lunes, 7 de enero de 2013

BOSQUE ALEGRE





 La Fábrica de dulce de leche.

   Proyectos e ilusiones



   Alejandro Schleh.





Todo en orden en el campamento. La Chata que había quedado sola por unos días. Los hierros de construcción, los ladrillos, las herramientas en el cajón. Los platos sucios y la olla, los vasos y los cubiertos sobre la mesa rústica que habíamos construido con tablas y madera del lugar. La botella vacía de vino.
También la bomba de agua a palanca, instalada en la perforación que nosotros mismos instalamos, estaba en su lugar. Fue lindo llegar a ella por el propio esfuerzo. Una sensación de autosuficiencia, que nace de sentir que es uno mismo quien puede procurarse el líquido vital, me invadió el día que bombeamos los primeros chorros de agua turbia pero dulce en una zona donde lo normal es la salada. Con el paso del tiempo, se fue haciendo cada vez más cristalina.
Habíamos estado ausentes tres días y nadie había osado tocar nada.

 Los terrenos los compramos por intermediación de Vinelli quien había tenido a cargo el loteo y la venta de aquellas doscientas hectáreas plantadas con cientos y cientos de eucaliptus, uno al lado del otro, para ser explotados por la Compañía Forestal. Posiblemente, en algunas zonas, los árboles que veíamos fuesen rebrotes de árboles ya talados una o más veces. Se esperaba que tuvieran un diámetro de veinte a veinticinco centímetros para producir la tala. Esos troncos perfectos por su rectitud, debido a que la proximidad los hacía competir en la búsqueda de la luz y salían derechitos, eran luego creosotados en autoclaves, bajo presión, y finalmente vendidos como postes para el tendido de cables. Ese era el trabajo que hacía la Forestal.
El ex representante legal de la compañía, el ingeniero agrónomo Rigoberto Flurtí , quien había sido el accionista mayoritario y había dejado de serlo en favor de su hijo Hernando y sus dos jóvenes socios, era quien recibía el pago mensual de las más de ciento treinta cuotas en que habíamos comprado aquellos lotes que en total sumaban unas dos hectáreas. Su aspecto era el de un viejo distinguido de no demasiadas luces ni instrucción para todo lo que fuera más allá de lo referido a la ingeniería y la explotación forestal. Aunque también usaba traje, era común encontrarlo en su oficina vestido con el colegial conjunto de pantalón gris y blazer azul; llevaba un saco típico de ese color que por años confeccionó James Smart sin botones de metal, sin ningún tajo por detrás y sin forro casi, pues este cubría sólo las hombreras y la parte interna de las mangas. Flurtí era socio del Jockey Club de Buenos Aires y me dice el instinto, que aunque cumplía con los requisitos para serlo, algunos le faltaban, intangibles e imposibles de describir, y con seguridad esa carencia haya hecho que los socios más recalcitrantes lo hayan mirado de costado, un poco como a un colado con carnet. Se me hace muy difícil repetir el vocablo Jockey tal como él lo pronunciaba pues si bien en inglés la "e" debe ser extremadamente corta en este caso y casi inaudible, ella existe: se las ingeniaba para hacerla inexistente y difícil de pronunciar, decía "Yoki" de la manera más seca y limpia posible.
Los pagos de las primeras cuotas de aquellos terrenos los hicimos en una oficina ubicada en plena City, dentro de la casa matriz del desaparecido Banco Tornquist,  el fabuloso edificio de Bartolomé Mitre entre San Martín y Florida diseñado por el Arq. Alejandro Bustillo y decorado con un par de obeliscos en sus partes altas. Terminó recibiéndolos en su departamento de la calles Junín y Peña, al que en varias oportunidades fuimos invitados a comer. Es que el viejo era viudo, los hijos no le llevaban demasiado el apunte, y vivía sólo con la mucama que lo atendía. Éramos uno de sus divertimentos.
Nos hacía mucha gracia ver cómo tomaba el vino al que le prodigaba una serie de buches al estilo catador exageradamente ruidosos y aparatosos luego de lo cual tragaba. Inevitablemente caía en esa serie de movimientos bucales con cada sorbo. Al final, Juan Elorriaga y yo, terminamos por acostumbrarnos a esos malabares y poco faltó para que los repitiéramos nosotros también sin quererlo y por costumbre, pues por embromar lo hacíamos a cada rato, cada vez que llevábamos el vaso a la boca; Tani, la mucama, nos miraba y sonreía. Éramos tres haciendo buches en esas comidas frugales; él estaba a dieta y nosotros también por ende. Un bifecito, puré de zapallo, ya se sabe. De postre un flancito o una gelatina; como en los sanatorios.
A cada mensualidad una comida, un poco de buen vino que él proveía y a cada sorbo un buche. No duró demasiado esa rutina. Nosotros nos aburrimos. Él se enfermó y luego murió. 






