Cheque en blanco: las 10 obras que compraría el gran Macció
Fabián Burgos, versión en rojo Foto: LA NACION / Maximiliano Amena
De traje, ocultos sus ojos detrás de lentes oscuros
para mitigar su timidez, el gran maestro Rómulo Macció expuso su credo
pictórico, antes de iniciar su maratón "compradora" por arteBA: "Lo
único que me interesa es la pintura, que es el lenguaje natural del
hombre, como cantar y bailar. Soy tradicional y no creo en lo
conceptual. A Duchamp hay que dejarlo descansar en paz: su gesto nació y
murió con él".
Gachi Harper, óvalos superpuestos Foto: LA NACION / Maxim
Depositario de un "cheque en
blanco" otorgado por La Nación en este juego de sumar 10 obras a su
colección personal, cimentada con gramáticas disímiles como las de Quinquela,
Marcia Schvartz, Luis Francella y Berni, entre la veintena de firmas que
atesora en sus casas de Recoleta y París y en su taller en Balvanera, Macció
fue consecuente con sus dichos. Con sus vitalísimos 84 años, el maestro
autodidacta de la Nueva Figuración ("una etapa más y una menos" en su
fecunda trayectoria) sólo se detuvo ante la seducción de la pintura, que para
él es como una "ciencia oculta, un acto irracional, en el cual se cifra el
misterio de la creación humana".
"Me parece
natural que la gente quiera poseer cuadros. Sería coleccionista si
tuviera dinero", confesó, parado frente a un lienzo suyo hipnótico, Reflejos sobre la ciudad,
la luz que rebota sobre los rascacielos de Manhattan, que se negó a
comprar en Vasari. "Sería vanidad pero tendría una casa vacía sólo
con cuadros. De otros, para ver a través de ese rectángulo como se
expresan los hombres. De poder hacerlo colgaría obras de Bacon, Tiziano,
Matisse, Picasso. Velázquez, Vermeer. Soy clásico", se definió.
Sin
titubeos, su primera adquisición fue el colorido festín matérico de un
lienzo floral, de gran empaste y formato, de Juan Becú, Beau geste,
en la galería Nora Fish. "La pintura no se puede explicar ni teorizar.
Es como el vino, te gusta o no. Lo mío es intuitivo y sólo diré que ésta
me conmueve porque es la consagración de la pintura. ¿Ves el juego del
pincel en la tela? Lo que importa no es la temática, sino la energía que
vibra sobre el lienzo."
Gachi Hasper
En la galería paulista Oscar Cruz lo
cautivó la sensual geometría de Gachi Hasper: una obra sin título de
2015, de óvalos en colores plenos y superpuestos que juegan con la
transparencia de un fondo blanco. "Tiene su inteligencia ese juego
repetido de figuras. Me gusta, va para mi colección", dijo y pasó
inmutable frente a la performance Joya imposible, de Jimena
Crocey, en la que un hombre con el torso desnudo mantenía en equilibrio
dos piezas de bronce sobre los huecos de su clavícula.
De pronto, un encuentro sorpresivo con su ex "socio" Yuyo Noé lo distrajo. "El arte se ha banalizado, como todo en realidad -acotó-. Cuando empezamos, por idea de Yuyo, queríamos revolucionar la figuración, ir en contra de la obra bonita, mediante el action painting o el informalismo aplicado a la figura. No hablábamos de otra cosa. Mirábamos y discutíamos lo que hacía el otro", recordó. Su oficio como publicitario, primero en la agencia Relator, luego en Walter Thompson y, más tarde, en De Luca actuó como una escuela plástica. "Era gente culta, que trabaja los bocetos con pinceles y acuarela. Nos importaba el arte, pero había que tener un oficio, nadie podía vivir de la pintura."
De pronto, un encuentro sorpresivo con su ex "socio" Yuyo Noé lo distrajo. "El arte se ha banalizado, como todo en realidad -acotó-. Cuando empezamos, por idea de Yuyo, queríamos revolucionar la figuración, ir en contra de la obra bonita, mediante el action painting o el informalismo aplicado a la figura. No hablábamos de otra cosa. Mirábamos y discutíamos lo que hacía el otro", recordó. Su oficio como publicitario, primero en la agencia Relator, luego en Walter Thompson y, más tarde, en De Luca actuó como una escuela plástica. "Era gente culta, que trabaja los bocetos con pinceles y acuarela. Nos importaba el arte, pero había que tener un oficio, nadie podía vivir de la pintura."
