El otro monstruo
José Álvarez Junco
El
otro día recordé —sin lamentarla— la muerte de Hitler, ocurrida hace ahora 70
años. Hoy toca hablar del otro personaje que compartió con él el dominio del
tablero europeo y que, tras derrotarle en “la Gran Guerra Patria”, disfrutaba
en esos mismos días de su momento de máxima gloria. Me refiero a Iósif (José)
Vissariónovich Stalin; para los amigos, Koba.
Lo
primero que debe decirse sobre Stalin es que, al igual que Hitler, fue un loco;
un loco asesino. Millón más, millón menos, eliminó al mismo número de personas
que el jerarca nazi y con métodos parecidos: los fusilamientos y los campos de
concentración; con la diferencia de que en los de Stalin los prisioneros no
eran inmolados en cámaras de gas al poco de llegar sino que, tras una supervivencia
media de cinco años, morían a causa de los trabajos forzados, el frío o el
hambre.
El número de reclusos de los “campos de trabajo correctivos” (Gulag)
superó los diez millones, y los muertos los dos millones. Aquellos campos
fueron creados para los antiguos aristócratas, los kulaks (campesinos medios
opuestos a la colectivización), el clero ortodoxo, los delincuentes comunes y,
sobre todo, los disidentes políticos. Sobre estos últimos, solo en las “grandes
purgas” de 1936-1938 hubo 1,3 millones de detenidos, de los que unos 700.000
acabaron ejecutados. En total, los fusilados bajo Stalin ascienden a un millón,
como mínimo, que se eleva a cuatro si se añaden los muertos en campos de
trabajo y en deportaciones masivas de población. Doy cifras conservadoras,
multiplicadas por dos o más por algunos historiadores.
Tampoco la vida privada
de Stalin superó a la de Hitler en ningún sentido. Huérfano de padre, tuvo
siempre mala relación con su madre y no asistió a su entierro; hay serias
sospechas de suicidio tanto de su segunda mujer como de su único hijo, y cuando
le sobrevino el ataque fatal, sus íntimos dejaron pasar las horas sin llamar a
un médico; Koba mismo había denunciado “conspiraciones de médicos”,
pero, además, su muerte aliviaba a todos.
Su obsesión paranoica es comparable a
la del líder nazi, aunque menos racional y previsible. Un alemán conservador,
ario por los cuatro costados y respetuoso con el partido tenía altas
probabilidades de no ser molestado por los esbirros del Führer. Con Stalin, ni
el bolchevique más ferviente estaba seguro. Al revés, podía ser detenido,
torturado, obligado a confesar delitos imaginarios y finalmente ejecutado.
Sencillamente, porque Koba sentía envidia hacia él. Stalin condenó a
Trotski por “izquierdista”, a Zinoviev, Kamenev o Bujarin —que le apoyaron en
la operación contra Trotski— por “derechistas”, a los jefes de la policía
secreta Yagova y Yezhov... Toda la plana mayor bolchevique de 1917-1923, la
protagonista del Octubre Rojo, había sido eliminada en 1939.
Y
entonces, ese mismo año, se embarcó en su gran operación política, máxima
prueba de su falta de principios morales: se alió con Hitler, su enemigo
jurado, para repartirse Polonia. La responsabilidad del inicio de la Segunda
Guerra Mundial recae, por tanto, sobre ambos, aunque luego, al atacar Hitler a
su aliado (que fue así; Stalin nunca rompió el acuerdo, aunque quizás solo por
falta de previsión), pasara a la historia como el adalid del antifascismo y
hasta fuera candidato al Premio Nobel de la Paz.
No
vale la pena dar más datos sobre la catadura moral del personaje. Al igual que
con su rival nazi, su personalidad es, en definitiva, lo de menos. Lo
importante, lo que no deberíamos dejar de preguntarnos nunca, es cómo pudo
aquel sistema poner a un monstruo de este calibre a su cabeza.
La primera respuesta que se le
ocurre a uno es similar a la del caso alemán: atribuirlo a la tradición rusa;
en este caso, al zarismo, tiranía brutal como pocas (aunque su número de víctimas,
comparado con el de los bolcheviques, sea cosa de niños). Estar dominados por
un déspota caprichoso de quien se esperaba la solución de todos los males
sociales era lo habitual para un ruso.
Pero
hay otra respuesta, muy distinta, que creo más interesante: me refiero a la
debilidad política de la teoría marxista, a la falta de precauciones ante los
posibles abusos de los futuros dirigentes de la dictadura del proletariado, un
tránsito obligado en el proceso de construcción del paraíso socialista. Karl
Marx, tan penetrante en su crítica social, mostró una sorprendente ingenuidad
política al subirse, sin más, al tren jacobino: solo importaba la toma del
poder por el proletariado.Cuando esto ocurriera, ¿por qué poner límites al
gobierno del pueblo trabajador? No previó algo tan elemental como que los
representantes del proletariado, al disponer del poder absoluto, pudieran
usarlo en su propio beneficio. Tampoco lo previó Lenin, el verdadero artífice
del sistema. Ni Trotski, uno de sus colaboradores más crueles, que sólo comenzó
a criticarlo cuando fue desplazado del poder. Stalin no hizo sino perfeccionar
el modelo montado por Lenin y Trotski.
Mucho más pesimistas, y más lúcidos,
los padres del constitucionalismo norteamericano dieron por supuesto que el ser
humano tiende a aprovecharse del poder cuando lo tiene en sus manos. Y a partir
de ahí montaron unos mecanismos de reparto de poderes, controles y contrapesos,
que ponían las máximas trabas posibles a los abusos. El sistema está lejos de
ser perfecto, pero ha funcionado mucho mejor que las dictaduras en nombre del
pueblo o del proletariado.
Alguna
moraleja podríamos sacar hoy. Los partidos que proceden de la tradición
comunista, y no se han desprendido suficientemente de su pasado
estalinista, lo están pagando. Porque son muy pocos los europeos actuales que
quieren vivir como los ciudadanos de la Europa del Este en los años 1945-1989.
Como
la Iglesia católica está pagando, desde hace siglos, por su pasado
inquisitorial. Se cree víctima de un “laicismo agresivo”, sin comprender que la
ciudadanía desconfía, con razón, de que, si ellos recuperaran el poder de
antaño, no volvieran a erigir piras para inmolar a quienes no comulgaran al
cien por cien con su ideario. Y tampoco debe atribuirse aquello a la retorcida
personalidad de un Torquemada, sino a un sistema totalitario de pensamiento y
de poder. Instituciones con este pasado sucio no recuperarán nuestra confianza
hasta que no abjuren solemnemente de ese esquema mental y garanticen, de manera
creíble, que jamás volveremos a vivir aquello.
José Álvarez Junco es historiador. Su último libro es Las
historias de España (Pons / Crítica).
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