Las firmas del estilo de Vinelli o Luchetti parecen haberse extinguido, o al menos no publican más sus loteos; debe ser que no los hacen.
En los días que corren abundan otra clase de empresas que organizan parcelamientos de tierra diferentes de aquellos que tanto hicieron en el gran Buenos Aires en la formación de barrios populares, algunos de los cuales, hoy han tomado vuelo propio. Los loteos ya no están dirigidos a las clases más populares o medias bajas sino a una clase media media formada por profesionales, empleados administrativos de industrias o de empresas de servicios, y están destinados a formar pequeños, modestos y vistosos barrios cerrados al estilo de los grandes barrios privados o countries de la gente más acomodada.
El loteo de Monte nada tenía que ver con aquellos. Eran 154 fracciones de media hectárea cada una y se ofrecían como “Un lugar alto, tranquilo, saludable y romántico. Tiene excelente luz eléctrica y teléfono. Fracciones ideales para la quinta de fin de semana”, y “Casi un paraíso, donde pasar los más felices fines de semana”, también “Cómprese una de estas hermosas quintas arboladas en “Bosque Alegre” –así se llamaba el fraccionamiento- y asegúrese su quinta ideal de fin de semana y veraneo, su lugar propio de descanso, recuperación de energías, ejercitaciones y encantos espirituales”. Todo eso estaba firmado por Rodolfo J. W. Vinelli, quien era a las claras, martillero de profesión y no literato.
Ofrecía un lugar “Saludable y romántico”. Me di cuenta con respecto de lo romántico, que Vinelli estaba seguro de lo que decía; como visionario, sabía de antemano que al romanticismo lo iba a ir aportando cada uno de los que invirtieran en esas tierras que fueron así bendecidas con ese espíritu. Años después, terminaron bautizadas unilateralmente por las aguas del Salado y las lagunas Encadenadas.

 El día que llegamos por primera vez a Monte, con La Chata abarrotada de cosas entre las que se contaban cacerolas, colchones, bolsos, caja de herramientas, palas, una carpa, y un caño de algo más de seis metros de largo con sendos trapos colorados en los extremos apoyado sobre el techo, herramienta con la que haríamos la perforación del agua, causamos revuelo y alegría entre los pocos vecinos de la zona.
Mientras descargábamos las cosas y aliviábamos al auto de semejante carga nos sentíamos observados desde la City, lo que motivaba por momentos, cierta sobreactuación de nuestra parte y nuestros movimientos se tornaron levemente ridículos,  ampulosos, teatrales del todo.
Un pequeño mueble de un metro setenta de altura, tipo biblioteca, de tres o cuatro estantes y puerta de dos hojas vidriadas y patas levemente curvas fue sumado en un segundo viaje.
Los recién llegados iban a instalar una fábrica de dulce de leche e iban a llevar prosperidad a la zona. Seguramente iban a tomar gente.
Nuestra optimista verborragia contagió a los lugareños. Y a nuestros pares. Estos últimos eran vecinos copropietarios que a las claras se diferenciaban de los primeros, pues con matices, éramos todos de Buenos Aires y todos habíamos comprado nuestras parcelas en “Bosque Alegre” a Vinelli, cosa que a ningún natural del lugar se le había ocurrido hacer. Así que, el bosque de eucalipus plantado por Rigoberto Flurtí, además de ser alegre como rezaba la publicidad, exhultaba romanticismo por todas partes pues todos aterrizaban allí con proyectos y sueños como criar los jilgueros naturales del lugar para lo cual tendían sobre algún alambre una hilera de tramperas, o conejos, pavos y gallinas, o chanchos. Otros lo hacían para dedicarse a la producción de miel, fundar granjas hidropónicas, levantar atelieres vidriados para dedicarse al arte, o simplemente había quienes lo hacían para disfrutar de su media hectárea en una modesta casa de fin de semana. El nuestro era un emprendimiento por demás importante y diferenciado, seríamos productores de dulce de leche. Teníamos la apostura de los industriales tal vez. El romanticismo se hacía cada vez más palpable en ese lugar a medida que se sumaban nuevos propietarios. Vinelli no se había equivocado


(Continuará)

4 comentarios:

  1. que buena la fotografía...así se veían los troncos apilados de la Forestal del Sur...el fondo ese, el bosque superpoblado de finos troncos. Lamento no haber sacado más fotos del lugar aquellos años. En manos de otros dueños la empresa aun existe. Gracias Miss Musa por publicarme. Alejandro

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  2. La fotografía es buena Alejandro, pero yo te agradezco el texto. Ese relato preciso de toda precisión, romántico como toda la aventura del emprendimiento.... aunque lo digas con esa finísima ironía. Una belleza. Gracias !

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  3. que lindo relato, cuantos sueños, cuantas visiones, que lindas epocas, no?

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  4. No sé tu nombre, probablemente nueva/o lector/a...Es un muy buen relato, y como ves dice continuará, podrás seguir la historia en publicaciones posteriores. Te gustará ya verás...

    Gracias en nombre del autor y en el mío.

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