Conociendo los vecinos.
Alejandro Schleh
Alejandro Schleh
El nacionalista
Había que trepar cuatro o cinco escalones para llegar a
la parte superior del cubo construido con bloques de cemento sobre el que se
apoyaba el puente levadizo de un metro de ancho que servía de acceso a su casa
a cuya puerta se llegaba luego de caminar los dos metros que tenía de largo. Un
sistema de roldanas y cadenas para levantarlo o bajarlo, confería al conjunto
un aire medieval. Luego de observar por unos cuantos segundos aquel despliegue
de ingeniería, tiramos de la soguita que hizo sonar una campana en el interior
de la propiedad. Apareció sonriente un señor de mediana estatura, tez blanca y
curtida, que nos saludó amablemente. Nos presentamos. Habíamos ido a avisarle
alguna cosa que no recuerdo, sin ninguna importancia; era el pretexto para
conocer al extraño personaje.
Lamentablemente no nos recibió en su
casa como esperábamos, nos hizo desandar los pasos que dimos a lo largo del
puente levadizo de dos metros y luego descender las escaleras para poder
charlar sin correr el peligro de caer desde las alturas pues no había barandas
por ninguna parte. Ya con los pies sobre tierra firme -tierra ni colorada ni
negra tan común en esa zona de la cuenca del Salado- comenzamos aquella charla
cuyo eje no recuerdo. Juan, nuestro personaje y yo, parados casi al pie de la
escalera, a unos cinco metros del mástil donde flameaba en lo alto una bandera
argentina azul y blanca más limpia que las de los cuarteles, comisarías,
colegios o palacios municipales, éramos un mitin en el medio del playón de piso
natural. Sin yuyo ni arbusto ni árbol que interrumpiese su continuidad, al
frente de su casa a manera de gran atrio, un reducido grupo de tres. Más allá
de su perímetro sí, la profundidad y humedad, las luces y las sombras, la
frondosidad del bosque de eucaliptos, circundándolo en rededor, más fantástico
que marcial.
Ver desde nuestro lugar de reunión las
dos torres que remataban los extremos de la casa, las paredes de rústicos
revoques salpicré que dejaban entrever las juntas de los ladrillotes de cemento
cual si fuesen piedra al milímetro trabajada ex profeso, todo su almenado
saturando los contornos superiores de paredes perimetrales, torres y
torrecitas, el puente levadizo y sus cadenas, lo hacían por momentos sentir a
uno -más allá de la utilería de los recursos constructivos- inmerso en algún
cuento de hadas vestidas de tules; hadas de largos bonetes cónicos terminados en
gazas tornasoles colgantes al viento y varitas mágicas. Imaginar los
maravillosos habitantes de un bosque del medioevo, jabalíes, caza con halcones,
historias de caballería. Tenía algo ese bosque. Me recordó al misterioso y
huidizo conejo blanco de rojos ojos que un día escapó de mi vista, luego de
observarme por segundos, brincando entre los húmedos y viejos troncos
horizontales caídos, zarpullidos por los hongos de colores caprichosos, pardos
y naranjas. A los dos ciervos que al advertir mi presencia huyeron dando
brincos y saltando un alambrado escaparon del bosque y se perdieron en el campo
abierto. Adónde habrían ido; algún coto de caza tal vez.
El hombre patrio estaba vestido, de
abajo para arriba, con unos fuertísimos zapatos negros de punta muy redonda,
alta y grotesca, que me recordaban aquellos que usan los técnicos que deben
manipular cables de alta tensión, jeans tiro alto sujetados con un ancho cinturón
de suela con hebilla plana de bronce -plana como su trasero-, una camisa con
charreteras color caqui arremangada diez centímetros por arriba de los codos.
En la cabeza, por fin, una boina negra llena de distintivos metálicos
esmaltados.
Aquella fue la única vez que nos
entrevistamos con, en definitiva, este personaje estrafalario. Tenía delante de
su casa un galpón al que nos hizo pasar donde había varias mesas de trabajo,
cajones, herramientas y máquinas indescriptibles, y algún que otro torno. Era tornero
de profesión. Pese a la excentricidad que lo rodeaba en lo que a arquitectura
se refiere, y a su atuendo, era el único de los vecinos llegados desde Buenos
Aires que se instalo en Bosque Alegre con los pies bien puestos sobre la tierra
en lo que a negocios se refiere. Era proveedor de Pratti- Vazquez Iglesias, la
fabrica de bujías PVI, que por aquellos años equipó a todos los Ford Falcon
cero kilómetro antes de que fueran reemplazadas por las Motorcraft, que no sé,
si no eran fabricadas también en la fábrica aquella. Así es que este
nacionalista llamativo, castrense autodidacta, de caderas un poco anchas para
un masculino, cuyo nombre alguna vez supe sólo por un rato, se las rebuscaba
fabricando partes para bujías rodeado de un paisaje mágico.
