Personajes de Villa Crespo
Alejandro Schleh
Lejos estaban nuestros empleados varones –las mujeres no se dedicaban a “berreteras” en aquella época todavía tocada por el tango-, de las actividades a que se dedicaban algunos habitantes del barrio que se reunían en el confitería bar El Carioca de la esquina de Córdoba y Lavalleja y otros aledaños como el de Av. Córdoba y Canning. Ser “berretero” era un oficio totalmente masculino.
Poseedores de una imaginación inagotable al servicio de la estafa y el engaño, los “berreteros” pintorescos de Villa Crespo que salían a trabajar por Palermo, Chacarita, por todas partes, estos vecinos nuestros especialistas en cuentos del tío, simpáticos, ingenuos cazadores de ingenuos, parecen haber disminuido en cantidad. La delincuencia se fue acercando de a poco a las turbulentas aguas de la peligrosidad y la marginalidad.
Eran cuenteros
especialistas en vender artículos adulterados como el café que dejaban secar al
sol y que cosechaban en los mil bares de Buenos Aires y envasaban en bolsitas
robadas a Bonafide. Vendedores de cacerolas con lastres ocultos para que
pareciesen de gran calidad y que se agujereaban al rato de ser expuestas al
fuego, de cubiertos que se doblaban u oxidaban en quince días. O de mesitas
chinas que fingían ceder por migajas a los automovilistas ambiciosos de hacer
alguna pichincha para lo cual se vestían con guardapolvos grises o azules
simulando pertenecer a una empresa que les adeudaba varios meses de sueldo y
les había permitido comercializar en la calle algunos de sus productos para
saldar parte de la deuda; ese era el cuento. También vendían camisas apiladas y
estiradas sobre cartones que solo constaban de pecho y cuello, siendo la
primera de la pila, la única verdaderamente entera, las ofrecían a bajo precio
a dueños de casas de ropa de hombre.
Las características tan demoledoramente porteñas de los
“berreteros” distaban de ser las de aquellos muchachos simples que habitaban el
conventillo. Llegados del campo, de Tucumán o de alguna parte de Santiago del
Estero, Juan y el marido de Argelia, nunca podían haber sido contagiados por
aquel clima de trampa que se respiraba en el barrio y del cual me hizo percatar
mi mecánico nativo de la zona que atendía en la vereda pues carecía de local.
Sobre el desparejo empedrado trabajaba Jorge, casi en la esquina de Sufra, hasta que terminó
mudándose a la calle Estomba en Villa Urquiza.
Era Villa Crespo un barrio normal pese a los cuenteros del tío que eran su folklore. Tranquilo y mediterráneo nadie soñaba aún con rebautizarlo Palermo Hollywood o lo que fuere. No existían aún los outlets a lo largo de la Av. Córdoba.
Barrio de nacionalidades, donde sus judíos y turcos convivían pacíficamente con descendientes de españoles, italianos o polacos. Toda gente buena y trabajadora. Como el judío que tenía su depósito de electrodomésticos pegado a Lerma 160 y con comercio de venta al público en Lavalleja y Corrientes. Como el contador de al lado, pegado al otro costado de nuestra casa chorizo, que era pelado y los pocos pelos que tenía los peinaba con gomina y le recorrían la superficie de la cabeza tratando de ocultar la calvicie declarada, padre de una hija llamativamente encantadora. Como Jorgito, que no era mogólico, pobre, nuestro vecino portador de alguna tara que no se sabía si tenía quince o veinticinco años con su boca siempre entreabierta y babocienta y su sonrisa instalada de malicia ingenua, de dientes grandes y dispuestos de cualquier manera, que cumplía obedientemente con las picardías encomendadas por la barra de enfrente. Jorgito, que casi siempre estaba en la vereda y hacia pis delante de cualquiera y las madres apuraban el paso para que sus hijas de nueve o diez años no mirasen el espectáculo, además de lo del pis, a veces, se bajaba los pantalones hasta las rodillas y lo hacía como gracia pues la pandilla de enfrente se lo había enseñado y lo instaba a hacerlo, desde la distancia, cada vez que un par de chicas lindas se le acercaban caminando y él se divertía con la broma y las chicas se hacían las que no veían y disimulaban no ver semejante dotación; porque eso también era parte del chiste, hacer que mostrara el tamaño de su miembro fláccido de burro moviéndose como un badajo. A veces los de la barra de enfrente le tiraban cohetes a los pies y Jorgito se iba corriendo y se metía en su casa llamando a su madre; llorando a los gritos.
Era Villa Crespo un barrio normal pese a los cuenteros del tío que eran su folklore. Tranquilo y mediterráneo nadie soñaba aún con rebautizarlo Palermo Hollywood o lo que fuere. No existían aún los outlets a lo largo de la Av. Córdoba.
