martes, 21 de abril de 2015

PAPILLÓN







Papillón

Alejandro Insaurralde













Conocí muchos solitarios en estos años. Los conocí en los más diversos ámbitos y clases sociales, en la alta alcurnia, en la milicia, en la clase media trabajadora, en las villas. Se los encuentra todo el tiempo en cualquier rincón de la ciudad y algunos denotan la necesidad de una compañía con peculiares rasgos en la mirada, en los gestos, en el habla, en ocasiones alteran su conducta y el natural curso de las horas parece embotarlos en el hastío. La soledad es un estado pernicioso cuando no se la elige y atañe a cualquier persona sin importar raza, credo, color, sexo, nivel sociocultural o económico. Aquellos solitarios que no eligen la soledad como forma de vida y tienen la virtud (o el defecto) de soñar, cargan sus días dentro de una especie de celda cuyos barrotes encierran un corazón entumecido, que recuerda vagamente cómo es el amor.
El caso que voy a citar es el de un hombre que vivió mucho tiempo solo y no por decisión propia. Era un caso más de los tantos que quedan solos en esa particular celda. 

No voy a dar el nombre de esta persona pues creo, es una situación que identifica a muchos hombres y mujeres por igual y daría lo mismo que se llame Juan, Pedro o Cristina. Papillón fue el seudónimo apropiado que elegí para la ocasión. Para este hombre su celda espiritual era algo más que una prisión ordinaria. El se percataba de esta celda y la imaginaba dicha celda en medio de una virtual “isla del demonio” - como la isla donde se condenó al afamado reo - un lugar hostil e inhóspito, que ofrece pocas esperanzas de supervivencia.
Su pregunta básica era: “¿Cuándo conoceré el amor de mi vida?”; a veces la combinaba con otras similares como “¿Cuándo será mi momento?” o “¿Cuándo conoceré mi compañera ideal?” y tantas otras. Estos cuestionamientos se tornaban una constante y embadurnaban sus días como una mezcla rancia de angustia y hosquedad. La falta de una pareja no sólo agitaba sus deseos carnales; deseaba alguien con quien compartir sus emociones, sus miedos, alguien a quien confiar plenamente sus secretos más íntimos sin tener que pagar por ello un precio muy alto; alguien a quien pudiera entregar su corazón en la mano sin temor a que se lo despedacen; un amor con quien desde la absoluta libertad y comprensión pudiera vivirlo todo. Alguna vez escuchó decir que “amar es comprender”. Estaba decidido a practicarlo, pero ningún alma afín encontraba para ello.

La pregunta más resignada de todas, cuando la soledad lo abrumaba hasta el cansancio, era: ¿Acaso debo acostumbrarme a permanecer en esta celda para siempre, acostumbrarme a su sombra fría, a la desesperación de ver la vida circundante a través de un mirador, a la lluvia que repiquetea monótona entre los barrotes, al hastío de los largos días sin tiempo? ¿Debo resignarme a no esperar nada que quebrante esta rutina?
Papillón pensaba, en las singulares condiciones con que imaginaba su celda, que aquella rutina tediosa y asfixiante menguaría si al menos por un tiempo era compartida con alguien. El viento no silbaría punzante a través de los barrotes, las aves no emitirían los mismos graznidos interminables, las nubes ensayarían para él nuevas formas y colores a través del mirador. Temía pecar de egoísta en esta necesidad de dividir calamidades, pero enseguida recordaba: “amar es comprender” y la máxima se volvía un manto de piedad, un bálsamo para con su culpógena inquietud. 
En esa búsqueda, sin embargo, no estaba seguro de estar preparado para comprender y daba por descontado que la otra parte lo hiciera. Emergían de él unos fantasmas que le hacían creer que pecaba de egoísta y que el responsable de su frustración no era nadie más que él mismo. Esa incapacidad para comprender – y otras falencias que lo atormentaban – escondían las llaves para abrir su celda, le empedraban el camino hacia el encuentro de una compañera que en algún lugar lo estaría esperando.
Una mañana, que nada distinto prometía, decidió pararse en lo alto de una barranca, cerca de su barrio, que conduce a un arroyo seco, donde de chico cazaba ranas con sus amigos. El lugar ofrecía una vista imponente, ideal para inspirar a los enamorados si no fuera que se ubicaba en medio de una maleza tupida y llena de peligros. Aquella barranca era tan sólo una prolongación de su celda, con una panorámica más recreada y colorida, pero adversa como para ofrecer un aire liberador. La decisión de ir hasta allí fue tomada a la ligera, sin pensar que ese marco no le daría ninguna esperanza de cambio, además de los recuerdos tiernos que le traía de su infancia, que como todo recuerdo, produce tristeza. Por esas jugarretas de la melancolía es que todo recuerdo sea bueno o malo nos pone tristes y tristeza era lo que Papillón menos necesitaba añadir a su ánimo. 
Varias horas se quedó allí. De a ratos, se sobresaltaba por los ruidos propios del lugar, tan naturales como la maleza de la barranca, ruidos que surgían desde diversos puntos. Le era difícil detectar si provenían de allí cerca o de algún recóndito sitio en la espesura. Hablaba solo, filosofaba complejidades que no aportaban salidas sino mas bien laberintos. Se sintió fatigado en un momento y comprendió que la jornada fue tan sólo una más. 

