martes, 31 de mayo de 2016

SUMISIÓN





La medialuna sobre el Sena

Mario Vargas Llosa








Acaba de haber elecciones generales en Francia y la “Fraternidad musulmana” ha ganado con comodidad; socialistas y republicanos, temerosos de que el Frente Nacional de Marine Le Pen pudiera acceder al poder en estos comicios, han asegurado aquel triunfo. La Francia que fue antaño cristiana, luego laica, tiene ahora, por primera vez, un presidente musulmán, Mohammed Ben Abbes.
Contrariamente a lo que se temía, los “grupos identitarios” (nacionalistas y xenófobos), no han entrado en zafarrancho de combate y parecen haberse resignado a lo ocurrido con unos cuantos alborotos y algún crimen, algo que, por lo demás, los discretos medios de comunicación apenas mencionan. El país muestra una insólita pasividad ante el proceso de islamización, que empieza muy de prisa en el ámbito académico. Arabia Saudita patrocina con munificencia a la Sorbona, donde los profesores que no se convierten deben jubilarse, eso sí, en condiciones económicas óptimas. Desaparecen las aulas mixtas y los antiguos patios se llenan de jovencitas veladas. El nuevo presidente de la universidad, Rediger, autor de un best seller que ha vendido tres millones de ejemplares: Diez preguntas sobre el Islam, defiende la poligamia y la practica: tiene dos esposas legítimas, una veterana y otra de apenas quince años.
Quien cuenta esta historia, François, es un oscuro profesor de literatura que se 
pasó siete años escribiendo una tesis sobre Joris-Karl Huysmans y ha publicado un solo libro, "Vértigo de neologismos", sobre este novelista decimonónico. Solterón, apático y anodino, nunca le interesó la política pero ésta entra como un ventarrón en su vida cuando lo echan de la universidad por no convertirse y pierde a su novia, Myriam, que, debido al cambio de régimen, debe emigrar a Israel con toda su familia al igual que la mayoría de judíos franceses.
François observa todos estos enormes cambios que suceden a su alrededor –por ejemplo, que la política exterior francesa se vuelque ahora a acercar a Europa y en especial a Francia a todos los países árabes- con un fatalismo tranquilo. Este parece ser el estado de ánimo dominante entre sus compatriotas, una sociedad que ha perdido el élan vital, resignada ante una historia que le parece tan irremediable como un terremoto o un tsunami, sin reflejos ni rebeldía, sometida de antemano a todo lo que le depara el destino. Basta leer unas pocas páginas de esta novela de Michel Houellebecq para entender que el título le viene como anillo al dedo: Sumisión. En efecto: esta es la historia de un pueblo sometido y vencido, que, enfermo de melancolía y de neurosis, se va viendo desaparecer a sí mismo y es incapaz de mover un dedo para impedirlo.
Aunque la trama está muy bien montada y se lee con un interés que no decae, a ratos se tiene la impresión no de estar enfrascado en una novela sino en un testimonio psicoanalítico sobre los fantasmas macabros de un inconsciente colectivo que se tortura a sí mismo infligiéndose humillaciones, fracasos y una lenta decadencia que lo llevará a la extinción. Como este libro ha sido leído con avidez en Francia por un enorme público, cabe suponer que en él se expresan unos sentimientos, miedos y prejuicios de que es víctima un importante sector de la sociedad francesa.




