domingo, 2 de octubre de 2016

UNA HISTORIA




Alto el fuego

Ariel Torres

















Me da miedo contar esta historia. Miedo y vergüenza. Pero siento también que es mi deber, en esta Argentina que, como dijo el gran Santiago Kovadloff, se ha vuelto tanática, en la que matar se ha convertido en algo trivial.

Esto pasó un sábado a la noche en junio de 1982. Un mes antes, había sido convocado para la guerra de Malvinas y me habían ascendido a cabo. Ahora me tocaba ser jefe de guardia en Campo de Mayo, donde se entrenaba mi regimiento.
A la madrugada, durante uno de los relevos, con un soldado a mi izquierda y otro a mi derecha, tomamos por la calle principal del vivac. A unos 150 metros, allá adelante, en la entrada al campamento, junto a la ruta, estaba uno de los hombres que debía reemplazar, justo debajo de una luminaria. Todo lo demás dormía en sombras. Flanqueado por mis soldados, marchaba en dirección a la ruta con una linterna en la mano.
Estábamos todavía muy lejos cuando el guardia allá adelante se dio vuelta y nos gritó: "¡Alto! ¿Quién vive?" Estaba previsto que lo hiciera, pero no a semejante distancia. La linterna. Era eso. En la oscuridad es muy difícil determinar la distancia a la que se encuentra un foco. Le respondí con mi grado, mi apellido y una frase que debía poner fin a este rito cotidiano: "¡Jefe de guardia!" Seguimos caminando y, con cierta alarma, cinco segundos después, escuché un nuevo "¡Alto! ¿Quién vive?"
No me había oído. Y eso que grito fuerte. Pero estábamos lejos y el viento venía desde él hacia nosotros. Me paré en seco. Le dije otra vez, a viva voz, que era el jefe de guardia. Se hizo un silencio abisal. Entonces, temiendo no sé qué, el guardia alzó su fusil, jaló de la corredera y empezó a buscar un blanco en las sombras.
Instintivamente, me tiré cuerpo a tierra y apagué la linterna. El soldado a mi izquierda hizo lo mismo. El de la derecha se quedó de pie, paralizado. Que te apunten con un FAL te hiela la sangre. Le pegué un puñetazo en la pierna. Entendió y cayó al suelo. Ambos quedaron en las cunetas, relativamente protegidos. No era mi caso. Expuesto, boca abajo en el medio de la calle de tierra, veía cómo el soldado junto a la ruta buscaba a quien tirarle. Lo único que nos resguardaba era la noche. Volví a gritarle. Pero seguía sin oírme. Podíamos percibir hasta el arrastrar de sus pies. Pero él no podía oírnos y estaba poniéndose cada vez más nervioso. Si tratábamos de retroceder gateando, podía disparar. Si salíamos corriendo en casi cualquier dirección, lo mismo. Era una trampa, era una maldita trampa.

-Va a tirar, mi cabo -susurró uno de los soldados, aterrado.

Vociferé de nuevo que era el jefe de guardia. Nada. Continuaba barriendo con la mira nuestra posición, en una suerte de danza macabra, y exclamaba: "¡Quién vive, quién vive!", al borde de la histeria. Una histeria calibre 7,62.

Cometí entonces uno de los peores errores de mi vida: decidí defenderme, por si el soldado llegaba a disparar. Para que no oyera el ruido de la corredera de mi fusil, le quité el cargador, extraje de allí una bala, la coloqué en la recámara y la cerré suavemente. Repuse el cargador, me afirmé en el suelo, quité el seguro, apunté y apoyé el dedo en el gatillo.
Cuando vi al soldado en la mira algo se destrozó dentro de mí. Había mirado al abismo y el abismo me había devuelto la mirada. El miedo a que aquel soldado disparara había sido reemplazado por un espanto infinitamente mayor, el de matar a ese hombre. Como un cíclope, bramé: "¡Jefe de guardia!" En los segundos que siguieron al alarido percibí la música de alguna discoteca lejana. Allá se divertían. En el Sur estaban muriendo. Y mi soldado no lograba oírme. Era una foto del perpetuo desencuentro argentino.
Quiso Dios que el viento amainara un poco, un instante, y esta vez me oyó. Levantó su fusil y nos dio la orden de avanzar. Me levanté temblando. Estoy temblando ahora, al escribir estas líneas, 34 años después.
Cuando llegué hasta su puesto descubrí que tenía un grueso y antirreglamentario pasamontañas que le tapaba las orejas.

-En las islas hace frío, soldado, no acá.

Le quité el fusil. Todavía estaba sin seguro. Corrí la palanquita. Saqué el cargador, jalé de la corredera y la desmesurada bala de FAL cayó sobre la tierra. La recogí y me la metí en el bolsillo. Hoy reside en mi antiguo escritorio de roble, siempre a la vista, como un recordatorio de que matar es también morir, que la sola decisión de apuntarle a un ser humano con un arma cargada deja una gruesa e irrevocable cicatriz en el alma, que la violencia no soluciona nada, y que esa bala podría habernos costado la vida a los dos.





La Nación ( Buenos Aires, Argentina) 2 de octubre de 2016









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