Los tiranos en la mesa
Begoña Gómez Urzaiz
Stasivi -pollo con salsa de nueces- uno de los platos de Georgia preferidos por Stalin.
Los gustos culinarios de los
dictadores ponen en evidencia sus excesos y su compleja relación con la comida.
Las cenas que Stalin
mantenía en su dacha con los principales dirigentes soviéticos duraban seis
horas e incluían juegos que siempre acababan con los comensales —todos los que
no eran Stalin— humillados. Mussolini,
quien odiaba la pasta, tenía un desinterés por los alimentos muy poco italiano;
solía tomar una ensalada hecha a base de ajos crudos aliñados con aceite y
limón. Y Sadam Hussein se
ponía metafórico al comer olivas: decía que escupía el hueso igual que algún
día escupiría a los israelíes de Oriente Medio. Al mandatario iraquí le
preparaban la comida cada día de forma simultánea en sus 12 residencias, porque
no se sabía en cuál de ellas se presentaría.
Leyendo el libro Dictator’s Dinners.
A Bad Taste Guide to Entertaining Tyrants (Gilgamesh Publishing) se aprende
todo eso y más. La obra incluye una treintena de recetas con los platos
preferidos de cada déspota, por si a alguien le apetece cocinar en casa un
cuscús con carne de camello a lo Muamar Gadafi una ensalada
de pescado estilo Pol Pot, o el pichón relleno de lengua y pistachos que hacía
perder el sentido a Hitler.
Este, por cierto, no era un vegetariano tan estricto como se piensa a veces, si
bien comía poca carne por influencia de Richard Wagner, quien
sostenía que el buen pueblo alemán jamás habría sido omnívoro de no ser por la
influencia judía.
Adolf Hitler y Eva Braun
Eva Braun, la mujer de Adolf Hitler
Victoria Clark y Melissa Scott,
dos veteranas periodistas británicas que han trabajado como corresponsales en
lugares donde los dictadores campaban a sus anchas como Irak o Rumania,
decidieron durante una sobremesa escribir el libro. “Estábamos hablando de
cuestiones de actualidad internacional. La idea se nos presentó y decidimos
ponernos a ella de inmediato”, dicen. El volumen, publicado hace unos meses en
Reino Unido, ha sido traducido a varios idiomas (al castellano, de momento, no)
y ahora sus autoras preparan una secuela que se editará en otoño, dedicada a
las últimas cenas de varios personajes ilustres.
Fidel Castro
De su excursión a la despensa de
26 jefes de Estado ya muertos o retirados —ni Fidel Castro ni el etíope
Mengistu Haile Mariam, que también salen en el libro, se encuentran ya
nominalmente el poder— se puede decir que la historia da la razón a esa moderna
frase que asegura que “eres lo que comes”. Y que pocas cosas explican tanto a
una persona como lo que pone en su plato en la intimidad de su casa, o de su
palacio presidencial.
Entre la selección, hay un puñado de dictadores ascéticos, como Antonio de Oliveira Salazar. Soltero recalcitrante —no había más esposa que Portugal, sostenía— y ahorrador, desayunaba café de cebada y una tostada a palo seco y su plato preferido eran las sardinas a la brasa con frijoles, una timidísima revancha contra la pobreza que sufrió en la infancia, cuando tenía que compartir un solo boquerón con sus hermanas.
Mussolini también entra en el campo de los austeros. Si bien hizo de la producción de trigo un emblema de la Italia fascista y hasta llegó a escribir un poema al pan —“orgullo del trabajador, poema del sacrificio”—, rechazaba la carne y el vino como muestra de estoicismo. “Tenía problemas de estómago y no podía permitirse ser autoindulgente, pero lo que le gustaba era esa idea del macho que sabe negarse los placeres”, defienden las autoras.
Entre la selección, hay un puñado de dictadores ascéticos, como Antonio de Oliveira Salazar. Soltero recalcitrante —no había más esposa que Portugal, sostenía— y ahorrador, desayunaba café de cebada y una tostada a palo seco y su plato preferido eran las sardinas a la brasa con frijoles, una timidísima revancha contra la pobreza que sufrió en la infancia, cuando tenía que compartir un solo boquerón con sus hermanas.
Mussolini también entra en el campo de los austeros. Si bien hizo de la producción de trigo un emblema de la Italia fascista y hasta llegó a escribir un poema al pan —“orgullo del trabajador, poema del sacrificio”—, rechazaba la carne y el vino como muestra de estoicismo. “Tenía problemas de estómago y no podía permitirse ser autoindulgente, pero lo que le gustaba era esa idea del macho que sabe negarse los placeres”, defienden las autoras.
