Si los tiburones fueran hombres
Parte de la escultura „Der moderne Buchdruck“ (La imprenta moderna) en el Walk of Ideas de Berlín
para conmemorar el invento de Gutenberg
para conmemorar el invento de Gutenberg
-Si los tiburones fueran hombres –preguntó al señor K la hija pequeña de su patrona–, se portarían mejor con los pececitos?
-Claro que sí –respondió el señor K–. Si los tiburones fueran hombres,
harían construir en el mar cajas enormes para los pececitos, con toda
clase de alimentos en su interior, tanto plantas como materias animales.
Se preocuparían de que las cajas tuvieran siempre agua fresca y
adoptarían todo tipo de medidas sanitarias. Si, por ejemplo, un pececito
se lastimase una aleta, en seguida se la vendarían de modo que el
pececito no se les muriera prematuramente a los tiburones.
Para que
los pececitos no se pusieran tristes habría, de cuando en cuando,
grandes fiestas acuáticas, pues los pececitos alegres tienen mejor sabor
que los tristes. También habría escuelas en el interior de las cajas.
En esas escuelas se enseñaría a los pececitos a entrar en las fauces de
los tiburones. Estos necesitarían tener nociones de geografía para
localizar mejor a los grandes tiburones, que andan por ahí
holgazaneando. Lo principal sería, naturalmente, la formación moral de
los pececitos. Se les enseñaría que no hay nada más grande ni más
hermoso para un pececito que sacrificarse con alegría; también se les
enseñaría a tener fe en los tiburones, y a creerles cuando les dijesen
que ellos ya se ocupan de forjarles un hermoso porvenir. Se les daría a
entender que ese porvenir que se les auguraba sólo estaría asegurado si
aprendían a obedecer. Los pececillos deberían guardarse bien de las
bajas pasiones, así como de cualquier inclinación materialista, egoísta o
marxista. Si algún pececillo mostrase semejantes tendencias, sus
compañeros deberían comunicarlo inmediatamente a los tiburones.
Si
los tiburones fueran hombres, se harían naturalmente la guerra entre sí
para conquistar cajas y pececillos ajenos. Además, cada tiburón
obligaría a sus propios pececillos a combatir en esas guerras. Cada
tiburón enseñaría a sus pececillos que entre ellos y los pececillos de
otros tiburones existe una enorme diferencia. Si bien todos los
pececillos son mudos, proclamarían, lo cierto es que callan en idiomas
muy distintos y por eso jamás logran entenderse. A cada pececillo que
matase en una guerra a un par de pececillos enemigos, de esos que callan
en otro idioma, se les concedería una medalla al coraje y se le
otorgaría además el titulo de héroe. Si los tiburones fueran hombres,
tendrían también su arte. Habría hermosos cuadros en los que se
representarían los dientes de los tiburones en colores maravillosos, y
sus fauces como puros jardines de recreo en los que da gusto retozar.
Los teatros del fondo del mar mostrarían a heroicos pececillos entrando
entusiasmados en las fauces de los tiburones, y la música sería tan
bella que, a sus sones, arrullados por los pensamientos más deliciosos,
como en un ensueño, los pececillos se precipitarían en tropel,
precedidos por la banda, dentro de esas fauces. Habría asimismo una
religión, si los tiburones fueran hombres. Esa religión enseñaría que la
verdadera vida comienza para los pececillos en el estómago de los
tiburones. Además, si los tiburones fueran hombres, los pececillos
dejarían de ser todos iguales como lo son ahora. Algunos ocuparían
ciertos cargos, lo que los colocaría por encima de los demás. A aquellos
pececillos que fueran un poco más grandes se les permitiría incluso
tragarse a los más pequeños.
Los tiburones verían esta práctica con
agrado, pues les proporcionaría mayores bocados. Los pececillos más
gordos, que serían los que ocupasen ciertos puestos, se encargarían de
mantener el orden entre los demás pececillos y se harían maestros u
oficiales, ingenieros especializados en la construcción de cajas,
etcétera. En resumen: si los tiburones fueran hombres, en el mar habría
por fin una cultura.
Historias de Almanaque. Berlín, 1949.
Parece que hay moraleja que rescata una verdad. Dice del cuento de los tiburones y los peces. En superficie, el axioma nada asombre es viejo como el hombre. El que nos deja el sabor amargo que le es propio.
ResponderEliminarA.Schleh