Bioy, centenario
Antonio Muñoz Molina
Es raro pensar en la
celebración del centenario de Bioy Casares. Un centenario es
una cosa póstuma y marmórea, y en Bioy hay una liviandad que elude todo lo
solemne, una transparencia que hace visible la hondura, pero que excluye la
pompa. Bioy parecía un caballero porteño de otra época, y cuando fue viejo se
veía irónicamente a sí mismo como un viajero del pasado sin máquina del tiempo.
Pero lo cierto es que, sin ningún énfasis, escribió una literatura en gran medida
intemporal, que tenía simultáneamente la pureza de las fábulas y un arraigo muy
poderoso en la realidad que él conocía y recordaba, en la vida de Buenos Aires
y de las capitales interiores del país, en los paisajes del campo y en esas
ciudades europeas por las que se movían volublemente sus viajeros argentinos de
clase alta.
En su primera obra maestra, La invención de Morel, el espacio y los personajes son tan abstractos como en un cuento de Kafka o en algunas historias de Wells. A partir de entonces, según se hacía mayor y más sabio, sus ficciones fueron acercándose a los lugares precisos de la realidad y a las variedades del habla argentina, que percibía y escuchaba con un oído a la vez exacto y paródico, que revelaba en él un instinto natural para la comedia. Pero su talento cordial para la observación del mundo quedaba siempre matizado por la atracción de lo extravagante y lo fantástico, por su devoción hacia las simetrías y las formas perfectas de las tramas policiales. En la mejor de sus novelas, El sueño de los héroes, esos dos impulsos de Bioy alcanzan un equilibrio insuperable. Debajo del azar de la vida actúa sobre los personajes la geometría del destino. El sueño masculino del coraje está hecho de mezquindad, de jactancia grosera, de fuerza bruta. La lectura es un ejercicio de indagación equivalente a la búsqueda en la que acaba extraviándose ese pobre héroe de clase trabajadora, Emilio Gauna, émulo incompetente de esos malevos de arrabal que fascinaban tan literariamente a Borges. (Entre Borges y Bioy, contra lo que pueda pensarse, las diferencias son mucho mayores que las semejanzas).
En su primera obra maestra, La invención de Morel, el espacio y los personajes son tan abstractos como en un cuento de Kafka o en algunas historias de Wells. A partir de entonces, según se hacía mayor y más sabio, sus ficciones fueron acercándose a los lugares precisos de la realidad y a las variedades del habla argentina, que percibía y escuchaba con un oído a la vez exacto y paródico, que revelaba en él un instinto natural para la comedia. Pero su talento cordial para la observación del mundo quedaba siempre matizado por la atracción de lo extravagante y lo fantástico, por su devoción hacia las simetrías y las formas perfectas de las tramas policiales. En la mejor de sus novelas, El sueño de los héroes, esos dos impulsos de Bioy alcanzan un equilibrio insuperable. Debajo del azar de la vida actúa sobre los personajes la geometría del destino. El sueño masculino del coraje está hecho de mezquindad, de jactancia grosera, de fuerza bruta. La lectura es un ejercicio de indagación equivalente a la búsqueda en la que acaba extraviándose ese pobre héroe de clase trabajadora, Emilio Gauna, émulo incompetente de esos malevos de arrabal que fascinaban tan literariamente a Borges. (Entre Borges y Bioy, contra lo que pueda pensarse, las diferencias son mucho mayores que las semejanzas).
El sueño de los héroes es una de esas raras novelas a las que uno vuelve y vuelve sin
desilusión a lo largo de la vida, con una familiaridad casi como la de un poema
aprendido de memoria. Hay que decir de memoria y en voz alta la primera frase:
"Durante tres días y tres noches del carnaval de 1927 la vida de Emilio
Gauna logró su primera y misteriosa culminación". La última frase no es
menos digna de recuerdo, pero sí mucho más triste. Uno la olvida y cuando llega
a ella siempre lo deja para después del final con su punzada de amargura. Hace
100 años que nació en Buenos Aires Adolfo Bioy Casares y 60 años justos que se
publicó El sueño de los héroes, pero la novela se mantiene tan tersa
como si el tiempo no pasara por ella, dispuesta a revelar nuevos tesoros
escondidos a cada lectura, a sumergirlo a uno en sus extrañas claridades de
amaneceres y ensueños, en sus tierras de nadie entre el suburbio y el campo,
entre el recuerdo y el olvido, el éxtasis y la desgracia. Frases que uno
subrayó hace muchos años en ejemplares perdidos de la novela vuelven a brillar
con toda su belleza intacta: "Un momento lila y abstracto, con
anticipaciones del alba"; "Aquellas conversaciones con Larsen eran la
patria de su alma".
