martes, 1 de abril de 2014

INFANCIA





Amistad

Alejandro Schleh






Ratas y bolitas ( canicas)


Cuando chico mis padres decidieron que además del aprendizaje en el colegio primario al que asistía –del estado, público y gratuito- debía realizar algunas otras actividades. No tenía diez años y me asociaron a la YMCA donde  asistía tres veces por semana a clases de gimnasia y natación. No tardé en empezar a hacerme la rata a esas aburridas clases deambulando por el edificio. Entre otras cosas, además de llegar a conocer de memoria sus recovecos, mi afición era ir al gimnasio para mayores de dieciocho años y mirar partidos de basket o fútbol cinco desde el balcón que lo rodeaba.
Otra costumbre en aquellas ratas era dirigirme al buffet a tomar alguna Coca Cola acompañada de una, dos o tres masitas entre las que se contaban las milhojas que eran mis predilectas. Uno mismo las servía en unos platos de acero inoxidable tomándolas una a una valiéndose de pinzas cromadas. Todo eso llamaba mucho mi atención. A veces bebía alguna leche chocolatada. Pienso ahora que si en vez de Coca Cola o  chocolatadas me hubiese inclinado por las tazas de té, mi imagen hubiera sido la de una vieja cualquiera.  Quizá la de esas que juegan a la canasta y que no sé si aún existen. Té con masitas.
Esas ratas a veces eran solitarias. Otras, acompañado por quien me enseñó a ir a ese buffet; a mí nunca se me había ocurrido. Marcelo era compañero tanto en la IUMEN –como se le decía vulgarmente a la YMCA- como en el inglés. Nos veíamos aquí y allá y terminó siendo gran amigo; de ratas y de la vida. Sin más trámite, lo asocié al club social que funcionaba en la azotea de mi casa, el club Abraham Lincoln que yo mismo había fundado, y le presenté a los amigos del barrio. Él vivía sobre la calle Sarandi, pleno Congreso, así que debía venir hasta San Telmo cuando había reuniones. Lo hacía en tranvía acompañado de Horacio, su hermano menor y único, que terminó muy amigo del mío.

El inglés lo estudiábamos en la Cultural Inglesa que por esa época funcionaba en tres petit hoteles unidos por pasillos laberínticos; dos daban sobre Charcas -hoy Marcelo T de Alvear- y otro con salida por San Martín. 
Un día, después de la salida, mientras caminábamos por Florida en dirección al sur, metros más allá de Nordiska -la mueblería que estaba justo enfrente de la esquina del Plaza Hotel-  se puso absolutamente colorado y me anticipó que debía decirme algo importante. Pasaron unos segundos de silencio y suspenso mientras se preparaba para decirme esa cosa al tiempo que yo miraba sus dientes para afuera llenos de ortodoncia. Soltó la oración de golpe. Que su padre había muerto y que el día anterior lo habían enterrado. Ese fue el primer padre muerto de un amigo. Le siguió el mío propio unos cuantos años después, cuando comenzaba a salir de la adolescencia. Luego vinieron dos madres, otros padres. Me pareció la circunstancia ésa, espeluznante para un chico de nueve, diez años. Los padres deben morírsele a uno cuando se es mayor de edad. Creo recordar que yo también me puse un poco colorado. No sabía bien qué decir. Me solidaricé con él sin expresarlo con palabras, seguimos juntos por Florida.
Por esos años abriría sus puertas el Instituto Di Tella, entre Paraguay y Charcas del que fui asiduo visitante. Grabé ahí, en mi memoria la serie de Juanito Laguna y el huevo gigante de Peralta Ramos. Caminamos casi sin hablar hasta la altura de Corrientes. No recuerdo si antes o después de cruzar la avenida entramos en Grimoldi. Los dos conocíamos esa zapatería, los dos usábamos zapatos Gomycuer, esos que marcaban de negro los pisos de madera y sobre todo los patios y pasillos de mosaicos con su suela de goma. Eran eternos, pero tenían ese defecto.
El primer nivel del comercio era un enorme salón con piso de parquet y ventanales que daban a Florida. Algunos juegos para chicos. Un tobogán. 

Miramos pasar a la gente parados contra los vidrios de los ventanales por un tiempo. Sin hablar demasiado. Algún comentario que otro animó nuestros espíritus. Marcelo sonrió y rió; olvidamos el asunto de su padre. Nos sentamos en una de esas calesitas que tienen un volante en el medio para hacerlas girar. Éramos infantes todavía; o estábamos justo en el borde. Nos aferramos a él y la hicimos dar vueltas velozmente con todas nuestras fuerzas. Bajamos mareados y seguimos caminando por Florida. Éramos amigos.




En la azotea de la  casa del autor en la calle Perú, miembros del club Abraham Lincoln 
entre ellos Marcelo y su hermano






De Artesanata ' Cuento. ( 'Historias Verdaderas y Otros cuentos')

 Fragmento.








3 comentarios:

  1. Agustin E.Despontin1 de abril de 2014, 14:24

    Tierno, limplo, trasparente. Me trajo a la memoria mis días a esa edad. Jugando figuritas en la vereda o con autitos cargados de plomo.Mis padres los perdí ya grande, casado, con hijos, pero no tuve la inteligencia o viveza de haberlos aprovechado y gozado mas. Ahora se fueron ya es tarde, solo queda el silencio. Agustin

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  2. Así, tal cual, este retazo de mi vida. Fue un lindo tiempo el de la niñez, y agradezco a la vida misma que me siga gustando el tiempo que me toca; y así, uno a uno, dia a dia, todos los dias agradezco !!! A vos también, Gracias Miss Musa Encantada !
    A. Schleh

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  3. Gracias a los dos, a Agustín porque con sus recuerdos nos completa la pintura de esos tiempos. A vos Alejandro por esa emoción contenida que sin embargo nos traslada a ese mundo...al que nos asomamos con pudor casi, viendo a esos niños.

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