Foto del autor, el primero de la izquierda, junto a sus socios de la fábrica Copos. Al fondo, en la calle, La Chata
Nadie de nuestro entorno había
pasado nunca por experiencias por el estilo y nadie había soñado tener una
fábrica de papel higiénico ni afincarla en un conventillo. Nadie vivir en él,
como era mi caso. A veces había que dar
explicaciones. Además de algo llamativas nuestras vidas, y de provocar cierta
curiosidad, había quienes envidiaban nuestra libertad y perspectivas de progreso.
Entre nuestros conocidos había quienes estudiaban para ser empleados alguna
vez, estudiaban para trabajar para otro. Nosotros, los socios de la papelera
Copos, trabajábamos para dar trabajo. Lo generábamos y esa no era capacidad de
cualquiera. Estábamos llamados a fundar una gran empresa que podría cotizar en
bolsa un día. Conocíamos algo de balances y números, precios del papel, de cómo
se compraba por kilo y se vendía por metro, la incidencia de la mano de obra en
los costos, ingresos brutos, impuesto a las ganancias, aportes patronales. Todo
eso sabíamos.
Hay personajes que nunca olvidaremos los ex socios de Copos. El Sr. Sirio,
el fabricante del peor papel higiénico que conocí, un papel de aspereza
inusitada que tampoco olvidaremos.
Sirio era un hombrecito menudo de cabeza redonda y pelo enrulado y castaño donde lo tenía: una calvicie importante le avanzaba desde la frente hasta la nuca, en cuya parte inferior, raramente, poseía algo de pelo que formaba un rulo tipo pequeño bucle apaisado en el nacimiento del cuello. Cascarrabias y puteador, había formado parte de la policía en algún momento de su vida, al menos eso decía con orgullo, y de manera intimidatoria y quizá a modo de advertencia, por si alguna vez se nos pasaba por la cabeza alguna mala acción que pudiese perjudicarlo, cada tanto nos recordaba que aquellos que obraban de mala fe y se metían con él, podían terminar en el fondo de una zanja.
Sirio tenía su fabriquita ubicada en la localidad de San Martín y estaba
rodeada de talleres y emprendimientos textiles de diferente envergadura que
producían un ruidoso y permanente traquetear con sus urdimbres. Sirio era un hombrecito menudo de cabeza redonda y pelo enrulado y castaño donde lo tenía: una calvicie importante le avanzaba desde la frente hasta la nuca, en cuya parte inferior, raramente, poseía algo de pelo que formaba un rulo tipo pequeño bucle apaisado en el nacimiento del cuello. Cascarrabias y puteador, había formado parte de la policía en algún momento de su vida, al menos eso decía con orgullo, y de manera intimidatoria y quizá a modo de advertencia, por si alguna vez se nos pasaba por la cabeza alguna mala acción que pudiese perjudicarlo, cada tanto nos recordaba que aquellos que obraban de mala fe y se metían con él, podían terminar en el fondo de una zanja.
Estaba provista de una sola máquina que se descomponía cada dos por tres, no pudiendo cumplir entonces, puntualmente con los pedidos. Poleas numerosas montadas sobre ruidosos rulemanes hacían girar correas que a su vez hacían mover pesados rodillos de hierro puro. Esta máquina de unos seis metros de altura, y de unos seis de largo por tres y medio de ancho, que perdía agua por mangueras y por no sé qué partes más, hacía llegar ríos correntosos hasta el cordón de la vereda, de modo que cuando estacionábamos el auto en la calle, antes de entrar, ya sabíamos si estaban o no produciendo ese absurdo papel abrasivo que con muy pocos metros nos regalaba rollos de gran diámetro. Parecía la escultura dinámica de homenaje a la revolución industrial ese armatoste del pleistoceno al que poco le faltaba para ser movido a vapor.
Pero no teníamos salida diferente. Caímos a comprar en papelera San Martín, así se llamaba su emprendimiento mal que le pese al difunto Libertador de medio continente, en momentos en que resultaba difícil conseguir un papel normal, apropiado para el uso al cual estaba destinado; como pasaba recurrentemente en nuestro país, escaseaba una vez el azúcar, otra la harina, el aceite, y así. El fenómeno de la escasez había alcanzado nuestro rubro. Nos vimos obligados a sacar a la venta un papel de calidad inferior con un nombre fantasma cualquiera. El imprentero de Valentín Alsina, que fabricaba las etiquetas para nuestra marca, fabricaba a su antojo otras, las bautizaba con nombres variados para vender a quien fuese. El objeto de comprar ese papel ordinario era seguir trabajando como podíamos para de esa manera estar en condiciones de liquidar el sueldo de los pocos obreros que teníamos, que una vez abandonado el conventillo e instalados en el galpón de Caseros a media cuadra de Plaza Pineral, serían unos cuatro permanentes y algún otro itinerante.
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El galpón tenía un frente de unos ocho a nueve metros de
ancho, una pequeña puerta de chapa, y una cortina de enrollar que liberaba una
abertura por donde cargábamos o descargábamos el camión, que daban a la calle
Sarmiento. En el contrafrente, otra pequeña puerta de chapa y otra cortina de
enrollar daban a un playón de unos quince metros de largo, con piso de alisado
de cemento, en cuyo fondo se alzaba la ex pequeña vivienda de los Villafañe
elevada un escalón sobre el nivel del terreno y que completaba la propiedad.
Pasó a ser nuestro dormitorio y oficina. Hubo que pintar todo eso con una
blanqueada para desalojar los nauseabundos olores a carne y grasa rancia
reconcentrados.
A ese pequeño, humilde departamentito con baño externo
distante ocho metros y adosado al galpón ubicado a cincuenta de Plaza Pineral,
en el modesto barrio residencial poblado de emprendedores y fabriquitas y
talleres de todo tipo, Caseros, provincia de Buenos Aires, fueron a parar la
cama de plaza y media y el fastuoso ropero con marquetería que habían
pertenecido a Cornelio de Saavedra y sus
descendientes. Muebles rescatados de la mansión colonial de la familia antes
que pasara a ser el museo en el parque que lleva su nombre al borde de la Avenida General
Paz. Y el sillón, donde el Príncipe de Gales apoyo el trasero en su primer
visita a la Argentina ,
cuando era sólo duque de Windsor y los Cucullu Saavedra fueron sus anfitriones
en el teatro Opera que muchos años después vendieron a Clemente Lococo. Cosas
de la familia de Julito.
Dicen que
“En este sillón se sentaron los descendientes de Don Hernando Arias de Saavedra, “alias” Hernandarias, Don Cornelio Saavedra, presidente de
De " Una historia de papel higiénico". ( Historias Verdaderas y Otros Cuentos) Título provisorio.
Musa Encantada: Gracias ! me has hecho reír un rato releyendo esta historia "verídica" que me tocó vivir hace ya unos cuantos años. Corría el año 75/76...fue en esa época. Comenzó todo en un conventillo de Villa Crespo y terminamos en Caseros, en un galpón, en la provincia de Bs As. Una aventura más que se termina en menos de dos años, el día que por fin pudimos bajar sus persianas. :)
ResponderEliminarA.Schleh
Para los que quieran la historia casi entera les aconsejo ver: PAPEL, PAPEL: Octubre 8/ 2012. Y los sucesivos: el 30/10/ 2012; 12/11/ 2012; 31/ 10/ 2013 y el 4/12/ 2013. Gracias...!
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