El repliegue de Occidente y las lecciones de Roma
Andrea Rizzi
Occidente se adentra en una fase de repliegue. Los puentes levadizos se
retraen, las fuerzas que abogan por sellar fronteras –en forma de
proteccionismo comercial y rechazo a la inmigración- dominan la escena
política. La fortaleza intenta cerrarse. El traspaso de poderes en la Casa
Blanca es el símbolo más potente de este cambio de marea.
Barack Obama llegó al poder envuelto en el mantra de la esperanza (defendiendo
inclusión, multilateralismo y libre comercio); Donald Trump lo hace más bien
sobre las alas de un sentimiento de miedo y rabia (y con una plataforma
política en las antípodas). Hay importantes segmentos de las sociedades occidentales
que temen hundirse en la precariedad ante un vertiginoso cambio tecnológico que
beneficia a algunos y perjudica a otros; y temen ver erosionadas sus culturas y
posiciones por la llegada de otros.
Al otro lado del océano, se produjo otro simbólico síntoma
de ese cambio de marea: una reunión en Coblenza de una
suerte de internacional de los nacionalistas europeos. Marine Le Pen, Geert Wilders, Matteo Salvini
y Frauke Petry.
A ellos y a Trump no les faltan argumentos y hay
razones reales que les permiten cosechar votos. Puede comprenderse su éxito. Lo
que no puede comprenderse, por el otro lado, la cuasi ausencia de líderes
dispuestos a defender las sociedades abiertas de popperiana memoria. Falta
narrativa; falta bandera; falta abanderado. Merkel es quien mejor resiste, pero
muy lejos de dar un decidido paso al frente.
Y sin embargo habría argumentos para perorar la causa de las sociedades
abiertas. Muchas de las civilizaciones más exitosas de la historia lo han sido
gracias a innovadores rasgos de apertura. Diga lo que diga Trump, los EEUU que
han dominado la escena mundial a lo largo del último siglo son una sociedad fundada
sobre la acogida de inmigrantes y apoyada sobre mucho libre comercio.
Pero se puede mirar más atrás. Precisamente Coblenza, en la que se
reunieron los nacionalistas europeos, apunta a otra historia. Es una urbe con
origen romano. La Roma antigua que deslumbró el mundo durante un milenio
también debe en gran medida su excepcionalidad a una cultura política con
rasgos de apertura extraordinarios para los estándares del mundo de entonces.
Como señala la historiadora Mary Beard,
ninguna ciudad griega fue ni remotamente tan integradora. Los ciudadanos de los
territorios ocupados, como los de Coblenza, recibieron gradualmente la
protección del derecho de Roma. El proceso culminó con la concesión de la
ciudadanía a todos los habitantes libres del imperio en el 212 dc. La élite de
las provincias se incorporó a la cúpula política. Roma tuvo emperadores
procedentes de la península ibérica y África. Fue un proceso integrador
revolucionario que abarcó las etapas monárquica, republicana e imperial y que
es quizá la mayor clave del éxito de Roma durante un milenio y de sus
extraordinarias aportaciones al desarrollo de la humanidad.
Pero Roma atesora otras lecciones. Una es la de 1957, como sede de la
firma del tratado de la que hoy es la Unión Europea. Se recuerda a menudo que
la experiencia comunitaria ha sido clave en garantizar el mayor lapso de paz en
el continente que se recuerde. Pero hay más. Un dato: en el año 1989, los
ciudadanos de Polonia y Bielorrusia tenía la misma esperanza de vida, 71 años,
según datos ONU. En 2014, en Polonia la cifra había llegado a 77; Bielorrusia,
73. Pertenecer a una sociedad abierta –la UE es un paradigma- aporta beneficios
reales.
Una última lección de Roma podría recordarse. La marcha sobre ella de
1922. Una vez más la ciudad se convertía en vanguardia mundial de un proyecto
político. Esta vez el fascismo, imbuido de conceptos nacionalistas,
proteccionistas y autárquicos. Resuenan mucho hoy; todos saben cómo terminó
entonces.
Argumentos hay. Faltan líderes inspiradores que quieran y sepan levantar
el estandarte.
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