Las mejores viandas
Son la
excepción. La mayoría de dictadores usó su ilimitado dominio para procurarse
las mejores viandas. Clark lo achaca a que “muchos de ellos venían de orígenes
humildes y al llegar al poder estuvieron encantados de poderse dar estos lujos.
Por fin podían tomar champán para desayunar, como hacía el congoleño Mobutu
Sese Seko, o bistecs, como Ceaucescu. Al yugoslavo Tito también le encantaban
la comida y el oropel. Él era, de alguna manera, el comunista glamuroso”.
Nicolae Ceausescu y su esposa Elena en 1981 en Bucarest... ¿comiendo lo que trajeron?
El plato favorito de Tito: grasa de cerdo caliente.
Aunque es conocida la afición por
el buen comer del cubano Fidel Castro, que tiene opiniones muy precisas sobre
cómo hay que cocinar la langosta —11 minutos al horno o seis minutos si se hace
a la brasa en un espeto, para aliñar después con mantequilla, ajo y limón— y en
su día dilapidó millones de pesos en sus intentos de producir whisky y foie
gras en Cuba, Clark no duda en conceder el dudoso título honorífico de “tirano
más aficionado a la gastronomía” a Kim Jong-Il. El mandatario
norcoreano enviaba a su chef por todo el mundo para que le consiguiera caviar
iraní, mangos tailandeses, salchichas danesas y unos pasteles de arroz
japoneses especiados con artemisa que podían costar hasta 100 euros la unidad.
El Querido líder empleaba a un chef sólo para hacerle el sushi. Jenki Fujimoto
contó en un libro en el que revelaba los excesos de su exjefe que a éste le
gustaba comerse el pescado “tan fresco que aún boqueaba y movía la cola”.
De Kim Jong-Il se decía también
que era el cliente más importante del coñac Hennessy. Tenía almacenadas
botellas por valor de más de 700.000 euros que atesoraba en su multimillonaria
bodega.
Aunque quizá su mayor
extravagancia era obligar a varias decenas de mujeres a seleccionar cada grano
de arroz que ingería, para que todos fuesen del mismo tamaño y del mismo color.
Después, se lo cocinaban sobre fuego vivo utilizando sólo leña de un tipo de
árboles específicos, que crecen en las proximidades de la frontera con China.
Otro dictador asiático, Mao Zedong, compartía esa obsesión. Su arroz se
recolectaba en una granja especial para su consumo, regada por el mismo
manantial que había proveído a la antigua corte imperial.
Temor al veneno
Las autoras se han aplicado
en la investigación de los detalles domésticos de cada dictador, pero admiten
que con algunos resulta difícil separar la realidad de la leyenda. Ellos mismos
se cuidaron bien de propagar mitos sobre sus hábitos alimenticios que les
hicieran parecer aun más temibles. De ahí las dudas en torno al supuesto
canibalismo del general ugandés Idi Amin y de Jean Bedel Bokassa, el dictador
que se autocoronó emperador de la actual República Centroafricana en una
ceremonia inspirada en la de Napoleón.
“Ambos han sido exonerados de comer carne humana, y en el caso de Bokassa hubo incluso un juicio en el que llamaron a testificar a su cocinero, pero a la vez es perfectamente posible que lo hicieran. Y si no, es una buena táctica hacérselo creer a sus enemigos, para hacerles temblar”, comenta Clark.
“Ambos han sido exonerados de comer carne humana, y en el caso de Bokassa hubo incluso un juicio en el que llamaron a testificar a su cocinero, pero a la vez es perfectamente posible que lo hicieran. Y si no, es una buena táctica hacérselo creer a sus enemigos, para hacerles temblar”, comenta Clark.
A la autora le llama también la
atención encontrarse con leyendas similares en distintos países: “A menudo, al
buscar información sobre los dictadores latinoamericanos, se asegura que bebían
sangre de recién nacidos para mantenerse jóvenes. Se decía del dominicano
Trujillo y del paraguayo Stroessner”.
Rafael Trujillo
Para casi todos los mandatarios,
la comida era su mayor placer y, a la vez, su principal fuente de ansiedad,
pues temían morir envenenados. Controlaban de forma obsesiva lo que comían y
muchos tenían en nómina a varios probadores de alimentos. En una ocasión, Uday,
el sanguinario hijo de Sadam Hussein, golpeó a uno de ellos hasta matarlo y su
padre le castigó con una paliza y varias semanas en la cárcel. Y a
continuación, seguramente, se fue a degustar una carpa a la brasa. Untada con
pasta de tamarindo y su poquito de cúrcuma.
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