viernes, 15 de diciembre de 2017

SER FELIZ





La felicidad es como la lluvia


Ariel Torres














Tenemos esta codiciosa obsesión por alcanzar la felicidad. Que es precisamente lo que nunca vamos a poder hacer con la felicidad, alcanzarla. En todo caso, ¿qué haríamos si la alcanzáramos? ¿Guardarla en una bonita pajarera para que no se vuelva a escapar? ¿O dejar que se vaya porque la gracia estaba en perseguirla?
Nos hemos cargado la felicidad al hombro como si fuera una bolsa de arena. Vaya ironía. En las épocas malas creemos que ser felices es una decisión y nos forzamos a sonreír ante el espejo. Nos dijeron que funciona. En las buenas, sentimos que la hemos ganado con nuestro esfuerzo. Pero la felicidad es como la lluvia. No pueden tocarte todas las gotas.

Transformamos ese estado -casi siempre elusivo- en una presa. Si somos dignos cazadores, seremos felices. Es decir, creemos que tenemos el control, esa droga que nubla la conciencia con alucinaciones que serían para desternillarse, si no fuera porque todos confiamos en que tenemos alguna clase de control.
Pero no, porque la felicidad ocurre justo antes de darnos cuenta de que somos felices. O cuando entendemos que lo hemos sido tal vez durante un instante. O esta misma mañana. O que estamos atravesando tiempos felices. O que, simplemente, el aire huele a tierra mojada, a primavera inminente, al perfume que alguien que amamos dejó a su paso.
A fuerza de anticiparla y reglamentarla, hemos terminado por romper la felicidad. Y luego la embalsamamos. Porque estábamos convencidos de que no podía haber nada mejor. Hasta que un día nos encontramos repitiendo en voz baja la desgarradora queja del Canto V de la Divina Comedia: Nessun maggior dolore che ricordarsi del tempo felice ne la miseria.

También nos hemos ocupado de ponerle un bozal a la furia y pintarle con rouge una sonrisa a la tristeza. Escondemos la angustia como si fuera un estigma, y si tendemos a ser melancólicos, entonces algo está mal con nosotros; tal vez puedan medicarnos. Queda tan mal enojarse mucho como reír en exceso. Eso sí, leemos a diario que la risa cura, aunque parece que no tanta risa.
Contenemos el llanto con el mismo ahínco con que atajamos la vehemencia. No sea cosa que el pusilánime nos señale con el dedo y cuchichee a nuestras espaldas, como el que señala un vicio: "Es como muy apasionado, ¿no?".
A veces, la conciencia, solita y sin ayuda, contrasta todo el espectro (espectro, no espectros) de emociones y sintoniza con esa para la que ningún nombre sirve, excepto la palabra felicidad, esa que nace tanto del mediodía de la ventura como del abismo de la pena. Pero nos da pánico correr el riesgo, sacar las manos del timón.

La felicidad es como la lluvia. Si llueve sin parar, arruinará las cosechas y entumecerá el corazón. Soñamos con ser siempre felices y hartarnos de comer perdices, sin darnos cuenta de que sólo el dolor nos enseña a ser piadosos, porque uno no comprende la desgracia hasta que la atraviesa. El verdadero misterio parece ser no tanto la dicha propia, sino más bien la tragedia ajena.
Nos sentimos en la obligación de convertir la vida en una colección de momentos felices. No es así. Nunca es así. Para nadie es así. Primero, porque la felicidad no viene fraccionada, como los jabones o el café. Luego, porque ningún mar tranquilo ha formado buenos marinos. Y porque la vida es estar vivo, y estar vivo es sentir cosas. Lloramos a gritos un duelo inexplicable e inesperado y nos reímos a carcajadas con nuestros amigos. Nos indignamos. Nos enamoramos. Nos avergonzamos y decimos trágame tierra. Elevamos los brazos en una plegaria. Damos un portazo. Nos arrepentimos (y pedimos perdón).

Los años me han enseñado que es muy difícil ser hondamente feliz sin haber atravesado las largas noches invernales de la desesperación. Hoy empieza el invierno. Esta noche será la más larga del año. Después, suavemente, los días empezarán a alargarse. Sólo entonces volverá la luz.





Diario La Nacion. Argentina.

















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