Cuando ya caía la tarde, para su asombro, se produjo un silencio absoluto. El quedó también en silencio y envuelto en una sombría calma. Por un instante lo embargó un impulso drástico, como esos raptos de estupidez que en un segundo nos hacen pendular entre dos polos, entre la grandeza y la miseria, entre el valor y la cobardía; son esos momentos donde pugnan la cordura y la demencia y nuestra débil humanidad ignora quién va a ganar, momentos en donde oscilamos entre paradojas y mandamos todo al diablo; miró hacia la barranca y pensó en brincar su cuerpo por la rocosa pendiente hasta que el destino decidiera su suerte; se permitió meditar unos segundos antes de saltar; el instinto de preservación que aún tenía lo frenaba, lo hacía dudar y sentirse un pobre diablo; la escarpada cuesta prometía una muerte segura, pero en todo suicidio se puede fracasar - pensó - y la alternativa de quedar minusválido generó en él un ligero pánico. Papillón veía la salida, pero era un escape equívoco; los tiburones aguardaban abajo, como aguardan a todo fugitivo que huye de su “isla del demonio”; Papillón cerró los ojos y encomendó su existencia; indeciso aún, meneó su cuerpo una y otra vez y cuando la gravedad ya tomaba cartas en el asunto, una mano de mujer se posó en su hombro derecho; sintió la fragancia de un perfume francés y se emocionó al recordar cómo era. 

La mano salvadora pertenecía a una vieja amiga de Papillón. Jugaban de niños en esa barranca, cazaban ranas y hacían juntos todo tipo de travesuras. Jugaban a ser novios, amantes, matrimonio. Recordaron los tiempos felices, los años perdidos.
 Ella se había acercado al lugar porque sentía las mismas necesidades, los mismos miedos, los mismos vacíos. Los avatares de la vida la llevaron a esa forma de soledad manifiesta. Confesó a Papillón que, años atrás, quiso matarse también pero no tuvo el valor. Miró a Papillón directo a los ojos y preguntó si podía estar junto a él, si podía entrar a su celda y acompañarlo en su oscuridad. Se ofreció a escuchar sus pesares en tantos años de ausencia, por un rato le serviría de muro para llorar sus lamentos, de colina para gritarle al viento, de balsa para sortear a los tiburones y huir de esa “isla del demonio’’.
Los recuerdos de una infancia feliz propiciaron el reencuentro. La mujer le dijo a Papillón que, en verdad, nunca se habían separado, que todos esos años jugaron un juego diferente, el único que no jugaron juntos. 
Jugaron a estar solos. 







INSAURRALDE, Alejandro. “Papillón” Entre vivencias y visiones, 2da.edición, Buenos Aires, Sabor artístico, 2013










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