Barrio de nacionalidades, donde sus judíos y turcos convivían pacíficamente con descendientes de españoles, italianos o polacos. Toda gente buena y trabajadora. Como el judío que tenía su depósito de electrodomésticos pegado a Lerma 160 y con comercio de venta al público en Lavalleja y Corrientes. Como el contador de al lado, pegado al otro costado de nuestra casa chorizo, que era pelado y los pocos pelos que tenía los peinaba con gomina y le recorrían la superficie de la cabeza tratando de ocultar la calvicie declarada, padre de una hija llamativamente encantadora. Como Jorgito, que no era mogólico, pobre, nuestro vecino portador de alguna tara que no se sabía si tenía quince o veinticinco años con su boca siempre entreabierta y babocienta y su sonrisa instalada de malicia ingenua, de dientes grandes y dispuestos de cualquier manera, que cumplía obedientemente con las picardías encomendadas por la barra de enfrente. Jorgito, que casi siempre estaba en la vereda y hacia pis delante de cualquiera y las madres apuraban el paso para que sus hijas de nueve o diez años no mirasen el espectáculo, además de lo del pis, a veces, se bajaba los pantalones hasta las rodillas y lo hacía como gracia pues la pandilla de enfrente se lo había enseñado y lo instaba a hacerlo, desde la distancia, cada vez que un par de chicas lindas se le acercaban caminando y él se divertía con la broma y las chicas se hacían las que no veían y disimulaban no ver semejante dotación; porque eso también era parte del chiste, hacer que mostrara el tamaño de su miembro fláccido de burro moviéndose como un badajo. A veces los de la barra de enfrente le tiraban cohetes a los pies y Jorgito se iba corriendo y se metía en su casa llamando a su madre; llorando a los gritos.
También estaba Sufra. Sufra vivía en una casa de bajos
que era esquina en Lerma y Julián Álvarez; al lado de Jorge, mi mecánico. Una puerta de entrada al local en la
ochava, cerrada, dos pequeñas vidrieras, una de cada lado de la misma con las
persianas bajas. Sobre ambas calles, sendas vidrieras también cerradas y por
fin, sobre Lerma, más allá de la vidriera, la puerta de acceso a su propiedad.
Sufra vestía siempre con saco,
camisa y corbata, y cada tanto abría la puerta de su domicilio que daba sobre
Lerma y miraba por un breve periodo de tiempo la calle arbolada de plátanos
luego de lo cual se metía para adentro. Un sirio-libanés o algo parecido, alguien
nacido en alguna parte de por allí, por medio oriente, comerciante de toda su
vida que ya estaba jubilado. Vivió con su hermano y socio hasta el día en que
éste murió. Solteros empedernidos, no tenían familia ni amigos que se les
conociese. Así fue que este hombre bajo, siempre de saco y corbata, de tez
oscura, de cejas anchas entrecanas, pelo de gris a blanco bien corto y cortado
a lo Mario Baracus, se quedó solo en el mundo. Lejos de su Líbano o de alguna
parte de por allí, de los dátiles, el anís y los desiertos áridos. Quizá por
eso estaba casi siempre con el seño fruncido, agobiado por la nostalgia y la
soledad, rodeado de gente extraña que no tenía el culto del trabajo como él.
Nostalgia por sus tierras lejanas. Incrédulo de las verdades irrefutables que
no podía comprender.
Como que los criollos son gauchos incapaces de sembrar un
tomate en una tierra desbordante de nutrientes. Como que los porteños se creen
vivos y no son más que unos patanes improductivos. Quizá eso lo había
convertido en un cascarrabias intolerante. Tal vez, siempre había sido así,
sólo porque sí. Cascarrabias. Se asomaba a la puerta en cada oportunidad en que
una de las cortinas bajas de su comercio de la esquina, cerrado para siempre,
recibía un pelotazo. Desde allí vociferaba contra la barra que se desternillaba
de risa, frases que se le entendían bastante poco pues se ve que no había
perdido el acento del idioma de su país natal. Le hacían pasar momentos de
enorme tensión a este pobre hombre cuando los pelotazos se repetían uno tras
otro de manera intencional. Irremediablemente salía una y otra vez a gritar las
cosas inentendibles. A veces amenazaba a los agresores con un palo con un
cepillo en la punta. Tendría unos setenta, setenta y cinco años, un poco grande
ya para vivir en ese estado de excitación. Pobre Sufra. Fue bautizado de esa
manera por los chicos que le tiraban cohetes, petardos y rompe portones, a
escaso metro, metro y medio de los pies cuando abría su puerta y se asomaba a
protestar. Sufra!, le gritaban. Sufra sufría de verdad. Y no sé si alguna vez
su español le habrá permitido leer, entender lo que decían las innumerables
leyendas que decoraban las paredes de su casa, graffitis y murales. De todos
los tamaños y colores las leyendas. Todas decían en alguna parte la palabra
“sufra”. O sólo el vocablo de referencia. A veces SUFRA con mayúscula, otras
con minúscula, según fuera que lo nombraran, o en modo imperativo le ordenasen
sufrir.
* De 'Un asunto de Papel Higiénico'.
Fragmento