El amor ahí
Alejandro Schleh
Alejandro Schleh
Todo era
alegría y risas en nuestros encuentros. Lo más banal y estúpido podía ser,
cualquier cosa por trivial que fuese, motivo del estallido de la diversión
enloquecida. Nos hablábamos, preguntábamos y respondíamos a nosotros mismos y
al otro al mismo tiempo. Comunicación y atropello, las gozosas situaciones en
que las palabras y pensamientos entrecruzaban las dendritas, los axones
vigorosos de la neuronas voluntariosas entusiasmadas como las colas de los espermatozoides en su carrera
desenfrenada, el desgobierno. Felicidad de estar juntos viviendo un mundo
mágico e improvisado de poemas y héroes inventados al momento, nosotros mismos
protagonistas de cuentos salidos de los dos, nuestra propia historia creada a
gusto sin medir; éramos como locos jugando con espejos reflejados unos en otros
multiplicando los túneles de las aventuras compartidas de Alicia en el País de
las Maravillas sin gatos gigantes raros ni conejos. Nosotros mismos y nuestros
personajes se mezclaban.
Una
eventualidad nimia era el motivo; un papel de un caramelo de golpe caído por el
piso nos encontraba gateando. Mirándonos fijamente en cuclillas buscándolo,
jugando como chicos por debajo de la mesa y la risa, siempre la risa
intercalando los idiomas, tocándonos, abrazándonos, besándonos. Todo era
atracción; su suelta mirada ingenua tornábase por momentos atenta de ojos
vivaces, reflexiva otros, así estábamos fijamente mirándonos a los ojos; las de
ambos de pronto: mórbidas, lascivas, penetrantes, sedientas de saciedad. Y todo
era el motivo para el sexo. Lo que menos pensamos por esos días de
descubrimientos mutuos, sábanas y almohadas, alfombras y almohadones, es que
tres escasos meses más tarde, esos momentos terminarían en una cadena
ininterrumpida de mensajes, quizá por la distancia que hace de los enamorados
unos inválidos y la necesidad; densos algunos, traídos complejos e
inentendibles a terceros. Enamorado yo
hasta el día de mi muerte, no sé hoy, acaso ángel vestido en camisones que será
de su buena vida aunque seguro estoy que una marca, una huella habré dejado en
la chiquilla alegre de Montana. Y que toda la biología estudiada y su ciencia
positiva nunca la podrán sacar de su estado silvestre; y en lo que a mi
respecta, que los floripondios del cielo no podrán dibujar ningún ensueño, ni
escribir metáfora que valga para su descripción por mi intermedio. Todavía
espero, desde el amargo gusto de la impotencia, el atajo de la revelación para
poder contar por escrito algo más acerca de ella. Imposible poseer pluma tan
vigorosa sin su ayuda; me está haciendo falta algún dictado. Si habré de morir
algún día nuevamente, si hay segundas vidas, todos mis papeles estrujados
dentro de mi mano, sueltos luego, serán transcriptos sin mediación de los
arcángeles; molde, letra y marca de agua. Pienso se me hizo tarde, imposible en
mi vida robada por el éxito y la fama hacerlos obra. Y así como desparramados
quedaron por el piso y barridos fueron y con toda su levedad tirados al cesto
como simples pedacitos, así los trozos en rompecabezas de mi vida se levantaran
de su lecho de mimbre y levitando por el espacio, hermanándose en silencio por
el aire, irán conformando una reencarnación en el celulósico collage de las
palabras.
De todo aquello indescriptible, inenarrable, me resta el
documento sonoro huelleando mi alma
en indeleble marca, como la de agua en los papeles importantes, la del viaje en
avioneta y otras más, la del amor por fin hallado.
Dicen que los locos
oyen voces, que se hablan a ellos mismos, que emiten hasta sonidos guturales
para fijar sus coordenadas existenciales. No sé si es tan así. Digo, así de
sencillo el vericueto de la mente.
Como
el día que nos dimos el primer y sostenido abrazo me costó conciliar el sueño,
que una y otra vez prendí y repetí iluminando mi espíritu y mi alma como si
fuese real horas más tarde con su luz, semanas, meses, aún hoy me parece
escuchar la voz de los mensajes que sucesivamente nos fuimos mandando a partir
del día que se fue. Voces. Como el traqueteo de las ruedas de un tren,
insistente murmullo en sordina, la marca sonora me acompaña. Letras, sílabas,
palabras. Oraciones completas que he aprendido de memoria a recitar; nuestros
correos de horas y horas diarias me siguen hablando y son mi ruido permanente y
mi compás. ¿Que si estoy enfermo? ¿Es eso estar enfermo? ¿Saber de memoria el
diálogo sostenido en un tiempo prolongado con el doble de uno, dentro de uno?
Pues entonces sí, como es vulgar decirlo lo habré de decir: enfermo de amor.
Una enfermedad crónica que no presenta brotes fuera del altibajo, el suave sube
y baja de las mareas naturales; es la mía una convalecencia permanente.
De 'La Marca'. Cuento