El inconsciente colectivo
Carl Jung decía: “Existe una energía psíquica primaria anterior a la existencia del hombre, que nos
rodea y nos pertenece a todos por igual, compuesta por las energías del pensamiento de toda la
humanidad”.
El hombre, sin proponérselo, resultó un visionario. En su tiempo, los metros, buses, micros o colectivos no gozaban aún de esa fama bochornosa de levantar por el aire todo lo que se les cruzara. Así y todo, su reflexión –en analogía a una situación sainetesca local– no pudo ser mejor preámbulo para esta nueva versión de mole rodante que transporta gente como si fuera ganado. El autotransporte colectivo –o cariñosamente para nosotros bondi– es uno de los objetos de culto que los porteños puteamos cada mañana en lugar de bendecir. Desde que usted pone un pie en el estribo, comienza la odisea. Si su pierna quedó flameando al ponerse en marcha el bondi, es asunto de segundo orden. Los colectiveros, (esos amigos de siempre) con su habitual gentileza cierran las puertas automáticas estrujando a los valientes pasajeros que retan a la muerte por un peso cincuenta. Al unísono se oye: “¡Momento! ¡Momento!” o “¡Pará che!” “¡Pará loco!” y otros tantos epítetos.
Las embarazadas hacen gala de sus privilegios, y se abren camino a los panzazos como si se internaran en “El Impenetrable” a golpe de machete. Algunos choferes toman conciencia de la situación y piden un asiento para la señora. Otros siguen maldiciendo a la humanidad desde el volante y ni enterados que subió una embarazada. En un colectivo pareciera que todos nos odiáramos, nos miramos de reojo, desconfiados, nos volvemos paranoicos creyendo que el que está al lado es un punguista, o lo que es peor, nos va a dirigir la palabra. No hay nada peor a que alguien nos hable durante un viaje en colectivo. Por nada queremos que algún pesado nos perturbe esa misantropía encubierta que nos toma en cuerpo y alma cuando subimos al bondi. Algunos parecen babear espuma de la fobia que les causa hablar con alguien durante el viaje. Los misántropos mas empedernidos, optan por bajar unas paradas antes con tal de no escuchar a esa anciana quejándose de su reuma, del precio de la carne o de su jubilación mínima.
Cuando el vehículo va lleno, la pugna por conseguir asiento es todo un arte. Muy conocida es la técnica de ubicarse en el fondo –según la tradición, sector más fácil para conseguirlo– e hipócritamente se debe pedir permiso a los empujones. Pero hoy se ha puesto en boga una nueva técnica, que consiste en obstruir con el cuerpo el flanco por donde se puede filtrar un enemigo, simulando que dejamos pasar al que desocupó el lugar. El movimiento debe ser preciso y elegante, sin torpezas. Un mínimo margen de error, un segundo de descuido, y perdemos el botín. Para mayor eficacia, los expertos recomiendan mirar hacia otro lado, haciéndose el distraído.
La máquina expendedora de boletos tiene también sus encantos. Cuando se rompe, crea una atmósfera especial, donde las pasiones se exacerban hasta alcanzar un clima único, sublime, un momento donde fluye un espíritu de lucha digno de una saga épica. Los contendientes intercambian toda clase de afrentas con el chofer y con la empresa, se agolpan y quedan embutidos en el pasillito de entrada al bondi sin poder avanzar ni retroceder. El más afectado, es aquel que ya depositó sus monedas y fue víctima de la atascada máquina. El pobre diablo no llora por vergüenza, pero su impotencia le transfigura la cara. La indignación lo carcome. Está desesperado. Quiere matar. Quiere explotar en llanto. El sujeto, para no colapsar, puede que baje del bondi y se lleve puesta una úlcera de regalo.
Aunque usted no use habitualmente el colectivo, sepa que su salud mental –y física– corre peligro si tiene que convivir con él en la ciudad. Las veredas no son lugares seguros. En los días de lluvia, si permanece un segundo más de lo debido sobre la acera, se le puede adelantar el carnaval. Grandes oleadas de agua putrefacta caerán sobre su humanidad si no huye rápido. Protéjase dentro de un negocio, seguramente su presencia creará sospechas, estará como perplejo, inseguro, avergonzado, su rostro se pondrá tenso, mirará siempre en dirección a la puerta, pero ¡al diablo si lo confunden con un ladrón!
Esa energía primaria a la cual se refiere Jung, transportada a nuestro querido bondi, es todo lo primaria que los civilizados podemos tolerar. Dentro de ese bólido citadino, choferes y pasajeros nos convertimos en trogloditas, seres primitivos, casi bestias, inconscientes de esa energía tan densa –por no decir negativa– que generamos. Como siempre, las máquinas se demonizan por la brutalidad humana, y terminan pagando los platos rotos.
¡Cuidado mortales! Las calles de Buenos Aires están siendo amenazadas por el “inconsciente colectivo”.
