lunes, 25 de febrero de 2013

BOSQUE ALEGRE III






Conociendo los vecinos.

Alejandro Schleh




El nacionalista







Había que trepar cuatro o cinco escalones para llegar a la parte superior del cubo construido con bloques de cemento sobre el que se apoyaba el puente levadizo de un metro de ancho que servía de acceso a su casa a cuya puerta se llegaba luego de caminar los dos metros que tenía de largo. Un sistema de roldanas y cadenas para levantarlo o bajarlo, confería al conjunto un aire medieval. Luego de observar por unos cuantos segundos aquel despliegue de ingeniería, tiramos de la soguita que hizo sonar una campana en el interior de la propiedad. Apareció sonriente un señor de mediana estatura, tez blanca y curtida, que nos saludó amablemente. Nos presentamos. Habíamos ido a avisarle alguna cosa que no recuerdo, sin ninguna importancia; era el pretexto para conocer al extraño personaje.
Lamentablemente no nos recibió en su casa como esperábamos, nos hizo desandar los pasos que dimos a lo largo del puente levadizo de dos metros y luego descender las escaleras para poder charlar sin correr el peligro de caer desde las alturas pues no había barandas por ninguna parte. Ya con los pies sobre tierra firme -tierra ni colorada ni negra tan común en esa zona de la cuenca del Salado- comenzamos aquella charla cuyo eje no recuerdo. Juan, nuestro personaje y yo, parados casi al pie de la escalera, a unos cinco metros del mástil donde flameaba en lo alto una bandera argentina azul y blanca más limpia que las de los cuarteles, comisarías, colegios o palacios municipales, éramos un mitin en el medio del playón de piso natural. Sin yuyo ni arbusto ni árbol que interrumpiese su continuidad, al frente de su casa a manera de gran atrio, un reducido grupo de tres. Más allá de su perímetro sí, la profundidad y humedad, las luces y las sombras, la frondosidad del bosque de eucaliptos, circundándolo en rededor, más fantástico que marcial.

Ver desde nuestro lugar de reunión las dos torres que remataban los extremos de la casa, las paredes de rústicos revoques salpicré que dejaban entrever las juntas de los ladrillotes de cemento cual si fuesen piedra al milímetro trabajada ex profeso, todo su almenado saturando los contornos superiores de paredes perimetrales, torres y torrecitas, el puente levadizo y sus cadenas, lo hacían por momentos sentir a uno -más allá de la utilería de los recursos constructivos- inmerso en algún cuento de hadas vestidas de tules; hadas de largos bonetes cónicos terminados en gazas tornasoles colgantes al viento y varitas mágicas. Imaginar los maravillosos habitantes de un bosque del medioevo, jabalíes, caza con halcones, historias de caballería. Tenía algo ese bosque. Me recordó al misterioso y huidizo conejo blanco de rojos ojos que un día escapó de mi vista, luego de observarme por segundos, brincando entre los húmedos y viejos troncos horizontales caídos, zarpullidos por los hongos de colores caprichosos, pardos y naranjas. A los dos ciervos que al advertir mi presencia huyeron dando brincos y saltando un alambrado escaparon del bosque y se perdieron en el campo abierto. Adónde habrían ido; algún coto de caza tal vez.
 El hombre patrio estaba vestido, de abajo para arriba, con unos fuertísimos zapatos negros de punta muy redonda, alta y grotesca, que me recordaban aquellos que usan los técnicos que deben manipular cables de alta tensión, jeans tiro alto sujetados con un ancho cinturón de suela con hebilla plana de bronce -plana como su trasero-, una camisa con charreteras color caqui arremangada diez centímetros por arriba de los codos. En la cabeza, por fin, una boina negra llena de distintivos metálicos esmaltados.
Aquella fue la única vez que nos entrevistamos con, en definitiva, este personaje estrafalario. Tenía delante de su casa un galpón al que nos hizo pasar donde había varias mesas de trabajo, cajones, herramientas y máquinas indescriptibles, y algún que otro torno. Era tornero de profesión. Pese a la excentricidad que lo rodeaba en lo que a arquitectura se refiere, y a su atuendo, era el único de los vecinos llegados desde Buenos Aires que se instalo en Bosque Alegre con los pies bien puestos sobre la tierra en lo que a negocios se refiere. Era proveedor de Pratti- Vazquez Iglesias, la fabrica de bujías PVI, que por aquellos años equipó a todos los Ford Falcon cero kilómetro antes de que fueran reemplazadas por las Motorcraft, que no sé, si no eran fabricadas también en la fábrica aquella. Así es que este nacionalista llamativo, castrense autodidacta, de caderas un poco anchas para un masculino, cuyo nombre alguna vez supe sólo por un rato, se las rebuscaba fabricando partes para bujías rodeado de un paisaje mágico.



