miércoles, 19 de agosto de 2015

FICCIÓN Y VERDAD


La verdad, esa gran versión

Berna González Harbour



¿Verdad o versión? La alianza entre realidad y literatura, entre lo vivido y lo contado, es un matrimonio tan inquebrantable como tambaleante. Y fantasioso. ¿O acaso alguien puede poner la mano en el fuego por la autenticidad de un recuerdo, de una historia, o por la originalidad de una frase, una trama, una obra? Las sensaciones pueden ser dignas de creer, y ni con esas, pero los episodios de la vida propia y ajena trasladados al ISBN pueden ser espejos cóncavos de los que no hay que fiarse. Las razones últimas de la creación están, o pueden estar, en la deformación.
Tres escritores en mayúscula y una lúcida psicóloga reflexionan desde distintos puntos de vista sobre la verdad y la literatura en sendos libros imprescindibles para frikis de un género minoritario, sí, pero irresistible: la escritura sobre la escritura. 
Sobre el arte, sobre los motores de la creación. Son:Cuarenta y un intentos fallidos, de Janet Malcolm (Debate); El buen relato, que recoge un intenso debate entre el Nobel de Literatura J. M. Coetzee y la psicóloga Arabella Kurtz (Literatura Random House), y Hambre de realidad, de David Shields (Círculo de Tiza). A través de estilos y géneros dispares, pero todos situados en el terreno de la no ficción (reportajes, correspondencia y una colección de tesis y aforismos), los cuatro autores miran hacia el interior de sí mismos o de sus personajes en busca de algo tan difícil de agarrar como el modo y la razón por los que, en medio de la confusión, escribimos, pintamos, creemos en el arte.