Un
diseñador lo marcó: el piamontés Bartolomé Mirabelli. Pero el éxito a
Macció le llegó temprano al ganar el premio De Ridder y a los 30 años le
cedió su puesto de director de Arte en De Luca a Juan Carlos Distéfano.
Su
natural distracción, el trazado de la feria o la amenidad de la charla
devolvían a Macció al mismo punto de partida cuando el juego óptico de
las líneas curvas y "trémulas" en rojo y azul en sendos cuadros de
Fabián Burgos (Esto azul y Esto rojo) sellaron otras dos
compras. "Me producen un vértigo emocional. Son obras que dicen mucho
con muy poco", murmuró. Macció sabía de la existencia de un lienzo de
pedigrí, firmado por uno de los precursores del arte moderno en el país,
el santiagueño Ramón Gómez Cornet. En Palatina, halló ese retrato
femenino de perfil, fechado en 1941 y se lo disputó a un comprador.
Rápido de reflejos le comunicó a Norma Quarrato su decisión: "Es una
gema y una prueba de que las mejores obras siempre llegan en la
madurez".
¿El Macció de hoy es superior al de los 60?", quiso
saber La Nación. "No me corresponde juzgarme. Hago lo que puedo y lo que
me sale", se atajó. "Pero si uno mira la historia del arte verá que la
calidad plástica llega con la experiencia, la prueba y el error. No me
pidan más explicaciones: soy mudo, por eso pinto", se escudó.
"Frescura,
potencia, humor y misterio", dijo sobre el envío de Clorindo Testa a la
Bienal de San Pablo en 1987: el lienzo monumental Ballet Utopía=no lugar.
Punto rojo para esa crítica a la ciudad de la utopía de Tomás Moro, en
la que asoma, fiel, la impronta irónica de Testa: una pierna como
levantada pareciera desde un ángulo patear a toda una urbe.
En Del
Infinito, eligió otras perspectivas urbanas: el políptico de nueve
piezas en tinta y chorreaduras que el "parisino" Martín Reyna pintó al
mojar el papel y guiar el color por esas humedades. "No me interesa
tanto la técnica como esas fachadas ascéticas en blanco y negro",
justificó sobre el conjunto.
"De Gandhi tiene poco y nada, pero me
gusta esa estridencia crispada de colores flúo y ese gesto manual,
obsesivo de pintar a partir de trozos de géneros de colchones", dijo
Macció sobre la obra de su coetánea Marta Minujín. Contemplaba un
diálogo vertical entre "Mandela" y "Gandhi", de infinidad de piezas
superpuestas y apabullante colorido en la galería RO. Macció eligió el
de tonalidades más encendidas. Al pasar por Rubbers, compró el lienzo
irregular y caótico de Noé, Nombre desconocido. "Me gusta su
audacia de usar la pared como si fuera la tela en un bastidor y volcar
en ella los registros de la pintura", dijo y acercó su mirada como
buscando señuelos para explicar el conjunto polifónico de trazos y
figuras.
"Lo advertí y lo repito: para mí la pintura se reduce a
un me gusta-no me gusta, me conmueve-no me conmueve", arremetió al pasar
por enfrente de la reelaboración, en soporte fotográfico, que Nicola
Costantino hizo de La lección de anatomía, de Rembrandt. "Está
bien esa obra", opinó, "pero a la fotografía no la vinculo con la
creación artística. Es un buen ojo delante de un objetivo".
Macció
ya había gastado 275.000 dólares y 276.000 pesos cuando sumó su último
objeto: un óleo sobre papel de Carlos Arnaiz, de la serie Flora, en la
galería de Jorge Mara. Grandes pétalos como manchas azarosas, en colores
plenos. "Es estéril preguntarse qué es. El arte siempre es un misterio,
una ciencia oculta. Si alguien insiste en saber, allí está el artista
para preguntarle", desafió Macció: el hombre que juzga con la mirada y
para quien la experiencia estética aparece cifrada ante el lenguaje,
demasiado cartesiano, de las palabras.
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