Cuando los tontos mandan
Javier Marías *
Imagen original de Huckleberry Finn
El
sindicato de estudiantes de la Escuela de Estudios Orientales y Africanos de la
Universidad de Londres “ha exigido que desaparezcan del programa filósofos como
Platón, Descartes y Kant, por racistas, colonialistas y blancos”. Supongo que
también se habrá exigido (hoy todo el mundo exige, aunque no esté en
condiciones de hacerlo) la supresión de Heráclito, Aristóteles, Hegel,
Schopenhauer y Nietzsche. La noticia habla por sí sola, y lo único que cabe
concluir es que ese sindicato está formado por tontos de remate. Pero claro, no
se trata de un caso aislado y pintoresco. Hace meses leímos –en realidad por
enésima vez– que en algunas escuelas estadounidenses se pide la prohibición de
clásicos como Matar a un ruiseñor y Huckleberry Finn,
porque en ellos aparecen “afrentas raciales”. Dado que son dos clásicos
precisamente antirracistas, es de temer que lo inadmisible es que algunos
personajes sean lo contrario y utilicen la palabra “nigger”, tan impronunciable
hoy que se la llama “la palabra con N”.
El
problema no es que haya idiotas gritones y desaforados en todas partes,
exigiendo censuras y vetos, sino que se les haga caso y se estudien sus
reclamaciones imbéciles. Un comité debía deliberar acerca de esos dos libros
(luego aún no estaban desterrados), pero esa deliberación ya es bastante
sintomática y grave. También se analizan quejas contra el Diario de Ana
Frank, Romeo y Julieta (será porque los protagonistas son
menores) y hasta la Biblia, a la que se objeta “su punto de vista
religioso”. Siendo el libro religioso por antonomasia, no sé qué pretenden los
quejicas. ¿Que no lo tenga?
Hoy no es nadie quien no protesta,
quien no es víctima, quien no se considera injuriado por cualquier cosa, quien
no pertenece a una minoría o colectivo oprimidos. Los tontos de nuestra época
se caracterizan por su susceptibilidad extrema, por su pusilanimidad, por su
piel tan fina que todo los hiere. Ya he hablado en otras ocasiones de la
pretensión de los estudiantes estadounidenses de que nadie diga nada que los
contraríe o altere, ni lo explique en clase por histórico que sea; de no leer
obras que incluyan violaciones ni asesinatos ni tacos ni nada que les desagrade
o “amenace”. Reclaman que las Universidades sean “espacios seguros” y que no
haya confrontación de ideas, porque algunas los perturban. Justo lo contrario
de lo que fueron siempre: lugares de debate y de libertad de cátedra, en los
que se aprende cuanto hay y ha habido en el mundo, bueno y malo. No es tan
extraño si se piensa que hoy todo se ve como “provocación”. Un directivo del
Barça ha sido destituido fulminantemente porque se atrevió a opinar –oh
sacrilegio– que Messi, sin sus compañeros Iniesta, Piqué y demás, no sería tan
excelso jugador como es. Lo cual, por otra parte, ha quedado demostrado tras
sus actuaciones con Argentina, en las que cuenta con compañeros distintos. Y
así cada día. Cualquier crítica a un aspecto o costumbre de un sitio se toma
como ofensa a todos sus habitantes, sea Tordesillas con su toro o Buñol con su
“tomatina” guarra.
La
presión sobre la libertad de opinión se ha hecho inaguantable. Se miden tanto
las palabras –no se vaya a ofender cualquier tonto ruidoso, o las legiones que
de inmediato se le suman en las redes sociales– que casi nadie dice lo que
piensa. Y casi nadie osa contestar: “Eso es una majadería”, al sindicato ese de
Londres o a los padres quisquillosos que pretenden la expulsión de clásicos de
las escuelas. Antes o después tenía que haber una reacción a tantas
constricciones. Lo malo es que a los tontos de un signo se les pueden oponer
los tontos del signo contrario, como hemos visto en el ascenso de Le Pen y
Putin y en los triunfos del Brexit y Trump. A éste sus
votantes le han jaleado sus groserías y sandeces, sus comentarios
verdaderamente racistas y machistas, sus burlas a un periodista discapacitado,
su matonismo. Debe de haber una gran porción de la ciudadanía harta de los
tontos políticamente correctos, agobiada por ellos, y se ha rebelado con la
entronización de un tonto opuesto.
Alguien tan simplón y chiflado como
esos estudiantes londinenses censores de los “filósofos blancos”. No alguien
razonable y enérgico capaz de decir alguna vez: “No ha lugar ni a debatirse”,
sino un insensato tan exagerado como aquellos a los que combate. Cuando se cede
el terreno a los tontos, se les presta atención y se los toma en serio; cuando
éstos imponen sus necedades y mandan, el resultado suele ser la plena
tontificación de la escena. A unos se les enfrentan otros, y la vida
inteligente queda cohibida, arrinconada. Cuando ésta se acobarda, se retira, se
hace a un lado, al final queda arrasada.
*El País. España
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