Conjeturas.*
Alejandro Insaurralde
Los primeros claros ya despuntan el alba. La muerte se abate implacable en esta noche, una noche que ya agoniza junto aquel hombre, cuyos estertores marcan sus últimos compases de vida.
Todos los matutinos dan a conocer
hoy lunes la noticia del crimen. Se informa que los restos
fueron hallados por el portero en la cochera del edificio y que el cuerpo había
sido mutilado y depositado en una bolsa de plástico cerca de unos botes de
residuos. Hay una serie de fotos, notas y algunas declaraciones de los
familiares del occiso.
El hombre fue identificado como
Ignacio Prieto, comisario inspector exonerado de la Policía Federal en el año
ochenta y tres, quien fuera esposo de Giselle Ramírez de Prieto (para mí, “la
bella compañera de cada tarde”).
Según declaraciones que Giselle hizo
a la redacción del diario, ella había salido el sábado a dar un paseo con su
auto hasta las riberas del Tigre, cuando a su regreso, alrededor de las ocho,
el portero le comunicó de la espantosa carnicería.
Se agregan datos históricos al pie
de página, donde se señala que Prieto, de cincuenta y dos años, había tenido
activa participación en los planteles del aparato represor clandestino que
azotó al país durante la última dictadura. A punto tal habían llegado sus
excesos en torturas y vejámenes – siendo comisario no sólo ordenaba, a veces
participaba – que las altas autoridades debieron pedir su retiro para no
engordar su lista de crímenes frente al advenimiento de la democracia. Se dice
que era una leyenda dentro de la repartición por su brutalidad. Era un hombre
irascible que “metía miedo”, como señalan sus colegas. Las pruebas con que
cuenta la justicia aún son insuficientes (aunque sospecho que Temis ya se
estará regodeando con la muerte de aquel malvado).
La ejecución del crimen – fría,
metódica, nada improvisada – permite suponer que es obra de un profesional, o
cuanto menos, de un aprendiz avanzado. Se planeó con un tacto meticuloso, con
detalles que obedecen a un rigor de cálculo cuya elaboración supera los
lineamientos de un crimen común. Para mi descontento, se hallaron en la cochera
impresiones digitales de la muchacha, que seguro habrá dejado al volver al
departamento, ignorando aún la noticia del homicidio. Por ahora, y aunque se
estime que el asesino no pudo obrar tan ingenuamente, este simple elemento de
prueba es con lo único que cuenta la policía.
Con mi cámara he podido tomar
algunas fotos. La vestidura del criminal se me presenta como una muralla con lo
que sólo puedo conjeturar vanamente. Es un elemento que incluso a mí – único
testigo del hecho – me impide tener una evidencia cabal.
Observo las fotos que revelé esta
mañana. Las miro una y otra vez. No se puede determinar en ellas el sexo del
homicida, ni la edad. La enigmática figura de este “ninja” me desconcierta. El
asesino además de ocultar su identidad, optó por disminuir la intensidad de la
luz y con el ambiente en penumbras, me es difícil precisar detalles.
Comienzo a deslizar algunas
hipótesis. Si se tratara de una mujer, tampoco se puede determinar la forma del
busto ni las caderas, lo que supone que el atuendo lo lleva bastante suelto y
no se ajusta al cuerpo. La prenda puede no ser propia sino prestada o tomada de
alguna parte. La vestidura parece tener dos o tres talles más que el del
criminal. Si sumamos que, no llevaba ningún arma y que no se desplazaba en
forma apropiada a una disciplina marcial, cuesta creer que el asesino haya
practicado alguna vez el arte ninja.
Me dirijo hasta mi pequeño bar y me sirvo una medida de whisky. Mientras sostengo la botella, recuerdo el papel que tuvo esta bebida en el crimen tras haber sido adulterada. Luego reflexiono: para proceder al envenenamiento, el asesino debió estudiar previamente cada una de las costumbres de Prieto, con sus respectivos horarios – en este caso, su medida de whisky por la noche – de modo que el homicida envenenó la bebida sabiendo que la víctima tarde o temprano mordería el anzuelo.
Me dirijo hasta mi pequeño bar y me sirvo una medida de whisky. Mientras sostengo la botella, recuerdo el papel que tuvo esta bebida en el crimen tras haber sido adulterada. Luego reflexiono: para proceder al envenenamiento, el asesino debió estudiar previamente cada una de las costumbres de Prieto, con sus respectivos horarios – en este caso, su medida de whisky por la noche – de modo que el homicida envenenó la bebida sabiendo que la víctima tarde o temprano mordería el anzuelo.
Fragmento. (Continuará )
*De Línea Fronteriza. Adaptación del cuento del mismo nombre de 'De Entre vivencias y visiones' (cuentos, Marzo 2003) Ediciones AQL. 2da Edición (Abril 2013). Sabor Artístico.
No hay comentarios:
Publicar un comentario