Conociendo los vecinos.
Parte II
Alejandro Schleh
Nuestro Rancho de Monte*
Los Eccleston
Los Eccleston eran gente más o menos conocida del partido de San
Isidro. Llegaban a Monte los viernes por la tarde, o los sábados al promediar
la mañana, en un Falcon verde con cubiertas pantaneras de auxilio en el
portaequipajes del techo. Pasaban dos o tres fines de semana al mes. Eran
dueños de unas dos hectáreas que estaban ya totalmente organizadas para cuando
nosotros nos instalamos en el bosque. Una casa rústica de unos sesenta metros
cuadrados de dos o tres dormitorios y living comedor con gran chimenea, un contenedor de los del puerto como casa de
huéspedes, un horno a leña, una enramada a manera de quincho con parrilla, una
pequeña pileta, y una casa de troncos de un metro por un metro construida sobre
una plataforma al mejor estilo Robinson Crusoe en las alturas de un árbol,
estaban repartidos en una de las hectáreas. En la otra, debidamente alambrada,
dos caballos de su propiedad pastaban en la medialuz entre los eucaliptus altos
y de finos troncos buscando trébol, yuyos diversos, florcitas silvestres
violetas o amarillas que crecían como los hongos, al amparo de las luces o las
sombras según su conveniencia.
Las dos hectáreas de la familia estaban a mitad de camino entre la
casa del escultor y nuestro campamento que más tarde pasó a rancho, o cabaña,
según se prefiera describir aquello que construimos.
Ni bien nos conocieron, luego de algunas charlas de aproximación y
entendimiento, nos encargaron por favor que les “miráramos” durante la semana
los caballos que eran mansos y de andar, totalmente blanco uno -presa codiciada
por lo tanto- un rosado medio alazán el otro. No era mucho lo que podíamos
hacer nosotros a trescientos o cuatrocientos metros. Demasiado duraron.
El viejo Eccleston era levemente tartamudo. En realidad se le
atrancaba en la punta de la lengua alguna que otra palabra de manera elegante y
este defecto agregaba cierta distinción a la que naturalmente tenía. Oficial
retirado de algún arma, era alto, flaco, de cara alargada, piel curtida por el
sol, pelo lacio y gris tirando a blanco. Tenía una hija que en ese momento,
calculo, no tendría más de veinticinco años pero que conservaba muchas
actitudes adolescentes. Pasaba galopando
o al trote delante de nosotros calzada con sus extrañas botas blancas de goma;
llamaba enormemente nuestra atención. Saludos y risas, nada más que eso. Seguro
sabía que nos quedábamos mirándola. Siempre al trote o galopito, nunca al paso,
muy pocas las oportunidades de charlar. Era realmente atractiva esta amazona y,
creo recordar, joven madre soltera. Fue para su pequeño hijo, o para algún otro
nieto que Eccleston había construido la cabaña de Robinson Crusoe.
Corría el último tramo de mil novecientos setenta y cuatro y para
esa época yo estaba peleado con mi novia, ella en Campana con sus dibujos, yo
en Bosque Alegre, recomenzaba con mis pinturas. Sólo o con Juan, no la estaba
pasando del todo bien aunque por momentos me olvidaba de ella por completo.
Atribuía a mi depresión el que se me hubieran retraído un poco las encías que
se fueron componiendo solas con el pasar de las semanas. Ver pasar a la hija de
Eccleston eran segundos de mágica distracción, reconciliarse con la vida,
aspirar el aire puro cargado con los perfumes de las flores silvestres y
apreciar todo el encanto de aquel lugar y del sol, y el de la blonda amazona,
la que daba y robaba al mismo tiempo, valor a casi todas las cosas.
A veces recibíamos la visita de su hermano, menor que nosotros, y
se apeaba del caballo con una carabina. Conversábamos de armas o cualquier cosa
sentados sobre tacos de troncos.
Con uno de los caballos de esta familia un día pasó lo imprevisto.
El blanco se soltó de alguna manera de su encierro, fue atropellado en la ruta
por un camión y murió al rato. Con el otro, el de menor alzada, lo esperado,
desapareció misteriosamente. En Bosque Alegre todo era robable. Así como se
levantaban y crecían las paredes en cualquier parte, así nomás comenzaban a
decrecer en altura de una manera que parecía espontánea.
No había ni marginales, ni gente que diera miedo ni nada parecido,
un lugar tranquilo, silencioso y seguro, pero era natural que si no se hacía
acto de presencia las cosas fuesen disolviéndose hasta convertirse en rastros o
simplemente en nada. Tierra, cascotes y polvo.
Gargiulo
Frente a nuestro lote, el de los Eccleston, el del escultor, un
campo de doscientas hectáreas -mellizo del arborizado y loteado por la Forestal , nuestro Bosque
Alegre- llamaba la atención por la calidad y cantidad de caballos de pelajes
variados, estilizados y movedizos que lo habitaba. Pastaban pacíficamente todo
el día en alguno de los pocos potreros en que había sido dividido aquel predio.
De tanto en tanto, nos deleitaban cuando a toda carrera un puñado de ellos iba
de una punta a la otra de uno de los lotes. Se veían felices y contagiaban a
uno con su entusiasmo atropellador. Claro, ellos no habían sufrido el Rodrigazo
de junio de 1975, ni tenían problemas con la inflación. En mi caso: había
vendido en la casa de remates Roldan una pintura de Gastón Jarry por monedas.
Solo compré dos pares de botas y dos carabinas con ese dinero, poco, y perdido un
cuadro de firma reconocida. Aquellos briosos caballos nada sabían de la
historia del país ni de desencuentros; hasta ese momento tenían buenas pasturas
en primavera, verano, y fardos en el invierno.
Su única obligación, era cada tanto, presentarse en festivales de
doma y jineteada, en homenajes al gaucho y a la patria. Formaban parte de la
hasta ese momento, para nosotros desconocida, famosa caballada de Gargiulo.
Un Citroen 3 cv color pistacho, impecable por su estado, de un hijo
o yerno de Gargiulo, era la cara visible de los propietarios del campo. Se lo
veía entrar y salir varias veces al día. No sé qué tanta cosa tendría que hacer
entrando y saliendo a cada rato. Se ve que el campo lo aburría.
* fotografía del autor
Me saca una sonrisa ver la foto de mi rancho en Monte. Lamentablemente, quedó convertido en nada. El de Rosas, en cambio, fue llevado de Los Cerrillos al pueblo para ser visitado por turistas y curiosos. Nunca entendí la diferencia que la gente hace entre uno y otro. Son injustos los gobernantes y es injusta la gente. Igualmente los perdono a todos y me reconcilio con la vida.
ResponderEliminarGracias Miss Musa por publicarme. A.S.
Una auténtica lástima Alejandro, veo que te han escrito en Facebook y no quiero dejar pasar sin agradecer este comentario....y pensar precisamente eso. Toda una injusticia del gobierno y de la gente, ya aprenderán a lamentarse...! Verás, sin embargo, ha quedado el registro fotográfico y tal vez lo reproduzcan...que el de Rosas tampoco es el verdadero según creo. Es posible que veamos el tuyo reproducido en algún momento.
ResponderEliminarLa agradecida soy yo, como siempre.
Empezando desde abajo se llama eso. Así era antes Miss Musa !
ResponderEliminarR.S