Cuando chico mis padres decidieron que además del
aprendizaje en el colegio primario al que asistía –del estado, público y
gratuito- debía realizar algunas otras actividades. No tenía diez años y me
asociaron a la YMCA
donde asistía tres veces por semana a clases de gimnasia y natación. No
tardé en empezar a hacerme la rata a esas aburridas clases deambulando por el
edificio. Entre otras cosas, además de llegar a conocer de memoria sus
recovecos, mi afición era ir al gimnasio para mayores de dieciocho años y mirar
partidos de basket o fútbol cinco desde el balcón que lo rodeaba.
Otra costumbre en aquellas ratas era dirigirme al
buffet a tomar alguna Coca Cola acompañada de una, dos o tres masitas entre las
que se contaban las milhojas que eran mis predilectas. Uno mismo las servía en
unos platos de acero inoxidable tomándolas una a una valiéndose de pinzas
cromadas. Todo eso llamaba mucho mi atención. A veces bebía alguna leche
chocolatada. Pienso ahora que si en vez de Coca Cola o chocolatadas me
hubiese inclinado por las tazas de té, mi imagen hubiera sido la de una vieja
cualquiera. Quizá la de esas que juegan
a la canasta y que no sé si aún existen. Té con masitas.
Esas ratas a veces eran solitarias. Otras, acompañado por quien me enseñó a ir a ese buffet; a mí nunca se me había ocurrido. Marcelo era compañero tanto enla IUMEN –como se le decía vulgarmente a la YMCA- como en el inglés. Nos
veíamos aquí y allá y terminó siendo gran amigo; de ratas y de la vida. Sin más
trámite, lo asocié al club social que funcionaba en la azotea de mi casa, el
club Abraham Lincoln que yo mismo había fundado, y le presenté a los amigos del
barrio. Él vivía sobre la calle Sarandi, pleno Congreso, así que debía venir
hasta San Telmo cuando había reuniones. Lo hacía en tranvía acompañado de
Horacio, su hermano
menor y único, que terminó muy amigo del mío.
Esas ratas a veces eran solitarias. Otras, acompañado por quien me enseñó a ir a ese buffet; a mí nunca se me había ocurrido. Marcelo era compañero tanto en
El
inglés lo estudiábamos en la Cultural Inglesa que por esa época funcionaba en tres
petit hoteles unidos por pasillos laberínticos; dos daban sobre Charcas -hoy
Marcelo T de Alvear- y otro con salida por San Martín.
Un día, después de la salida, mientras caminábamos por Florida en dirección al sur, metros más allá de Nordiska -la mueblería que estaba justo enfrente de la esquina del Plaza Hotel- se puso absolutamente colorado y me anticipó que debía decirme algo importante. Pasaron unos segundos de silencio y suspenso mientras se preparaba para decirme esa cosa al tiempo que yo miraba sus dientes para afuera llenos de ortodoncia. Soltó la oración de golpe. Que su padre había muerto y que el día anterior lo habían enterrado. Ese fue el primer padre muerto de un amigo. Le siguió el mío propio unos cuantos años después, cuando comenzaba a salir de la adolescencia. Luego vinieron dos madres, otros padres. Me pareció la circunstancia ésa, espeluznante para un chico de nueve, diez años. Los padres deben morírsele a uno cuando se es mayor de edad. Creo recordar que yo también me puse un poco colorado. No sabía bien qué decir. Me solidaricé con él sin expresarlo con palabras, seguimos juntos por Florida.
Un día, después de la salida, mientras caminábamos por Florida en dirección al sur, metros más allá de Nordiska -la mueblería que estaba justo enfrente de la esquina del Plaza Hotel- se puso absolutamente colorado y me anticipó que debía decirme algo importante. Pasaron unos segundos de silencio y suspenso mientras se preparaba para decirme esa cosa al tiempo que yo miraba sus dientes para afuera llenos de ortodoncia. Soltó la oración de golpe. Que su padre había muerto y que el día anterior lo habían enterrado. Ese fue el primer padre muerto de un amigo. Le siguió el mío propio unos cuantos años después, cuando comenzaba a salir de la adolescencia. Luego vinieron dos madres, otros padres. Me pareció la circunstancia ésa, espeluznante para un chico de nueve, diez años. Los padres deben morírsele a uno cuando se es mayor de edad. Creo recordar que yo también me puse un poco colorado. No sabía bien qué decir. Me solidaricé con él sin expresarlo con palabras, seguimos juntos por Florida.
Por esos años
abriría sus puertas el Instituto Di Tella, entre Paraguay y Charcas del que fui
asiduo visitante. Grabé ahí, en mi memoria la serie de Juanito Laguna y el huevo gigante
de Peralta Ramos. Caminamos casi sin
hablar hasta la altura de Corrientes. No recuerdo si antes o después de cruzar
la avenida entramos en Grimoldi. Los dos conocíamos esa zapatería, los dos
usábamos zapatos Gomycuer, esos que marcaban de negro los pisos de madera y
sobre todo los patios y pasillos de mosaicos con su suela de goma. Eran eternos,
pero tenían ese defecto.
El primer nivel del comercio era un enorme salón con piso de parquet y ventanales que daban a Florida. Algunos juegos para chicos. Un tobogán.
Miramos pasar a la gente parados contra los vidrios de los ventanales por un tiempo. Sin hablar demasiado. Algún comentario que otro animó nuestros espíritus. Marcelo sonrió y rió; olvidamos el asunto de su padre. Nos sentamos en una de esas calesitas que tienen un volante en el medio para hacerlas girar. Éramos infantes todavía; o estábamos justo en el borde. Nos aferramos a él y la hicimos dar vueltas velozmente con todas nuestras fuerzas. Bajamos mareados y seguimos caminando por Florida. Éramos amigos.
El primer nivel del comercio era un enorme salón con piso de parquet y ventanales que daban a Florida. Algunos juegos para chicos. Un tobogán.
Miramos pasar a la gente parados contra los vidrios de los ventanales por un tiempo. Sin hablar demasiado. Algún comentario que otro animó nuestros espíritus. Marcelo sonrió y rió; olvidamos el asunto de su padre. Nos sentamos en una de esas calesitas que tienen un volante en el medio para hacerlas girar. Éramos infantes todavía; o estábamos justo en el borde. Nos aferramos a él y la hicimos dar vueltas velozmente con todas nuestras fuerzas. Bajamos mareados y seguimos caminando por Florida. Éramos amigos.
Tierno, limplo, trasparente. Me trajo a la memoria mis días a esa edad. Jugando figuritas en la vereda o con autitos cargados de plomo.Mis padres los perdí ya grande, casado, con hijos, pero no tuve la inteligencia o viveza de haberlos aprovechado y gozado mas. Ahora se fueron ya es tarde, solo queda el silencio. Agustin
ResponderEliminarAsí, tal cual, este retazo de mi vida. Fue un lindo tiempo el de la niñez, y agradezco a la vida misma que me siga gustando el tiempo que me toca; y así, uno a uno, dia a dia, todos los dias agradezco !!! A vos también, Gracias Miss Musa Encantada !
ResponderEliminarA. Schleh
Gracias a los dos, a Agustín porque con sus recuerdos nos completa la pintura de esos tiempos. A vos Alejandro por esa emoción contenida que sin embargo nos traslada a ese mundo...al que nos asomamos con pudor casi, viendo a esos niños.
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