Es simplemente inverosímil que alguna vez ocurra en Francia aquello que parece profetizar Sumisión, un retroceso tan radical hacia la barbarie del país que entronizó por primera vez Los Derechos del Hombre, cuna de las revoluciones que, según Marx, se proponían “asaltar el cielo”, y de la literatura más refractaria al status quo de toda Europa. Pero tal vez semejante pesimismo se explique recordando que la modernidad ha golpeado de manera inmisericorde a Francia, que nunca ha sabido adaptarse a ella –por ejemplo sigue arrastrando un Estado macrocefálico que la asfixia y unas prestaciones generosas que no puede financiar-, al mismo tiempo que el terrorismo se ha encarnizado en su suelo impregnando de inseguridad y desmoralización a sus ciudadanos. Por otra parte su clase política, que ha ido decayendo y parece haber perdido por completo su capacidad de renovarse, no sabe cómo enfrentar los problemas de manera radical y creativa. Esto explica el crecimiento enloquecido del Front National y el repliegue tribal al nacionalismo de orejeras que proponen sus dirigentes como remedio a sus males.
La novela de Michel Houellebecq da forma y consistencia a esos fantasmas de manera muy eficaz y seguramente contribuye a difundirlos. Lo hace con pericia literaria y una prosa fría y neutral. Es difícil no sentir cierta simpatía por François y tantos infelices como él, sobre los que se abate la desgracia sin que atinen a ofrecer la menor resistencia a unos acontecimientos que, como diría el buenazo de Monsieur Bovary, parecen “la falta de la fatalidad”. Pero todo esto es puro espejismo y, una vez concluida la magia de la lectura, conviene cotejar la ficción con el mundo real.
Verdad que la población musulmana en Francia es, comparativamente, la más numerosa de Europa, pero, también, que se trata de la menos integrada y que la tensión y violencias que a veces estallan entre ella y el resto de la sociedad se deben en buena parte al estado de marginación y desarraigo en que se encuentra. Por otro lado, es importante recordar que el mayor número de víctimas del terrorismo de los islamistas fanáticos son los propios musulmanes y que, por lo tanto, presentar a esta comunidad cohesionada e integrada política e ideológicamente como hace la novela de Houellebecq es irreal. Y, también, suponer que una de las sociedades que está más a la vanguardia en el mundo en cuestiones sociales –de sexo, de religión, de género y derechos humanos en general- podría involucionar hacia prácticas medievales como la poligamia y la discriminación de la mujer con la facilidad con que describe Sumisión. Semejante conjetura va más allá de cualquier licencia poética.
Y, sin embargo, entre tantas mentiras hay unas verdades que se insinúan y prevalecen en el libro de Michel Houellebecq. Son los prejuicios, la xenofobia y la paranoia que inspiran esa siniestra fantasía, aquella sensación mentirosa de que el futuro está determinado por fuerzas contra las cuales el hombre común y corriente es impotente y no tiene otra opción que la de acatarlo o suicidarse. No es cierto que la libertad no exista y los seres humanos sean ciegos intérpretes de un guión pre-establecido. Siempre hay algo que se puede hacer para enfrentarse a derroteros adversos. Si el fatalismo que postula Sumisión frente a la historia fuera cierto, nunca habríamos salido de las cavernas. Gracias a que es posible la insumisión ha habido progreso. Vivir con la sensación de la derrota en la boca, como viven los personajes de esta novela, da una lastimosa imagen del ser humano. François acata lo que considera su sino y se somete; al final de libro, se tiene la sospecha de que, pese a su secreta e invencible repugnancia contra todo lo que ocurre, terminará por convertirse también, de modo que pueda volver a enseñar en la Sorbona, prepare la edición de la Pléiade de las novelas de J.K. Huysmans y acaso, como Rediger, hasta se case con varias mujeres.






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2 comentarios:

  1. Con el respeto que me merece quien hace el comentario, a mí, "Sumisión" me dejó una sensación diferente, triste. La descripción del protagonista, para mí, es tal cual, un mediocre profesor universitario, sin pasión alguna, sin futuro, sin sueños. Sospecho que el autor a tratado de mostrar con él, el espíritu medio que siente en su país.
    La morfología de la historia, desde Spengler y Toynbee, ha quedado comprendida dentro del concepto de "cultura" o "civilización" como unidades orgánicas que tienen un nacimiento, un desarrollo y un final. La mayoría de las civilizaciones que existieron, hoy ya no existen. A pesar de que el camino no es rectilíneo, el hombre salió de "las cavernas", de una manera que no es lineal, que no responde el sistema tripartito (antigua - media - moderna), pero en el que aportan más las pleamares, que las bajamares.
    En 476, cuando Flavio Rómulo Augusto (Rómulo Augustulo) entrega el mando a Odoacro, el mundo Helénico ya había llegado a su fin. Algunos siglos más tarde, aparece en el paisaje de lo que hoy llamamos Europa, la cultura más increíble que el delirio humano pudo haber imaginado. Podemos ir hacia adelante y ser optimistas, solo hay que aceptar que el derrotero bien puede tener otra forma y que cada tanto (siglos) el humano, hace una pasada por la caverna, para venerar a sus ancestros.
    Al tiempo transcurrido, entre el fin del helenismo y lo que hoy llamamos Occidente (del siglo V al XI aproximadamente), los historiadores tripartitos, lo llamaron “edad oscura”. Fue el tiempo necesario para darle una honorable sepultura al helenismo y gestar el alma más maravillosa que haya visto, al momento, la historia universal.

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