viernes, 15 de mayo de 2015

YO, ALEJANDRO




La batalla de Isos

Alejandro Insaurralde










El que obtiene una victoria sobre otros hombres es fuerte. Pero el que consigue vencerse a sí mismo, es todopoderoso. Lao-Tse


Las vías de ataque que nuestro inconsciente busca durante un conflicto interno son innúmeras. Una personalidad en crisis es un constante campo de batalla donde el consciente e inconsciente se disputan la hegemonía. Estas luchas se acentúan cuando la vida social nos empuja a ser partícipes de una vertiginosa carrera de ambición que termina convirtiéndonos en bombas de tiempo, nos obnubila, nos coarta la posibilidad de amar, e incluso nos hace más vulnerables y susceptibles, aunque después nos termine fortaleciendo.
Cuando reaccionamos frente a un espejo, por ejemplo, nos percatamos del tiempo que empleamos enfermando el cuerpo, la mente, en fin, nuestra entera humanidad. Un espejo puede ser un médico infalible que, pese a la necesidad de un paliativo, jamás ofrece un placebo o diagnóstico engañoso. La realidad que nos muestra asusta –aunque sea una revelación liberadora– como a un recluso lo asusta la libertad después de años de estar entre las sombras. A través de nuestros ojos en el espejo, nos habla el alma. Frente a sus advertencias, nos queda la elección de ponerlas a nuestro servicio, o ser indiferentes a ellas y seguir haciéndonos daño.
Después de una jornada intensa de labor, sentado frente a mi dresuar de mármol con espejo biselado, me instalé en este rincón de la habitación, un rincón cálido, acogedor, para desconectarme por un rato del alienado ritmo de vida que impera en la urbe. Divagaba en ambigüedades, entre ideas abstractas, intentando hallar respuestas a un problema que me invadía, un conflicto personal, complejo y de larga data, que eclosionaba de formas diversas. Los miedos, traumas, y ansias de realización, eran algunas de las diademas de este monstruo que me perturbaba el ánimo.
Aunque suene un contrasentido, ser un profesional de la psiquis no me eximió de esta situación. En ocasiones, los psiquiatras nos enfrentamos a pruebas comparables con las de nuestros pacientes, y la abstracción e impermeabilidad que requiere la profesión sin darnos cuenta, se quebrantan.
Por trabajar a diario con lo supuestamente absurdo, lo enajenado, con diversas manifestaciones humanas del contrasentido, a veces terminamos conviviendo con él. Consulté a otros colegas y amigos. Sus aportes me sirvieron de mucho, pero siento que estas semillas aún germinan, y tardarán un tiempo en dar sus frutos.
Mientras caía la tarde, mi vista carreteaba por los contornos biselados del espejo, esquivando mi certera mirada, como evadiendo un diálogo con ambages. Cuando nos miramos al espejo, ninguna mirada es tan perseguidora, tan indesviable como la nuestra. Es una señal inequívoca de que no existe mejor observador de nuestro mundo que nosotros mismos. Enfrenté por un momento mi propia mirada, y aquellos ojos me hablaban del vacío por donde se iban las horas y los días, como por un desván.
Mi imaginación, de pronto, comenzó a jugarme una extraña pasada. Unos destellos rondaban fugaces por uno de los ángulos superiores del espejo; algunos en forma oval, otro en cruces, otros zigzagueaban con intermitencias, otros que fulguraban y se desvanecían instantáneamente; parecían los peculiares destellos que el sol vierte sobre aguas calmas; los destellos se volvían más intensos mientras fijaba la vista en ellos; miré hacia todos los rincones de la habitación para averiguar de dónde provenían; los ventanales se ubican del lado Este, de modo que no eran reflejos del crepúsculo; además, no parecían ser originados por el sol ni por algún objeto metálico; ningún haz de luz atravesaba la habitación; era una anomalía de la física que me confundía; volví a fijar la mirada en el espejo, y el fulgor aumentaba hasta un nivel que dañaba mis ojos; aquel intenso resplandor parecía abrirse, y fraccionaba el espejo en porciones verdes y marrones.
No me equivoqué cuando supuse que la imaginación me jugaba una extraña pasada. Al instante me vi parado en una planicie, sobre un césped irregular, con partes terrosas; era un día soleado y caluroso; los destellos continuaban sus movimientos danzantes, pero ahora provenían desde el horizonte; el cuerpo me pesaba, y sentía varios kilos montados sobre mí.
En efecto, una imponente armadura de bronce me cubría el cuerpo; en la mano derecha empuñaba una espada y en la izquierda un escudo de Troya; un yelmo casi hermético cubría mi cabeza, y sólo mi rostro podía sentir la suave brisa; caminé unos metros y toda la pesada ferretería rechinaba en cada paso.
