hubiera hecho sentir un ser despreciable.
Me enteré que es muy común ese movimiento al pasar a la altura de Santa Catalina y que quienes viajan en embarcaciones pequeñas tratan de hacerlo próximos a la costa.

Recordé a Bouchard, que no tuvo más remedio que conchabar unos criollos para completar la tripulación pues no conseguía marineros en cantidad suficiente cuando partió desde la Boca del Riachuelo en su viaje de corso. Quedaron todos descompuestos al iniciar el viaje apenas salieron del Río de la Plata. Es justicia decir, que una vez pasados los primeros chubascos, algunos de esos gauchos se destacaron como avezados hombres de mar. No era época de bombachas la época de Bouchard; así que me pregunté si aquellos lobos advenedizos salidos de la pampa que tomaron por algunos días los territorios españoles de California, no habrán andado vestidos con chiripaes y puntillas y botas de potro. Siempre me quedó la duda de cómo se habrán comportado cuando más allá del Indico los sorprendió la calma chicha. Me respondí que mirando el horizonte de esa llanura de agua hasta que los sorprendió la gran ola que les pasó por encima y los despertó de la prolongada siesta.

 Acercarse a Santos navegando sobre las aguas claras es como pasearse por arriba del planisferio que, pintado con el método de las intensidades de los colores, nos habla de las profundidades de los suelos marinos. Y, aunque este método se aplica a todos los mares y océanos tengan el color y transparencia que tengan sus aguas, sólo donde ellas son claras puede certificarse lo acertado de la convención. Que ésta salió de confrontar con la realidad y es por lo tanto más que convención. Nítidamente pueden verse las zonas profundas y oscuras, los bancos de arena que cercanos a la superficie, hacen más transparentes las de por sí aguas claras. Tanto es así, que navegando sobre la plataforma brasilera en las proximidades de aquel puerto, la elocuencia de los colores ahorraban todas las palabras que ante el espectáculo deslumbrante guardábamos sin el más mínimo esfuerzo. Las líneas en el fondo, tal como las isobaras o isotermas se dibujan, delimitaban las profundidades diferentes y los cambios de color.

 Pero los gauchos de Bouchard, los aguerridos marineros, no pasaron por allí y no vieron aquel planisferio dibujado a sus pies desde la cubierta del Augustus. Pasaron por otros lados a bordo de un barco de madera con sentinas llenas de agua. Quizá sí, en algún otro confín, vieron espectáculo semejante. De la Boca del Riachuelo en adelante todos eran confines para ellos. Pensar que se bajaron unos días en la India para tomar un puerto que resultó ser inglés cuando lo que se buscaba era destruir asentamientos españoles. Y que llegaron hasta Australia que no se había fundado. Y que tomaron Monterrey en California cuando yo aún no había nacido.  Y que pasaron por Birmania, algún lugar por el estilo, donde se pegaron el susto de su vida. No meditaron. Sin más ni más eran el mismo Mandinga aquellos dragones atrevidos. Y Birmania el mismo infierno, un infierno verde y vegetal dónde, de entre las plantas, se les aparecieron los horribles cuasi reptiles, cuasi alados, en dos patas caminando, batiendo sus impresionantes pantallas que se cerraban y abrían como gigantescos collares isabelinos rodeando sus pescuezos y los miraron de manera más que amenazante. Se dispersaron los gauchos devenidos en marinos. Se olvidaron del agua dulce que habían ido a buscar por esas tierras, de las frutas y de los alimentos; de todo aquello que los había animado a desembarcar en el paraje. Prefirieron seguir racionando el agua hasta mejor momento. Pasar un poco de hambre. No faltaría la oportunidad de reabastecerse en algún otro punto del planisferio; quizá no muy lejos, en una tierra sin dragones espeluznantes. No fueron los dragones de Komodo –Varanasus Komodoensis- como algunos historiadores escépticos suponen. Fueron las criaturas fantásticas y mefistofélicas descriptas por los gauchos-marineros, con realismo expresionista a su capitán. 