El escultor






A unos seiscientos metros de nuestro campamento, alejándose de la ruta siguiendo un camino que tenía una tupida arboleda de eucaliptus por un lado, el sur, y luego un alambre y un potrero llano por el otro, el norte, se llegaba a la casa del escultor. Juan Carlos esculpía la madera y hacía trabajos en cemento muchos de los cuales yacían a la intemperie desparramados por el jardín. Recuerdo una variedad de plantas exóticas delante de su casa; algunas de ellas tropicales, otras propias de la Puna de Atacama. En rededor de ellas, pequeñas pircas realizadas con trozos de granito que no sé de dónde había sacado ni cómo se las había arreglado para llevarlas hasta allí, hacían las veces de corralito para los ejemplares. Dos ombúes de más de un metro cada uno, simétricamente implantados a mitad de camino entre la tranquera y la casa, flanqueaban el camino de acceso.
Estaba juntado con Marta, una mujer baja de metro y medio de estatura, de pómulos salientes y nariz importante casi grotesca, que se destacaban del resto de su cara por su rojo intenso. De labios grandes y carnosos, siempre contenta, cuidaba sus plantas y gallinas.
Vivían en Bosque Alegre de manera permanente, pero Juan Carlos, por su trabajo como decorador, debía viajar a Buenos Aires cada tanto y ella quedaba entonces sola por unos días.
A poco de conocernos empezaron las invitaciones a tomar mate, luego a comer. Él nos confió su tendencia trotskista-posadista -cosa que nunca supe a ciencia cierta qué era- y eso fue suficiente para inaugurar una serie de veladas hasta altas horas de la noche en donde discutíamos acerca del peronismo, el marxismo, el problema del foquismo, nacionalismos y varios ismos más. Corrían los licores fuertes que él coleccionaba, los cigarrillos y allí, sumergidos literalmente en ese monte húmedo impregnado por una neblina fría y penetrante, al abrigo del microclima de su casa, iluminados por un farol sol de noche y al calor de una salamandra, se nos pasaban las horas conversando, abordando temas profundos que hacían al futuro del país y del mundo. Cuando llegábamos a la conclusión de que las soluciones a los problemas de la humanidad que tratábamos, difícilmente traspusieran el perímetro de aquellas paredes, nos entregábamos entonces a los placeres del canto acompañados por una guitarra.  
Si hacía falta  más leña, Marta, con gran clase clavaba de un solo golpe el hacha hasta lo profundo de la veta, previamente parado de punta sobre el piso de tierra el tronco, y cortaba del todo el leño al medio de manera longitudinal, con el segundo o el tercer hachazo. En pocos minutos una pila de astillas de diversos tamaños esperaba ser quemada. Manejaba diestramente una herramienta cuyo mango era tan largo casi como su estatura. 
Las inquietudes del escultor no terminaban en la política y en la decoración; además se las ingeniaba como albañil y constructor y contaba con su fiel mujer como ayudante que era casi tan fuerte como él. Vivían en la casa que ellos mismos habían construido. Una casa con paredes de bloques de cemento a la vista sin revocar, con troncos de unos quince centímetros de diámetro a manera de viga que las atravesaban y sobresalían mas allá de su superficie, me recordaba aquellas que suelen verse en las películas en algunos pueblos de México. Era la suma de tres volúmenes elementales. Dos cubos unidos por las caras menores de un prisma rectangular cuyos largos eran las tres cuartas partes de los lados de los cuadrados de los cubos, de manera tal, que entre cubo y cubo, quedaba formada una galería que habían techado con chapas verdes translúcidas y estaba cerrada por una baranda de troncos del lugar. Una osamenta con cuernos la decoraba.

Buscaban una suerte de autosuficiencia en lo que a alimentos se refiere. Así es que tenían algunas aves de corral, dos o tres cerdos, colmenas, y trabajaban la tierra haciendo huerta. Además aplicaban los conocimientos sacados de un libro que nos mostraron, “Hidroponía”, y en unas bateas de agua tenían una pequeña quinta hidropónica. Para mí, ese sistema de explotación era absolutamente nuevo y me explicaron que había comenzado a implementarse en Alemania en la época de la segunda guerra para paliar la falta de alimentos; que había sido inventada por ellos. Siempre los alemanes. Que la cohetería, que las conquistas espaciales iniciadas por los norteamericanos y los rusos que se robaron los planos y se llevaron a los sabios. Que dieron la base para que sus hijos los ingleses inventaran el radar luego del bombardeo mágico y nocturno a la Londres fundada por los romanos. Que los aceites y combustibles sintéticos. Que los planos para el Pulky y los famosos Mig de los rusos que hoy tienen los mejores y más veloces cazas. Así que además de eso, los alemanes, la hidroponía que terminaron usando los japoneses y los judíos de Israel en galpones y en edificios de pisos donde plantan los tomates. Justo sus aliados y justo sus perseguidos. Y también la usaron Juan Carlos y Marta en el Bosque Alegre de Monte. Eran, sobre todo ella, extraordinariamente cariñosos, y nos querían y mimaban más que nosotros a ellos; nos hacían comidas especiales. Cantaban juntos. El tenía muy buena voz y a veces ella callaba para oírlo enamorada. Cantaba entonces canciones románticas tipo boleros o cosas así. Las más de las veces con guitarra, otras a capella.

Fotografías del autor


( Continuará)








2 comentarios:

  1. que bueno como lo publicaste con fotos y todo Miss Musa!!! estos amigos (escultor) y personajes (el nacionalista) existieron o siguen existiendo de verdad. El escultor , creo, sigue viviendo en el Bosque Alegre, y el nacionalista, me parece que abandonó su castillo almenado, el que puede verse en la foto..
    Gracias por esto. Verme publicado cada tanto en tu blog, y los recuerdos del "Bosque Alegre", me alegran la vida ! A.Schleh

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  2. La que agradece soy yo Alejandro son buenos tus textos y me alegra compartirlos. Ojalá esto llegue a aquellos otros protagonistas, compañeros de aventuras de los chicos capitalinos, esos Empresarios del Dulce de leche.
    Tiempos no tan lejanos que sin embargo vemos no solo de otro siglo, (como lo son), sino de un universo mas ingenuo y seguro...a pesar de las requisas y Ñancules...

    (Ver BOSQUE ALEGRE I)...

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