INSAURRALDE, Alejandro. “El inconsciente colectivo”, Entre vivencias y visiones, 2da.edición, Buenos Aires, Sabor artístico, 2013.
El hombre, sin proponérselo, resultó un visionario. En su tiempo, los metros, buses, micros o colectivos no gozaban aún de esa fama bochornosa de levantar por el aire todo lo que se les cruzara. Así y todo, su reflexión –en analogía a una situación sainetesca local– no pudo ser mejor preámbulo para esta nueva versión de mole rodante que transporta gente como si fuera ganado. El autotransporte colectivo –o cariñosamente para nosotros bondi– es uno de los objetos de culto que los porteños puteamos cada mañana en lugar de bendecir. Desde que usted pone un pie en el estribo, comienza la odisea. Si su pierna quedó flameando al ponerse en marcha el bondi, es asunto de segundo orden. Los colectiveros, (esos amigos de siempre) con su habitual gentileza cierran las puertas automáticas estrujando a los valientes pasajeros que retan a la muerte por un peso cincuenta. Al unísono se oye: “¡Momento! ¡Momento!” o “¡Pará che!” “¡Pará loco!” y otros tantos epítetos.
Las embarazadas hacen gala de sus privilegios, y se abren camino a los panzazos como si se internaran en “El Impenetrable” a golpe de machete. Algunos choferes toman conciencia de la situación y piden un asiento para la señora. Otros siguen maldiciendo a la humanidad desde el volante y ni enterados que subió una embarazada. En un colectivo pareciera que todos nos odiáramos, nos miramos de reojo, desconfiados, nos volvemos paranoicos creyendo que el que está al lado es un punguista, o lo que es peor, nos va a dirigir la palabra. No hay nada peor a que alguien nos hable durante un viaje en colectivo. Por nada queremos que algún pesado nos perturbe esa misantropía encubierta que nos toma en cuerpo y alma cuando subimos al bondi. Algunos parecen babear espuma de la fobia que les causa hablar con alguien durante el viaje. Los misántropos mas empedernidos, optan por bajar unas paradas antes con tal de no escuchar a esa anciana quejándose de su reuma, del precio de la carne o de su jubilación mínima.
Cuando el vehículo va lleno, la pugna por conseguir asiento es todo un arte. Muy conocida es la técnica de ubicarse en el fondo –según la tradición, sector más fácil para conseguirlo– e hipócritamente se debe pedir permiso a los empujones. Pero hoy se ha puesto en boga una nueva técnica, que consiste en obstruir con el cuerpo el flanco por donde se puede filtrar un enemigo, simulando que dejamos pasar al que desocupó el lugar. El movimiento debe ser preciso y elegante, sin torpezas. Un mínimo margen de error, un segundo de descuido, y perdemos el botín. Para mayor eficacia, los expertos recomiendan mirar hacia otro lado, haciéndose el distraído.
La máquina expendedora de boletos tiene también sus encantos. Cuando se rompe, crea una atmósfera especial, donde las pasiones se exacerban hasta alcanzar un clima único, sublime, un momento donde fluye un espíritu de lucha digno de una saga épica. Los contendientes intercambian toda clase de afrentas con el chofer y con la empresa, se agolpan y quedan embutidos en el pasillito de entrada al bondi sin poder avanzar ni retroceder. El más afectado, es aquel que ya depositó sus monedas y fue víctima de la atascada máquina. El pobre diablo no llora por vergüenza, pero su impotencia le transfigura la cara. La indignación lo carcome. Está desesperado. Quiere matar. Quiere explotar en llanto. El sujeto, para no colapsar, puede que baje del bondi y se lleve puesta una úlcera de regalo.
Aunque usted no use habitualmente el colectivo, sepa que su salud mental –y física– corre peligro si tiene que convivir con él en la ciudad. Las veredas no son lugares seguros. En los días de lluvia, si permanece un segundo más de lo debido sobre la acera, se le puede adelantar el carnaval. Grandes oleadas de agua putrefacta caerán sobre su humanidad si no huye rápido. Protéjase dentro de un negocio, seguramente su presencia creará sospechas, estará como perplejo, inseguro, avergonzado, su rostro se pondrá tenso, mirará siempre en dirección a la puerta, pero ¡al diablo si lo confunden con un ladrón!
Esa energía primaria a la cual se refiere Jung, transportada a nuestro querido bondi, es todo lo primaria que los civilizados podemos tolerar. Dentro de ese bólido citadino, choferes y pasajeros nos convertimos en trogloditas, seres primitivos, casi bestias, inconscientes de esa energía tan densa –por no decir negativa– que generamos. Como siempre, las máquinas se demonizan por la brutalidad humana, y terminan pagando los platos rotos.
¡Cuidado mortales! Las calles de Buenos Aires están siendo amenazadas por el “inconsciente colectivo”.
INSAURRALDE, Alejandro. “El inconsciente colectivo”, Entre vivencias y visiones, 2da.edición, Buenos Aires, Sabor artístico, 2013.
No hay comentarios:
Publicar un comentario