Partida
Alejandro Schleh
Partí para Brasil en la motonave Augustus, mellizo del
Giulio Cesare. Ambos de alrededor de veintisiete mil toneladas, ambos
pertenecientes a la compañía Italia di Navigazioni que no sé porqué recuerdo
como Italmar; quizá porque era el nombre de la empresa que vendía los pasajes
en la esquina de Córdoba y Florida por los años sesenta. Transatlánticos de
línea que repetían año a año regularmente sus travesías parando siempre en los
mismos puertos como los trenes en las estaciones. Así trajeron los inmigrantes
hambrientos desde Europa en los viajes regulares en los albores del siglo
veinte. Otros barcos, otras líneas; siempre en tercera clase.
Fue un viaje de cuatro días con paradas en Montevideo,
Santos, por fin Río de Janeiro donde bajamos. Génova su siguiente, último
destino, quizá pasando antes por Lisboa, no recuerdo.
En ese viaje estrené mi
primer pasaporte norteamericano; ya había jurado la bandera de las estrellas
pocos meses antes al cumplir dieciocho años. En aquel momento solemne, me
explicaron que difícilmente llamarían a los residentes en el extranjero para ser
incorporados al ejército que luchaba en Vietnam. Mientras juraba con una mano
levantada frente al cónsul, pensaba que si resultaba convocado, tal como
esbozaron la posibilidad remota –tenía calificación 1-A-huiría al monte
santiagueño, allí es imposible encontrar a nadie y sería desertor.
Ya a bordo del Augustus presenté orgulloso el pasaporte
ante un burócrata que, sentado detrás de un escritorio alrededor del cual un
tumulto desordenado hacía preguntas de todo tipo, tomó nota de mi presencia. El
hombre estaba acostumbrado a tratar con gente de todas las nacionalidades y mi
pasaporte fue uno más de tantos en aquella circunstancia. No sé porqué, pensé
que tendría que felicitarme por mi nacionalidad norteamericana, amablemente no
lo hizo. Me anotó en una lista o corroboró que estaba en ella, chequeó, tildó
algún casillero. Era una época sin computadoras y todo se hacía a mano. Me
estampó el primer sello en el documento nuevo.
Unas tres, cuatro horas antes de la partida, el barco
estaba abierto a recibir a quienes fueran a despedir a los pasajeros. Todo era
bullicio. Estaba en eso de presentar mi pasaporte cuando se me ocurrió prender
un cigarrillo –los fumadores fumábamos donde se nos antojaba por aquellos años
de fines de la década del sesenta- con un fósforo de cartón de aquellos que se
arrancaban de un pequeño sobre. Eran los llamados fósforos carterita. Se
encendieron todos a la vez en medio de una pequeña llamarada y se prendió la
cajita entera que quedó pegada a uno de los dedos que terminó amarillo y con un
fuerte ardor que sólo se aplacaba con agua. Ansioso esperaba la
llegada de Ricardo y las hermanas Florencia y Cristina -mis amigos que venían a
despedirme- apoyado en la baranda de cubierta mientras chupaba de a ratos el
dedo para refrescarlo. Subieron la planchada y presentaron las tarjetas de
invitación correspondientes que yo les había alcanzado oportunamente. Juntos
recorrimos buena parte del barco. Las cubiertas, la pileta, capilla, comedores,
cine. Abrimos una pequeña puertita que daba al interior de la grande y ancha
chimenea principal: unas latas de pintura, tachos varios y pinceles
ordenadamente guardados. Había de todo en el Augustus; hospital, peluquerías,
boutiques. Teníamos camarote con ojo de buey al mar. Bebimos algo y
fumamos hasta que por los altoparlantes anunciaron reiteradamente: “Visitatore
a terra, la nave e in partenza”
Se alejó diez centímetros. Luego veinte, ochenta. Un
metro, cinco, diez. De a poco se fue separando del muelle bordeado de
granito colorado mientras los que quedaban en tierra y quienes viajábamos
cambiábamos saludos. Ricardo, Florencia y Cristina, agitaron sus manos y pronto
se perdieron en el gentío que poco a poco, así como nos alejábamos, se fue
dispersando. Algunos a bordo, otros desde la dársena, mirábamos atentos, casi
mudos, eso que era un espectáculo poco común. Era todo novedad para la gran
mayoría ese momento de la partida. Algún pito cercano a la chimenea soltó
varias veces el famoso saludo que hacían los barcos al entrar o salir de un
puerto, el chiflido de sonido sordo característico que emitían los viejos
vapores. Con algún sistema especial las motonaves como esa o el Eugenio C o
cualquiera de aquella época -no sé si hoy lo siguen haciendo- imitaban el
sonido producido por el vapor pasando por un pito, un caño como esos que tienen
los órganos de las iglesias.