Ahora cuesta explicar lo que para un aspirante a escritor significaba descubrir una literatura así en la poco ventilada atmósfera española de mediados de los años setenta. En una época propensa a los potingues espesos —ideológicos, literarios, hasta psicotrópicos—, leer a Bioy era como beber un agua transparente y muy fresca, como escuchar a Bill Evans después de haberse abotargado con Pink Floyd. Yo me acuerdo de ir por el centro de Granada leyendo por primera vez La invención de Morel en aquel volumen de tapas negras de Alianza, y la limpia luz matinal que me devuelve la memoria no sé si procede de mi caminata por la ciudad o de la pura irradiación de las palabras de la novela. Luego vinieron los cuentos, el humorismo y la agudeza de las historias policiales en colaboración con Borges, las otras novelas mayores: Diario de la guerra del cerdo, Plan de evasión, Dormir al sol, La aventura de un fotógrafo en La Plata. Bioy, tan escéptico de la grandilocuencia, tan partidario de las formas breves, permaneció inmune a la tentación catedralicia y hasta cosmológica de una parte de la novela latinoamericana de aquellos años. Le gustaba inventar tramas cuidadosas, mecanismos narrativos de alta precisión, y al mismo tiempo, supimos después, cultivó con asiduidad durante toda su vida la escritura más fragmentaria y abierta de todas, la del diario íntimo y la anotación suelta en un cuaderno, el apunte, el borrador, la observación instantánea, la cita, el collage.
De las 20.000 páginas de ese diario que dejó al morir proceden algunas de las alegrías que ha seguido dándonos Bioy. Hace unos siete años, Destino publicó el tomo formidable de los apuntes de sus conversaciones con Borges, anotadas con fidelidad cada noche, durante media vida, frescas todavía en la memoria inmediata. En Páginas de Espuma salió después, en un volumen editado muy cuidadosamente, el diario de un viaje breve a Brasil que hizo Bioy en 1960. Lo cotidiano, lo menor, lo olvidable, lo que casi no sucede, son la materia valiosa de la literatura.
Ahora cuesta explicar lo que para un aspirante a escritor significaba descubrir una literatura así en la poco ventilada atmósfera española de mediados de los años setenta. En una época propensa a los potingues espesos —ideológicos, literarios, hasta psicotrópicos—, leer a Bioy era como beber un agua transparente y muy fresca, como escuchar a Bill Evans después de haberse abotargado con Pink Floyd. Yo me acuerdo de ir por el centro de Granada leyendo por primera vez La invención de Morel en aquel volumen de tapas negras de Alianza, y la limpia luz matinal que me devuelve la memoria no sé si procede de mi caminata por la ciudad o de la pura irradiación de las palabras de la novela. Luego vinieron los cuentos, el humorismo y la agudeza de las historias policiales en colaboración con Borges, las otras novelas mayores: Diario de la guerra del cerdo, Plan de evasión, Dormir al sol, La aventura de un fotógrafo en La Plata. Bioy, tan escéptico de la grandilocuencia, tan partidario de las formas breves, permaneció inmune a la tentación catedralicia y hasta cosmológica de una parte de la novela latinoamericana de aquellos años. Le gustaba inventar tramas cuidadosas, mecanismos narrativos de alta precisión, y al mismo tiempo, supimos después, cultivó con asiduidad durante toda su vida la escritura más fragmentaria y abierta de todas, la del diario íntimo y la anotación suelta en un cuaderno, el apunte, el borrador, la observación instantánea, la cita, el collage.
De las 20.000 páginas de ese diario que dejó al morir proceden algunas de las alegrías que ha seguido dándonos Bioy. Hace unos siete años, Destino publicó el tomo formidable de los apuntes de sus conversaciones con Borges, anotadas con fidelidad cada noche, durante media vida, frescas todavía en la memoria inmediata. En Páginas de Espuma salió después, en un volumen editado muy cuidadosamente, el diario de un viaje breve a Brasil que hizo Bioy en 1960. Lo cotidiano, lo menor, lo olvidable, lo que casi no sucede, son la materia valiosa de la literatura.
Pero de ese Bioy
póstumo, confesional, pudoroso, el libro que yo prefiero es Descanso
de caminantes, que publicó Sudamericana en Buenos
Aires en 2001, en una edición de Daniel Martino. Qué pocos libros así hay en
español. Es el diario de Bioy entre 1975 y 1989: los años de la llegada de la
vejez y de la enfermedad, para un hombre que había sido vigoroso y muy
atractivo para las mujeres, muy enamoradizo de ellas; los años sórdidos de la
descomposición política en Argentina, la dictadura militar, el regreso inseguro
de la democracia. El español, lo mismo el de aquí que el de América, no parece
un idioma propicio a la confesión en voz baja, a los matices de lo íntimo en
primera persona. O nos ponemos solemnes, o nos ponemos hipócritas o pudibundos,
por miedo al ridículo y al viejo qué dirán provinciano, por pánicos a parecer
sentimentales, por una falta congénita de naturalidad. En Bioy hay una
desenvoltura de escritor de diarios inglés, con toda su ironía y su melancolía.
Anota encuentros amorosos furtivos, percances de salud, conversaciones oídas
sobre la marcha, monólogos de taxistas, sueños, ideas para cuentos. En 1976
asiste en la calle a un asesinato cometido a plena luz del día por policías de
paisano. Una mañana de marzo de 1985, a pesar de la decadencia física y los
desengaños de la edad, se despierta feliz: "Suena el despertador y siento
el júbilo de estar vivo, de empezar un día nuevo. Es un júbilo minúsculo y
nítido, como la moneda de cinco centavos de los buenos tiempos".
Júbilo es la palabra
exacta que define la literatura de Bioy Casares.