Mientras avanzaba me iba familiarizando con aquel ropaje militar, ya no sentía el peso de la armadura y podía sostener la espada con seguridad y firmeza. Al parecer, venía de tomarme un descanso, o bien, me habría bañado en algún arroyo o estanque porque me sentía fresco y renovado. Desde varios lugares aparecían soldados que se dirigían a mí con gran respeto. Me hablaban en un idioma desconocido, pero podía entender lo que me decían. Supe después que hablábamos en griego, y por alguna razón, esa lengua me resultó también familiar.
Los soldados cumplían sin titubeos cada orden que yo impartía. Comprendí que era como un general o alto comandante de un ejército. Unos civiles que acampaban en el lugar se postraron ante mi paso para rendir pleitesía. Además de militar, era algo así como un monarca o gran soberano.
Sobre el horizonte, se alzaba una multitud de siluetas doradas que fulguraban los mismos destellos que mi armadura cuando el sol la besaba. Eran cientos, miles de soldados dominando el paisaje. Aguardaban mi presencia para levantar campamento y marchar. Uno de los soldados, en apariencia con alto rango, me alcanzó un cántaro con agua y bebí. Mi rostro se reflejaba en el agua con el aplomo augusto de un gran conductor. Luego el soldado se dirigió a mí en griego:
—Gran Señor, Rey de Macedonia, estamos listos para ir contra Darío...
Yo era Alejandro, “El Magno”, rey de los macedonios, hijo de Filipo, que había lanzado su campaña de guerra contra el imperio persa y vengar la muerte de su padre. Como lo llaman los iraníes:
“Una bestia que salió de los mares con una fuerza ciclónica; un demonio de cabello alborotado nacido de la raza de la ira…”
Yo, Alejandro, dispuse el ordenamiento de las tropas antes de salir. El ejército contaba con: Varias falanges con unidades sintagmáticas, hoplitas, hipaspistas, peltastas, caballería con cuerpos de hetairoi, artillería de asedio, arqueros y miembros de la guardia real macedónica. La resistencia que ofrecieron los sátrapas de Darío no fue significativa, y la última victoria junto al río Gránico no demandó muchas bajas. Había, por lo tanto, suficientes hombres, armamento y víveres para continuar la campaña hasta el corazón de Persia: Persépolis.
El control en los desfiladeros del Tauro estaba asegurado; ordené a mi ejército descender hasta Cilicia y en la llanura de Isos atacamos a Darío III, “El Gran Rey” de Persia; el enemigo nos superaba ampliamente en número; Darío colocó gran parte de su caballería en el flanco derecho, cerca del mar, y en la izquierda, jinetes y arqueros; avanzamos lentamente y al acercarnos, cuando ya podíamos sentir el olor a carne enemiga, ordené un ataque pleno por el flanco derecho y por el centro; mi espada blandía en lo alto sedienta de sangre; era un espectáculo ver las armaduras, sarissas, espadas y adargas macedónicas iluminando la llanura, esta vez, con el fulgor de nuestra cólera; los tesalios arrasaban a los jinetes persas hundiendo sus espadas con odio visceral; era un festival de sangre que me henchía de orgullo, una hecatombe en la cual plasmaba una venganza personal.
Mi arnés fue apenas vulnerado, pero no me impidió ir en busca de Darío; ataqué con mi caballería por el flanco donde estaba “El Gran Rey”; me aproximé; mi guarnición lo rodeó, era una presa lista para ser capturada; el rostro de Darío no se veía claro; su fisonomía, nubosa e indefinida, se desdibujaba como una imagen fantasmal tras un fárrago de espadas que colisionaban; me abrí paso decapitando persas y allí lo vi; ¡Darío III era yo! ¡Tenía mi rostro también! Un
rostro entumecido, absorto de ver cómo su ejército era masacrado; sus ojos se fundían en un terror paralizante; aquellos ojos, que eran los míos, ¡tenían la misma expresión pasmosa del mosaico de Pompeya!
Darío montó en su caballo, enfundó su cimitarra y huyó. Abandonó en la llanura su manto púrpura y su yelmo. Junto con él, se iban su dominio del mundo, su poder, su tiránica amenaza.
Alcé mi escudo sagrado de Troya, mientras veía escapar una parte de mí. Darío se alejaba con algunos soldados hasta reducirse a pequeños puntos en la llanura inmensa. Más tarde sería vencido. Su vida vería pronto el ocaso, al igual que su imperio.
Sonó la trompeta de victoria, y me vi de pronto apoyado sobre el dresuar, adormecido, cansino. Mis manos sudaban. La potente trompeta no era más que el timbre de casa que sonaba insistente. Desperté de un sueño en el cual fui vencedor y vencido. Entre las sangrientas páginas de la historia mi crisis encontró un paralelo en esta dualidad onírica. Alejandro contra Darío no fue sino un capítulo más en la constante lucha conmigo mismo.


INSAURRALDE, Alejandro. “La batalla de Isos”, Entre vivencias y visiones, 2da.edición, Buenos Aires, Sabor artístico, 2013.








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