"El cerebro necesita emocionarse para aprender"
Ana Torres Menárguez
Francisco Mora, doctor en Medicina y Neurociencia
La neuroeducación, la disciplina
que estudia cómo aprende el cerebro, está dinamitando las metodologías
tradicionales de enseñanza. Su principal aportación es que el cerebro necesita emocionarse para aprender y desde
hace unos años no hay idea innovadora que se dé por válida que no contenga ese
principio. Sin embargo, uno de los máximos referentes en España dentro de este
campo, el doctor en Medicina Francisco Mora, pide cautela y advierte de que en
la neuroeducación todavía hay más preguntas que respuestas.
Mora, autor del libro "Neuroeducación.
Solo se puede aprender aquello que se ama ", que ya cuenta con once ediciones
desde 2013, es también doctor en Neurociencia por la Universidad de Oxford y se
empezó a interesar por el tema en 2010, cuando acudió al primer Congreso
Mundial de Neuroeducación celebrado en Perú.
Defiende que la educación puede
transformarse para hacer el aprendizaje más efectivo, por ejemplo, reduciendo
el tiempo de las clases a menos de 50 minutos para que los alumnos sean capaces
de mantener la atención. El profesor de Fisiología Humana de la Universidad
Complutense alerta de que en la educación se siguen dando por válidas
concepciones erróneas sobre el cerebro, lo que él llama neuromitos.
Además, Mora es adscrito al departamento de Fisiología Molecular y Biofísica de
la Universidad de Iowa,
en Estados
Unidos.
Pregunta: ¿Por qué es
importante tener en cuenta los hallazgos de la neuroeducación para transformar
la forma de aprender?
Respuesta: A nivel internacional
hay mucho hambre por anclar en sólido lo que hasta ahora solo han sido
opiniones, y ese interés se da especialmente en los profesores. Lo que hace la
neuroeducación es trasladar la información de cómo funciona el cerebro a la
mejora de los procesos de aprendizaje. Por ejemplo, conocer qué estímulos
despiertan la atención, que después da paso a la emoción, ya que sin estos dos
factores no se produce el aprendizaje. El cerebro humano no ha cambiado en los
últimos 15.000 años; podríamos tener a un niño del paleolítico inferior en un
colegio y el maestro no darse cuenta. La educación tampoco ha cambiado en los
últimos 200 años y ya disponemos de algunas evidencias que hacen urgente esa
transformación. Hay que re-diseñar la forma de enseñar.
P: ¿Cuáles son las certezas
que ya se pueden aplicar?
R: Una de ellas es la edad a
la que se debe aprender a leer. Hoy sabemos que los circuitos neuronales que
codifican para transformar de grafema a fonema, lo que lees a lo que dices, no
terminan de conformar las conexiones sinápticas hasta los seis años. Si los
circuitos que te van a permitir aprender a leer no están conformados, se podrá
enseñar con látigo, con sacrificio, con sufrimiento, pero no de forma natural.
Si se empieza a los seis, en poquísimo tiempo se aprenderá, mientras que si se
hace a los cuatro, igual se consigue pero con un enorme sufrimiento. Todo lo
que es doloroso tiendes a escupirlo, no lo quieres, mientras que lo que es
placentero tratas de repetirlo.
P: ¿Cuál es el principal
cambio que debe afrontar el sistema educativo actual?
R: Hoy comenzamos a saber
que nadie puede aprender nada si no le motiva. Es necesario despertar la
curiosidad, que es el mecanismo cerebral capaz de detectar lo diferente en la
monotonía diaria. Se presta atención a aquello que sobresale. Estudios
recientes muestran que la adquisición de conocimientos comparte sustratos
neuronales con la búsqueda de agua, alimentos o sexo. Lo placentero. Por eso
hay que encender una emoción en el alumno, que es la base más importante sobre la
que se sustentan los procesos de aprendizaje y memoria. Las emociones sirven
para almacenar y recordar de una forma más efectiva.
P: ¿Qué estrategias puede
utilizar el docente para despertar esa curiosidad?
