jueves, 15 de mayo de 2014

VIAJE






Lembrança

 Alejandro Schleh





Quedé parado en la cubierta hasta ver Quilmes de lejos que era notoriamente más baja que hoy. Luego de pasar por el camarote y echarme sobre la cama por  unos minutos, , pruebas de rutina, me dediqué a recorrer el barco con tranquilidad. Levanté la lona que cubría algunos de los botes salvavidas y  miré su sencillez interior, creo que eran de paredes de chapa remachada y algunos tenían techo y motor. No tuve la sorpresa de encontrar dentro de ellos algún polizonte.
Viajábamos en clase turista, la más numerosa –había sólo dos clases - y no teníamos el  derecho de pasar a primera de la que estábamos separados por simples cordeles bordó colocados estratégicamente en los pasillos o escaleras. Estar a bordo del Augustus era como estar en un pedazo de Italia y la calidez de la tripulación complementaba  la atención que nos dispensaban en bares o en cualquier parte. Llegué a sentir cierta leve envidia por los jóvenes tripulantes varones, más grandes que yo, que eran asaltados por pequeños grupitos de adolescentes que los rodeaban risueñas para hacerles preguntas.







Me hice de mi amiga brasilera en la segunda noche; viajaba igual que yo con toda su familia. Era linda realmente. De estatura mediana y pelo claro, con un aire que me recordaba a Brigitte Bardot, esos labios, la cara parecida a la de la actriz rematada con una nariz graciosa, levemente respingada pero ligeramente engrosada a la altura del tabique, me hace pensar hoy, que quizá esa rubia tuviera algo de negro; nada difícil siendo brasilera. No recuerdo su nombre y fue mi compañera de baile durante toda la noche lo que afirmó mi autoestima. En un momento me llevó hasta donde estaba su familia y me presentó. Nos entendíamos como podíamos. Ella hablaba en portugués y yo en un español cocoliche: una mezcla de español con portugués e italiano aderezado con un montón de palabras que no pertenecían a lengua alguna. Usábamos además el idioma de la risa. Cuando le pidió al padre una moneda de oro simplemente para mostrármela le respondí que yo no podía aceptar una cosa así, que acabábamos de conocernos. Ese era el nivel de nuestro entendimiento. Creo que el día de hoy debe estar, aún, riéndose de mi comentario tanto como yo.
La conocí después del Bingo, en la boite. Entré, y casi en el acto, ya estaba bailando con ella en la pista. Un conjunto de músicos
tocaba y cantaba en italiano como el mejor. En Italia todos cantan bien, me dijo alguien. Pero no todo era música italiana; otro conjunto de música tropical, vestido con camisas de mangas amplias irrumpió luego de un intervalo que aprovechamos para sentarnos y tomar algo, cantaron música brasilera. Tenían collares como boas de colores que les llegaban hasta la cintura. Todo era alegría; al menos parecía. Volvieron los italianos y entonaron algunas canciones en inglés imitando a los Beatles, La Bamba en español, para luego retomar una música más tranquila y romántica en su idioma de origen. Bailamos apretados y cuando todo terminaba nos fuimos a dar una vuelta por la cubierta como en las películas.  

El barco hacía dos paradas antes de Río de Janeiro. Montevideo y Santos. Atracamos en la primera el mismo día que soltamos amarras en Buenos Aires, horas después. Mientras embarcaban los pasajeros que se sumaban a nosotros, algunos bajamos a caminar sobre el empedrado del puerto y a contemplar las viejas casas de altos, aterrazadas y con balcón, que tenían vista a las embarcaciones estacionadas. Me recordaron viejas construcciones que hay sobre la margen del Riachuelo en las cercanías de la Vuelta de Rocha. Cuando se hizo la noche ya navegábamos hacia el segundo destino. Fue una velada tranquila y hubo pocas actividades después de comer; nos esperaba un largo trecho antes de llegar a Santos, esa y una noche más. En el  mediodía de la tercera jornada estaríamos llegando a ese puerto donde montones de brasileros pobres estarían esperándonos para vender sus baratijas. Un colorido espectáculo de gente oscura que iba y venía de manera  frenética portando frutas y souvenires; de regreso, en ese mismo puerto, navegando en el Monte Umbe de la compañía Aznar, pude ver cómo introducían mercadería a bordo de forma por demás irregular, subiendo y bajando las planchadas, ante la indiferencia de quienes estaban encargados de los controles. Hubo gente a bordo vendiendo cosas. 