El escultor
A unos seiscientos metros de nuestro
campamento, alejándose de la ruta siguiendo un camino que tenía una tupida
arboleda de eucaliptus por un lado, el sur, y luego un alambre y un potrero
llano por el otro, el norte, se llegaba a la casa del escultor. Juan Carlos
esculpía la madera y hacía trabajos en cemento muchos de los cuales yacían a la
intemperie desparramados por el jardín. Recuerdo una variedad de plantas
exóticas delante de su casa; algunas de ellas tropicales, otras propias de la Puna de Atacama. En rededor
de ellas, pequeñas pircas realizadas con trozos de granito que no sé de dónde había
sacado ni cómo se las había arreglado para llevarlas hasta allí, hacían las
veces de corralito para los ejemplares. Dos ombúes de más de un metro cada uno,
simétricamente implantados a mitad de camino entre la tranquera y la casa,
flanqueaban el camino de acceso.
Estaba juntado con Marta, una mujer baja de
metro y medio de estatura, de pómulos salientes y nariz importante casi
grotesca, que se destacaban del resto de su cara por su rojo intenso. De labios
grandes y carnosos, siempre contenta, cuidaba sus plantas y gallinas.
Vivían en Bosque Alegre de manera permanente, pero
Juan Carlos, por su trabajo como decorador, debía viajar a Buenos Aires cada
tanto y ella quedaba entonces sola por unos días.
A poco de conocernos empezaron las invitaciones
a tomar mate, luego a comer. Él nos confió su tendencia trotskista-posadista
-cosa que nunca supe a ciencia cierta qué era- y eso fue suficiente para
inaugurar una serie de veladas hasta altas horas de la noche en donde
discutíamos acerca del peronismo, el marxismo, el problema del foquismo,
nacionalismos y varios ismos más. Corrían los licores fuertes que él coleccionaba,
los cigarrillos y allí, sumergidos literalmente en ese monte húmedo impregnado
por una neblina fría y penetrante, al abrigo del microclima de su casa,
iluminados por un farol sol de noche y al calor de una salamandra, se nos
pasaban las horas conversando, abordando temas profundos que hacían al futuro
del país y del mundo. Cuando llegábamos a la conclusión de que las soluciones a
los problemas de la humanidad que tratábamos, difícilmente traspusieran el
perímetro de aquellas paredes, nos entregábamos entonces a los placeres del
canto acompañados por una guitarra.
Si hacía falta más leña, Marta, con gran clase clavaba de un
solo golpe el hacha hasta lo profundo de la veta, previamente parado de punta
sobre el piso de tierra el tronco, y cortaba del todo el leño al medio de
manera longitudinal, con el segundo o el tercer hachazo. En pocos minutos una
pila de astillas de diversos tamaños esperaba ser quemada. Manejaba
diestramente una herramienta cuyo mango era tan largo casi como su estatura.
Las inquietudes del escultor no terminaban en
la política y en la decoración; además se las ingeniaba como albañil y
constructor y contaba con su fiel mujer como ayudante que era casi tan fuerte
como él. Vivían en la casa que ellos mismos habían construido. Una casa con
paredes de bloques de cemento a la vista sin revocar, con troncos de unos
quince centímetros de diámetro a manera de viga que las atravesaban y
sobresalían mas allá de su superficie, me recordaba aquellas que suelen verse
en las películas en algunos pueblos de México. Era la suma de tres volúmenes
elementales. Dos cubos unidos por las caras menores de un prisma rectangular
cuyos largos eran las tres cuartas partes de los lados de los cuadrados de los
cubos, de manera tal, que entre cubo y cubo, quedaba formada una galería que
habían techado con chapas verdes translúcidas y estaba cerrada por una baranda
de troncos del lugar. Una osamenta con cuernos la decoraba.
Buscaban una suerte de autosuficiencia en lo
que a alimentos se refiere. Así es que tenían algunas aves de corral, dos o
tres cerdos, colmenas, y trabajaban la tierra haciendo huerta. Además aplicaban
los conocimientos sacados de un libro que nos mostraron, “Hidroponía”, y en
unas bateas de agua tenían una pequeña quinta hidropónica. Para mí, ese sistema
de explotación era absolutamente nuevo y me explicaron que había comenzado a
implementarse en Alemania en la época de la segunda guerra para paliar la falta
de alimentos; que había sido inventada por ellos. Siempre los alemanes. Que la
cohetería, que las conquistas espaciales iniciadas por los norteamericanos y
los rusos que se robaron los planos y se llevaron a los sabios. Que dieron la
base para que sus hijos los ingleses inventaran el radar luego del bombardeo
mágico y nocturno a la Londres
fundada por los romanos. Que los aceites y combustibles sintéticos. Que los
planos para el Pulky y los famosos Mig de los rusos que hoy tienen los mejores
y más veloces cazas. Así que además de eso, los alemanes, la hidroponía que
terminaron usando los japoneses y los judíos de Israel en galpones y en
edificios de pisos donde plantan los tomates. Justo sus aliados y justo sus
perseguidos. Y también la usaron Juan Carlos y Marta en el Bosque Alegre de
Monte. Eran, sobre todo ella, extraordinariamente cariñosos, y nos querían y
mimaban más que nosotros a ellos; nos hacían comidas especiales. Cantaban
juntos. El tenía muy buena voz y a veces ella callaba para oírlo enamorada.
Cantaba entonces canciones románticas tipo boleros o cosas así. Las más de las
veces con guitarra, otras a capella.
Fotografías del autor
( Continuará)