R: Tiene que comenzar la
clase con algún elemento provocador, una frase o una imagen que resulten
chocantes. Romper el esquema y salir de la monotonía. Sabemos que para que un
alumno preste atención en clase, no basta con exigirle que lo haga. La atención
hay que evocarla con mecanismos que la psicología y la neurociencia empiezan a
desentrañar. Métodos asociados a la recompensa, y no al castigo. Desde que
somos mamíferos, hace más de 200 millones de años, la emoción es lo que nos
mueve. Los elementos desconocidos, que nos extrañan, son los que abren la ventana
de la atención, imprescindible para aprender.
P: Usted ha advertido en
varias ocasiones de la necesidad de ser cautos ante las evidencias de la
neuroeducación. ¿En qué punto se encuentra?
R: La neuroeducación no es
como el método Montessori, no existe un decálogo que se pueda
aplicar. No es todavía una disciplina académica con un cuerpo reglado de
conocimientos. Necesitamos tiempo para seguir investigando porque lo que
conocemos hoy en profundidad sobre el cerebro no es aplicable enteramente al
día a día en el aula. Muchos científicos dicen que es muy pronto para llevar la
neurociencia a las escuelas, primero porque los profesores no entienden de lo
que les estás hablando y segundo porque no existe la suficiente literatura
científica como para afirmar a qué edades es mejor aprender qué contenidos y
cómo. Hay flashes de luz.
R: Nos estamos dando cuenta,
por ejemplo, de que la atención no puede mantenerse durante 50 minutos, por eso
hay que romper con el formato actual de las clases. Más vale asistir a 50
clases de 10 minutos que a 10 clases de 50 minutos. En la práctica, puesto que
esos formatos no se van a modificar de forma inminente, los profesores deben
romper cada 15 minutos con un elemento disruptor: una anécdota sobre un investigador,
una pregunta, un vídeo que plantee un tema distinto… Hace unas semanas la Universidad
de Harvard me encargó diseñar un MOOC (curso online masivo y abierto) sobre
Neurociencia. Tengo que concentrarlo todo en 10 minutos para que los alumnos
absorban el 100% del contenido. Por ahí van a ir los tiros en el futuro.
P: En su libro Neuroeducación.
Solo se puede aprender aquello que se ama alerta sobre el peligro de los
llamados neuromitos. ¿Cuáles son los más extendidos?
R: Existe mucha confusión y
errores de interpretación de los hechos científicos, lo que llamamos
neuromitos. Uno de los más extendidos es el de que solo se utiliza el 10% de
las capacidades del cerebro. Todavía se venden programas informáticos basados
en él y la gente confía en poder aumentar sus capacidades y su inteligencia por
encima de sus propias limitaciones. Nada puede sustituir al lento y duro
proceso del trabajo y la disciplina cuando se trata de aumentar las capacidades
intelectuales. Además, el cerebro utiliza todos sus recursos cada vez que se
enfrenta a la resolución de problemas, a procesos de aprendizaje o de memoria.
Otro de los neuromitos es el que
habla del cerebro derecho e izquierdo y de que habría que clasificar a los
niños en función de cuál tienen más desarrollado. Al analizar las funciones de
ambos hemisferios en el laboratorio, se ha visto que el hemisferio derecho es
el creador y el izquierdo el analítico -el del lenguaje o las matemáticas-. Se
ha extrapolado la idea de que hay niños con predominancia de cerebros derechos
o izquierdos y se ha creado la idea equivocada, el mito, de que hay dos
cerebros que trabajan de forma independiente, y que si no se hace esa
separación a la hora de enseñar a los niños, se les perjudica. No existe dicha
dicotomía, la transferencia de información entre ambos hemisferios es
constante. Si se presentan talentos más cercanos a las matemáticas o al dibujo,
no se refiere a los hemisferios, sino a la producción conjunta de ambos.
P: ¿Está influyendo la
neuroeducación en otros aspectos de la enseñanza?
R: Hay un movimiento muy
interesante que es el de la neuroarquitectura, que pretende crear colegios con
formas innovadoras que generen bienestar mientras se aprende. La Academia de
Neurociencias para el Estudio de la Arquitectura en Estados Unidos, ha reunido
a arquitectos y neurocientíficos para concebir nuevos modos de construir.
Nuevos edificios en los que, aún siendo importante su diseño arquitectónico, se
contemple la luz, la temperatura o el ruido, que tanto influyen en el
rendimiento mental.