Cuando el pastor sigue al rebaño
Rubén Amón
La revolución que prometía el Papa arriesga a quedarse en las formas. ¿Será capaz de pasar de los gestos a las gestas?
No está claro si el pastor guía
al rebaño o si el rebaño guía al pastor. La primera hipótesis refleja la
obligación jerárquica del Papa, pero la segunda ha adquirido verosimilitud con
la accidentalidad de un pontificado que se desenvuelve entre las ocurrencias,
la inercia plebiscitaria y la improvisación.
El caso más reciente al respecto
concierne al papel de la mujer en la Iglesia. No porque existan expectativas
revolucionarias, sino porque Francisco se
ha comprometido a estudiar la equiparación entre diáconos y diaconisas, de tal
forma que estas últimas tendrían la facultad de administrar el bautismo y
asistir las nupcias, adquiriendo un rango superior al de la monja rasa.
Nada que ver con el sacerdocio
femenino. O mucho que ver con la definición volátil del papado franciscano,
toda vez que el debate de la discriminación del clero femenino se originó
inesperadamente en el Vaticano como reclamación de una representante de la
Unión Internacional de Superioras.
El Papa sabía de las cámaras y de
la expectación. También parece haber asumido el poder mediático, catártico que
se le atribuyen a sus palabras. Y las proezas que se le amontonan o se le
reconocen por el mero hecho de insinuarlas, forzándole a cumplir el papel de
Pontífice transgresor o de patriarca planetario en un asombroso ejercicio de
sugestión.
Y lo que concedió el Papa a las
superioras fue lo que hubiera concedido un primer ministro con reflejos.
Aceptar la sugerencia con empatía. Y comprometerse a la apertura de una
comisión, igual que ya las había abierto para depurar los casos de pederastia,
rectificar la opacidad financiera de la Santa Sede, o velar por el desasosiego
de los divorciados.
La
paradoja del papado tres años después de haberse inaugurado consiste en la
distancia que separa las palabras de los hechos, las formas del fondo.
Francisco ha adquirido una reputación de Papa transformador no por sus
novedades doctrinales, sino por su instinto informativo, su carisma escénico y
su posición de contrafigura a una Iglesia opulenta y hermética.
Ha descompuesto las maneras. Ha
roto la distancia jerárquica con los feligreses. Ha lavado los pies de los presos.
Ha abjurado de los símbolos del poder. Y se ha hecho humano, con el riesgo que
supone la trivialización del primado. O con la preocupación que semejante
sensibilidad franciscana ha abierto entre los flancos conservadores. No ya
desconcertados por la irrupción de un Papa arrabalero y peronista que simpatiza
con la Teología
de la Liberación, sino irritados por la popularidad de Francisco entre los
agnósticos y los ateos, a quienes deslumbra la tolerancia del Papa y la
destreza con que se aferra al undécimo mandamiento.
“¿Quién
soy yo para juzgar a un homosexual?”, proclamó Francisco asumiendo el
madero de la discriminación. E ignorándose entonces que Jorge Mario Bergoglio
tanto vetaría el nombramiento de un embajador francés homosexual ante la Santa
Sede como se movilizaría para malograr en Italia los matrimonios entre personas
del mismo género.
Había sucedido en Irlanda unos
meses antes. Y había trascendido que el Papa los consideraba una “derrota para
la humanidad”, predisponiendo por idénticas razones un asedio a la maduración
de la normativa italiana. Que se ha aprobado, es verdad, pero desprovista de la
igualdad semántica —queda prohibido el uso del término matrimonio— y de los
derechos de adopción.
No parecen haberle afectado a la
reputación del Pontífice estas ambigüedades. Su grado de infalibilidad y de
devoción consolidan un aura providencial al que se han adherido los populismos
de izquierdas —Podemos, Bernie Sanders, Corbyn, Maduro…— y los movimientos
ecologistas, advirtiendo en este Papa un azote contra el capitalismo y un
aliado en la custodia del planeta, como se desprende de su rechazo a las
energías fósiles y de sus homilías justicieras sobre la redistribución de la
riqueza.
Francisco gusta como líder
político, como revulsivo latinoamericano, incluso como misionero de La
sangre del pobre (1909), un ensayo del escritor ultracatólico Léon Bloy de
acuerdo con el cual la prosperidad de unos proviene exacta, aritméticamente, de
la miseria de los otros.
El Papa sabe dónde tiene que ir, como
sucedió en Lesbos. Y sabe lo que tiene que decir, como ocurrió cuando opuso
el lenguaje de las flores al de las armas (textual) en plena hemorragia siria.
El problema es que tanta sensibilidad hacia las emergencias planetarias parece
haber subordinado las obligaciones propias. Y desdibujado cualquier
reformulación de la doctrina sobre el celibato, el aborto, los anticonceptivos,
la moral sexual.
No va a prosperar más allá de la
superficie el debate de las diaconisas. Ni siquiera lo hizo el de los
divorciados. Parecía que el Papa les había reconocido el derecho a la comunión,
pero su última exhortación apostólica (Amoris laetitia) elude
cualquier modificación doctrinal o legislativa al respecto. Y atribuye a la
sensibilidad de los obispos o de los sacerdotes la situación de cada caso,
lejos de una indulgencia generalizada.
El cónclave que proclamó a
Francisco se observó como una inflexión histórica. El primer Papa jesuita. El
primer Papa americano. El Papa libertario y franciscano. No se pueden reprochar
a Bergoglio las construcciones ajenas ni las invocaciones mesiánicas, pero el
análisis de su primer trienio en olor de multitudes obliga a abanicar el
incienso de las palabras.
De otro modo, el National
Catholic Reporter, una exigente publicación estadounidense que recela de
la euforia “papulista”, no hubiera encadenado una serie de editoriales severos
en los que reprocha al Pontífice la tibieza de las comisiones de las finanzas y
de los abusos sexuales.
La opinión pública considera
resueltos ambos conflictos porque Francisco los ha condenado con extraordinaria
dureza, pero llama la atención que la beligerancia hacia unos y otros
delincuentes apenas haya tenido correlación en procesos judiciales, condenas y
escarmientos ejemplares.
No se pueden cambiar en tres años
las inercias milenarias ni las palabras escritas en piedra. Francisco, en
cambio, sí dispone de todos los poderes y de todos los medios para modular de
los gestos a las gestas.
El País. España
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