Recordé que siendo chico solía oírse el pregón de las
naves desde mi casa de San Telmo tal como se oían los pitidos de las
locomotoras que trabajaban en el puerto cuando el viento los traía. El enorme
barco había sido atado a los remolcadores que lo llevarían hasta algún canal en
una operación habitual para los protagonistas pero que despertaba curiosidad en
los pasajeros. Éramos muchos los que mirábamos las hélices descomunales de los
pequeños y poderosos remolcadores, allá abajo, batir con fuerza el agua marrón
produciendo espuma. Creo recordar que eran dos por la proa y uno por la popa.
Se me ocurrió pensar en los peces que andarían cerca. En esa época algo se
pescaba todavía en las dársenas. Yo había estado pescando por allí, alguna vez,
con una línea de piolín de atar y corcho de botella de vino por boya, aunque en
esas ratas al colegio, prefería la zona del embarcadero del Yacht Club donde
mientras me dedicaba a la pesca con pantalón gris y saco azul colegial, sentado
y con las piernas colgando sobre el agua, miraba los veleros amarrados e
imaginaba cómo habría sido, sería, navegar en ellos.
Nuevamente los remolcadores, esos barquitos moviendo
la mole. La espuma del agua batida; consumando el hecho en cámara lenta. No es
el despegue de un avión que apenas nos separa de la tierra hace casi inevitable
la llegada o la muerte. Cuando zarpa un barco es partir en lento proceso por un
rango extendido de tiempo. Un proceso de viaje. Con el barco se penetra el
mundo mágico que Saint Exupery sobrevoló; volando su cabeza sin jamás
aterrizar. En los primeros minutos uno está a tiempo de arrepentirse y tirarse
al agua por la borda. Hasta de tomar un salvavidas antes de arrojarse. Nadie
hizo eso cuando zarpamos rumbo a Brasil y todos contemplamos la silueta de la
gran ciudad tomar perspectiva y agrandarse para luego decrecer paulatinamente.
Hoy me pregunto qué cosa habrán sentido los cientos de miles de inmigrantes al
dejar un continente y acercarse a otro con esa lentitud. Creo que nunca habrán
olvidado la imagen de ambas tierras, una alejarse, confundirse con el mar y la
bruma, un horizonte eventual, otra nueva, aparecer y acercarse hasta
convertirse en su casa. Estoy seguro guardaron esas imágenes hasta el
último día de sus vidas. Porque a mí me quedaron grabadas; y fui sólo de
paseo ida y vuelta hasta Brasil.
De Viaje, Continuacion ( Fragmento) ' Historias Verdaderas y Otros Cuentos'
¡Gracias Miss Musa por tu colaboración ! ¡Cuantos recuerdos se me vienen a la mente referidos a ese viaje! Tan vívidos todos. Los diferentes colores del mar y sus olores. La pileta, las cubiertas, los intrincados laberintos interiores del barco, su cine, capilla, restaurante. El bingo o "la boite" por las noches! Son la clase de cosas que uno nunca olvida cuando todo es nuevo y cuenta con dieciocho años. El misterioso juego de la danza en las playas, los altares, velas encendidas, y la macumba aquel fin de año en Copacabana. Jungla, cemento y sincretismo donde vayas !
ResponderEliminarA.Schleh
A partir de un breve y común viaje, uno de los tantos, surgen los recuerdos del autor y los míos leyendolo...No de un crucero sino de ese retrato en sepia guardado en mi mente, el de mis abuelos inmigrantes. ' Desde los Apeninos a los Andes' literalmente para construir sin pensarlo o sin darse cuenta este país que fue y probablemente vuelva a ser Grande. Muy buen relato y no solo por esto que despierta en mí y tal vez en muchos otros
ResponderEliminarGracias Miss por publicarlo. R. S.