“No existe lo real como algo acordado; solo hay versiones de la realidad”, responde David Shields (Los Ángeles, 1956). “Me interesan la escritura y la lectura como una metáfora de la condición humana”.
Su libro Hambre de realidad es una bazuca de ideas brillantes y amontonadas, a veces contradictorias, frases que provocan y despistan, pero que actúan como un concurso de moldes que compiten entre sí para darnos un encaje. Por ejemplo: “El arte no es la verdad, el arte es la mentira que nos permite reconocer la verdad Otro: “Consciente o inconscientemente, manipulamos nuestros recuerdos para incluir u omitir ciertos aspectos. ¿Son nuestros recuerdos ficciones?”.
De recuerdo y ficción escriben a fondo Coet­zee (Ciudad del Cabo, 1940) y Arabella Kurtz (catedrática en Leicester) en El buen relato, un libro que navega del planeta “Psicoanálisis” al planeta “Literatura” como el Halcón Milenario en manos de Han Solo: con fluidez en zonas procelosas; con honestidad en la misión, y con honda complejidad sin que nos demos cuenta. También despista: si uno busca literatura, encontrará psicoanálisis, y si busca psicoanálisis, hallará literatura. Pero la conclusión final será que en ambos planetas hay vida, agua, oxígeno. O en términos literarios: más versión y deformación que verdad. Lo explica Coetzee en su respuesta a Babelia:
Imaginación a conveniencia
“En nuestra cultura liberal y posreligiosa tendemos a pensar en la imaginación narrativa como una fuerza benigna que está en nuestro interior. Pero existe una opinión opuesta, y es que la imaginación es una facultad que utilizamos para elaborar, para nosotros y nuestro círculo, el relato que más nos conviene, un relato que justifique cómo nos hemos comportado en el pasado y cómo nos comportamos en el presente, una historia en la que nosotros solemos tener razón y los demás no”, afirma el Nobel sudafricano. “Éstos son algunos de los aspectos que Arabella Kurtz y yo tratamos de examinar en el libro”.
La verdad es algo serio que puede costar la cárcel o bocados enteros de honor, como recordará Bill Clinton, que superó una larga investigación por perjurio sobre su relación con una becaria en la Casa Blanca que podía haberle salido aún más caro. No respondía entonces de su actuación sexual, sino de su versión presuntamente falsa bajo juramento.
Coetzee y Kurtz se sumergen en el fondo de la conciencia en busca de la verdad, la Verdad, y lo que encuentran no es precisamente materia penal. La verdad propia, interna, no ficha al entrar, no pesa, no mide, no tiene más registros que el recuerdo voluble que alberga la mente, normalmente amiga de nuestro bienestar. No hablamos de bodas, bautizos y comuniones, claro; de contratos, compras, ventas, sentencias, despidos ni de hechos probados, sino de la vida en su sentido amplio, de ese territorio subjetivo de la interpretación donde todo parecido con la realidad suele ser pura coincidencia.
Y esa verdad, la que el paciente cuenta al psicoanalista o el escritor al lector, sacada de su propia memoria y de la elaboración subjetiva de sus recuerdos, está más cerca de la deseada que de la real. Es la verdad subjetiva. Tal vez la mejor para sobrevivir. Pero con riesgo de grave factura si la maleamos hasta la fantasía. Además está la verdad intersubjetiva, la que se forja en la relación entre paciente y terapeuta o entre el autor y el lector: el resultado de la interacción.
Kurtz y Coetzee ponen un ejemplo perfecto: Sancho y quienes rodean y aprecian al Quijote saben que ni es caballero, ni es andante, ni lucha contra gigantes, ni salva princesas. Pero ¿quién de ellos quiere vivir en un mundo en el que eso no ocurra, en el que por el contrario el hidalgo Alonso Quijano vague por su ruinosa hacienda esperando la muerte? Al final del libro, afirma Coetzee, Sancho y otros se dicen que “preferimos la versión ideal, transformada y mejorada de ti; puede que te la hayas inventado, que no sea real, pero estamos dispuestos a pasar por alto ese detalle”. En ese momento Sancho ya cree su verdad, ya es común. Y es mejor quedarse en ese mundo imaginario que en el verdadero. Esa fuerza literaria es también la que acompaña a paciente y terapeuta, que busca la verdad de sus males, pero solo la suficiente como para que se recupere. La versión. “Al psicoterapeuta le interesa la verdad subjetiva o emocional, y creo que esa verdad existe y que sabemos cuándo entramos en contacto con ella”, afirma Kurtz. “Cuando se materializa un aspecto de la verdad emocional, tenemos ese sentimiento de conexión y repercusión profunda, de que algo nos ha llegado muy dentro. Pero es una cosa imprecisa, difícil de describir y definir, y fundamentalmente provisional y cambiante”
Palabra de Coetzee
Decía Platón que entre la verdad y la belleza, los poetas eligen siempre la belleza. “Cuando visitamos a nuestro terapeuta y le contamos lo que ha sucedido en nuestras vidas durante la última semana, ¿tratamos de convertir esa historia en un artificio bien construido? O, por el contrario, ¿debemos ser neutrales, objetivos, esforzarnos por contar una verdad que cumpla los criterios de los tribunales: toda la verdad y nada más que la verdad?”, se pregunta Coetzee.
“¿Somos el autor consciente, o una voz que emite un torrente de palabras de nuestro interior? Sobre todo, dado el volumen de recuerdos que almacenamos, ¿qué deberíamos dejar fuera cuando contamos esa historia, sin olvidar la advertencia de Freud de que lo que decidimos omitir puede ser la clave? ¿Debemos exigir al paciente que afronte la verdad o, por el contrario, nuestra profesión nos da libertad para colaborar o conspirar con el paciente a la hora de crear un relato de su vida —una ficción, sin duda, pero una ficción fortalecedora— que le haga sentirse a gusto consigo mismo, lo suficiente como para salir al mundo y ser capaz de amar y trabajar?”.
Los ingredientes del arte
La misma subjetividad es protagonista en las crónicas que componen Cuarenta y un intentos fallidos, una hermosísima incursión en la mente de artistas por parte de Janet Malcolm (estadounidense nacida en Praga en 1934), habitual de The New Yorker y autora de obras memorables como El periodista y el asesino o Ifigenia en Forest Hills. Malcolm relata con enorme humildad, lejos de todo púlpito, todas las visitas a David Salle, un artista de éxito para quien la prensa ha decretado el inicio de la decadencia. En un momento dado, ella se atreve a llevarle sus collages y le pregunta:
—¿Por qué tus collages son arte y los míos no?
—No hay nada que diga que tus collages no sean arte. Son arte si tú afirmas que lo son.
Es decir: la subjetividad como motor frente a la falta de estima social y reconocimiento. Pero ¿acaso puede ser tan sencillo?, ¿es la subjetividad suficiente? Obviamente no lo es. Malcolm acompañará más tarde al fotógrafo alemán Thomas Struth a una zona industrial que le interesa e intentará de nuevo averiguar qué diferencia una foto común del arte verdadero. Cuál es el ingrediente de más.
—¿Qué es ese más?
—El más es un deseo de disolver, como de…, ¿cómo decirlo?, de ser la antena de una parte de nuestra vida contemporánea y transmitir esa energía, meterla en los fragmentos de esta historia.
Cuando poco después Malcolm recibe las fotos que ­Struth había hecho en su presencia, reconoce, admirada: “Eran sorprendentes, mientras estuve en la fábrica no ‘vi’ ninguna de esas imágenes por mí misma”. Struth había logrado el arte. Malcolm ha rechazado hablar para este reportaje y no ha concedido entrevistas para promocionar su libro, pero en él está la esencia de la creación, como en el testimonio de Virginia Woolf que recoge en uno de los capítulos: “He comprobado que la creación de escenas es mi manera natural de consignar el pasado”. Un pasado de abusos y de muerte como catapulta hacia la creación.
Hay quien crea para dar salida a su perplejidad (Nooteboom), para indagar en su memoria (Le Clézio), para superar el desarraigo (Naipaul), para pensar mejor (Javier Marías), por necesidad (Sergio Ramírez) o para ser antena (Struth). Shields cree que “la novela convencional ha muerto y de lo que se trata es de reimaginar la no ficción como un trampolín para saltar a cuestiones más amplias: qué es real, qué es verdadero, qué es conocimiento, qué es memoria, qué es el yo, y cuánto yo de otro puede conocer uno”.
Y eso es exactamente lo que hacen Malcolm, Coetzee, Kurtz y Shields. Sus libros serán clásicos.






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