Mi brasilera se quedó en Santos ya que vivía en San Pablo. Fue una lástima. Me hubiera gustado seguir hasta Río de Janeiro con ella. Nos veíamos sobre todo por la noche y hubiera sido una noche más de estar juntos, bailar y mirar el mar desde la cubierta. Nos despedimos y nunca más volvimos a tener contacto de ningún tipo. Me dejó un papel con algunas anotaciones de direcciones y teléfonos por si iba a San Pablo alguna vez.
En el mismo viaje, volviendo a casa, pase por esa ciudad cuando el Monte Umbe se estacionó unas horas en Santos. No hubo tiempo para nada y además, yo no tenía la libertad de hacer lo que quería. Éramos varios. Mi madre, mis hermanos, una prima, un tío y yo. Unas pocas horas para almorzar, caminar unas cuadras, constatar que en ese momento era una ciudad llena de japoneses, volver a Santos a embarcar. No fuera cosa que el barco nos dejara varados. Debíamos ser organizados y marchar todos juntos en esa ciudad que ninguno de nosotros conocía. Por supuesto, por las calles de San Pablo me acordé de ella, fue lo más lindo que me pasó en aquel viaje. La brasilera; mejor que el Pan de Azúcar y más entretenida que el museo de Pedro II.


La macumba del treinta y uno y del  primero a  la madrugada en las playas de Copacabana retumbaba aún en mi cabeza. Encendí un cigarrillo. Vi las negras poseídas vestidas de blanco y broderí retorcerse sobre la playa. Los altares hechos de arena, botellas, piedras, caracoles y flores de colores y fotografías. Recordé mi por dos noches rubia brasilera de San Pablo a la que volví a besar. Las prostitutas que lo llamaban a uno por la Avenida Atlántida, el palacio de Pedro II que no movía la imaginación como el de Quitandinha que parecía diseñado por Fellini. Los loros y papagayos coloridos de esmeraldas tornasoles y los monitos del Corcovado. Serían como las tres de la tarde y volvíamos para Buenos Aires; en horas de la mañana del día siguiente estaríamos en Montevideo. Bajarían los polizontes y contrabandistas. No más Fragata Libertad ni el Bergantín del viejo lobo ni los dragones mágicos de Bouchard, nuestro corsario ilustre.
 Cada uno sería cada cual. Estaríamos en Buenos Aires nuevamente y una nostalgia por el tiempo que iba pasando y no volvería, a no ser que en sueños, comenzó a invadirme. El mar estaba calmo. El vasto cristal azogado.





Un poquito más para completarlo:


'Era calmo el movimiento del agua y entre sueños, se me apareció su figura diminuta en donde se juntan la tierra con el cielo. Soñar con imposibles lo separa a uno del tiempo por instantes, por el tiempo en que la realidad vuelve a imponer las condiciones. De modo que era un imposible mi sueño que se esfumó por el contraste con la evidencia. Aquel velero lejano no eran Bouchard y sus hombres; que lástima. Pude comprobarlo minutos más tarde al verlo con todas las velas desplegadas, escorado levemente por babor, su bandera flameando por la popa. Tan real como un sueño. Era la Fragata Libertad con sus marinos que regresaba a la Argentina luego de haber dado una vuelta por el mundo.
Alcanzamos y sobrepasamos esa nave llamativa para todos los viajeros de esta época del tiempo. No era un espectáculo común ver embarcación semejante, con todo el velamen inflado por el viento, escorada, su tripulación saludándonos apiñada en la cubierta, por aquellos días de la segunda mitad de la década del sesenta en el medio del mar en un día caluroso de verano.
El Monte Umbe se le anunció con el sonido inconfundible aquel: el que imita el de los viejos vapores. Lo sobrepasamos y dimos una vuelta en rededor del gran velero describiendo un rulo ante la algarabía de los pasajeros. Se saludaron los miembros de un matrimonio valiéndose de megáfonos. Ella era una compañera de viaje. El, un oficial de la nave escuela. Se dijeron que se querían, cosas así y fueron aplaudidos. Me hubiera gustado en ese momento oír el estruendo de una salva de cañones y ver el humo blanco disiparse en el aire y las gaviotas escapando. Era demasiado pedir. Dejamos atrás la nave insignia y al rato comenzó a esfumarse, a confundirse su velamen con las nubes y cada vez fue más chiquita hasta que desapareció en un horizonte confuso y agobiado por el calor intenso y los vapores de aquel enero de 1967'







De Viaje,  ( Fragmento) ' Historias Verdaderas y Otros Cuentos' 











3 comentarios:

  1. Gracias Miss Musa por editarme una vez más. Parcialidades, párrafos pertenecientes a la primera parte, a la mitad, y a la última del cuento. Hay un momento de ese viaje que recuerdo como si fuera hoy. En el medio del mar nos cruzamos con la Fragata Libertad con sus velas desplegadas. Había viento y escorada, volvía a la Argentina luego de un viaje de instrucción.
    A.Schleh

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    1. Hermosos recuerdos Alejandro, me gustaría que esto fuera libro para no recortar tus cuentos y recuerdos...Voy a pegar algo de la Fragata abajo, es precioso ese momento.

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    2. Bueno, veo que agregaste lo de la fragata, Gracias !! Alejandro.

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