Bouchard era un hombre instruido y cartesiano educado en el orden y la disciplina rigurosa y en las ciencias. Marino con rango de oficial, no pudo admitir las explicaciones de los Mandingas aparecidos ni del infierno aquél habitado por plantas exóticas carnívoras pobladas de hojas gigantes cargadas de nervaduras y filigranas caprichosas. De modo que, antes de seguir adelante con el viaje aquel, detrás del cual se escondían metas de orden geopolítico de importancia para ese conjunto de provincias que decían ser unidas en el extremo sur del continente Americano, decidió enfrentar personalmente uno de aquellos monstruos y acompañado de un pequeño contingente de marineros profesionales, todos viejos lobos de mar, musculosos de pieles curtidas por todos los soles, se dirigió hacia la costa en un bote pequeño. Bien pertrechado y armado.
Al rato de caminar, cuando ya la búsqueda parecía infructuosa y estaban por darse por vencidos, uno de estos dragones o como quiera llamárseles, se les apareció cuando menos lo esperaban de entre las plantas desmesuradas, blandiendo, abriendo y cerrando el aspaventoso verde-pardo collar isabelino en medio de amenazantes movimientos pseudo-eróticos, al tiempo que una que otra flamígera lengua salía intermitentemente fuera de su boca. Quizá tenían razón aquellos gauchos de calzones con puntillas y filosas dagas envueltos en chiripaes que huyeron descalzos por las playas de Birmania; quizá Mefistófeles tenía bastante que ver con las criaturas esas. Olvidaron sus armas y petos especiales. En unísono, tal como si fuesen varias en una sola persona en tácito acuerdo, huyeron despavoridos. Corrieron hasta el bote y mudos remaron lo más rápido que pudieron hasta la embarcación que anclada en lo profundo esperaba el momento de reanudar el viaje. 
Los gauchos casi sin dientes, al verlos llegar e imaginando lo ocurrido con solo mirar sus caras pálidas, no aplaudieron desde la baranda de cubierta -Bouchard seguramente se hubiera molestado- pero mostraron los pocos que les quedaban en leve sonrisa de satisfacción. Estuvieron todos en el acuerdo de ahí en más, oficiales y tripulación, en que debían proseguir la ruta y cumplir los fines del corso y dejar de hacer averiguaciones para anotar en los libros de la religión o la zoología. Ellos ante todo eran los corsarios de las Provincias Unidas del Río de la Plata y debían seguir molestando españoles alrededor de la Tierra sin prestar atención a los paraísos escondidos, ni a las sirenas, ni a infiernos como aquellos. Debían seguir tomando fortalezas portuarias y hundiendo barcos españoles en nombre de la Provincias Unidas.
Fuera como fuere que se produjo el encuentro entre los dragones y Bouchard y sus hombres, el hecho sucedido trascendió las fronteras de la nave, y mientras permanecieron presos en el final de su viaje en las cárceles de Valparaíso, sin detener su marcha, cruzó la cordillera y llegó a Buenos Aires. En la aldea todo el mundo comentó la anécdota de la aparición de los demonios.

No fueron muy justos los comentarios para con los animales horribles aquellos que eran mencionados como mefistofélicas encarnaciones del mal.
Es que por esos años de mil ochocientos discriminaban a gusto y sin cargo de conciencia, el vocablo no había caído aún en desgracia. Se pensaba que todo lo feo y monstruoso era el mal y todo lo bello el bien; sobre todo porque Nietzsche aún no había escrito su obra “Más allá del bien y del mal”; que de haberla leído los marineros, no hubieran sabido encasillar las criaturas birmanas.
Además, siempre lo mejor es más lindo, es decir, lo lindo es más lindo que lo feo. La religión nos da su ayuda. En todas las iglesias las Vírgenes siempre son lindas. Son el bien, nunca fueron ni bizcas, ni ñatas o narigonas; siempre tuvieron una nariz perfecta como la griega, no hasta la frente como aquellas, sino con la pequeña curvita marcada entre los ojos. Y se reserva la fealdad para los malos; que sólo en las vueltas de tuerca se los pone lindos como en las películas; no en las iglesias. Luego de años de evolución del género humano mucha gente fea sigue rezando a Vírgenes lindísimas en las iglesias. Las feas llegaran a ser Vírgenes el día que la especie consiga dar, justamente, la vuelta de tuerca necesaria en el camino de la evolución darviniana. Es complejo.




De Viaje, Continuación ( Fragmento) ' Historias Verdaderas y Otros Cuentos' 






5 comentarios:

  1. Lo interesante el asunto del corsario. No somos muchos los que lo sabemos. Hipólito Bouchard con la fragata La Argentina dio la vuelta el mundo representando Las Provincias Unidas del Rio de la Plata con la autorización de destruir puertos y destruir o saquear asentamientos españoles alrededor del globo. Cruzó el Indico y llegó a California, tomo Monterrey donde flameo nuestra bandera. Por cuestiones que ignoro, a su regreso, termino preso en Valparaíso. Durante su periplo tuvo el gusto de conocer los increíbles dragones de Komodo…la encarnación de los Mandingas a los ojos de sus Gauchos-Marineros.
    A.Schleh

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  2. Poco sabía de Bouchard pero al leerte fui a enterarme.Creo que generalizando, es poco lo que sabemos los que no estamos relacionados con el mar o con la historia. Tu muy buen relato deja a los lectores intrigados ...como a mí cuando te leí por primera vez. Si son curiosos se lanzarán a la aventura como niños con Salgari.
    Me alegra publicarte y que tus lectores adviertan la realidad y la fantasía en tan diversos planos. Como siempre un placer tenerte acá Alejandro.

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  3. ¡¡ Precioso este VIAJE !! desde las pampas chatas...A.

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  4. Me gustò el artículo. Me trajo a la memoria un libro que lei mas o menos a los 12 o 13 años (si, mis Padres me inculcaron desde chico el amor por la lectura),que se llamaba Bouchard el Corsario de la Editorial Jackson y cuyo autor no recuerdo, pero si que lo lei varias veces hasta agotarlo. Tengo aqui un ejemplar que se llama El Corsario del Plata de Daniel Cichero que es muy bueno y voy a releer.
    En lo que hace a los mareos afortunadamente nunca los padecí ni en el agua,ni el aire.Por último al navegante le aconsejo,"lejos de la costa" y al piloto de planeador "mientras mas alto, mejor" es mas seguro. Agustin

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  5. Gracias Agustín por su comentario. Rescata lo mismo que yo, cuando nombro a Salgari y sus novelas de aventuras, disparadores de descubrimientos y correrías juveniles a las que nuestra imaginación no puso límites.
    Muy oportunos sus consejos prácticos sobre mareos y vértigos, los tendré en cuenta y espero que el autor ...también.

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