Raspando ollas con una birome
Sebastián P. es uno de esos artistas subtes que viven al compás de la incertidumbre, y que ignoran si tendrán para comer aunque desborden la noche anterior en una bacanal. Es un escritor sin muchos deslumbres, pero con un definido talento para redactar crónicas porteñas en fanzines y revistas de tirada mensual. Como literato de mediana formación y escasos recursos, es uno de los tantos que se refugian en el Tortoni y se amparan en ese halo inspirador que el café de la Avenida de Mayo sugiere.
Sus días transcurren como saltimbanquis, rebotando de oficina en oficina, para encontrar un espacio donde publicar sus relatos. Las entrevistas con los editores culminan siempre en una sonrisa falsa o en un portazo, y tiene que bregar cada instante de su vida por un reconocimiento que no llega. Pertenecer a la clase media pensante –una especie en extinción– y ser un artista under no son para él condiciones compatibles a la hora de financiar los gastos. Se acuesta cada noche gritando en silencio, sabiendo que sus clamores nadie los oirá, y que sus sueños se cotizan en monedas.
La Avenida de Mayo, donde el Tortoni impera desde hace un siglo con su bohemia mixta de arrabal y exquisitez, es el punto elegido para evocar historias de murgas y candombes, de malevos y mireyas, un lugar donde el puño revisionista de Sebastián P. descarga sudoroso sobre el papel en medio de infinitos trajines y ruidos de vajillas. Durante su faena literaria combina datos de archivo con una imaginación peculiar que ensalza sus relatos. En dicha amalgama Sebastián parece convertirse en una máquina intelectual de tiempo completo. Su momento predilecto para escribir son los atardeceres, tal vez por el embrujo que le provoca el ocaso, cuando el sol baña de naranja su mesita junto al vidrio.
Antes de comenzar, pide un café y enciende un cigarrillo. Frota su BIC azul varias veces, y coloca la birome en el margen superior con singular delicadeza, como a punto de trazar una viñeta. Con estas ceremonias Sebastián P. dignifica sus escritos, aunque sabe que una vez terminados, serán un manojo de hojas bajo el brazo recorriendo el tortuoso derrotero por las editoriales. Los fanzines rara vez ofrecen remuneración. Las revistas, en cambio, son un refugio más seguro, pero poco redituable. Apenas le alcanza para costear los gastos mínimos y los vicios. En ocasiones, por el apremio del tiempo, no llega a lograr la calidad deseada en sus relatos, y para que no lo sorprenda el cierre de edición, debe entregarlos como están y sin poder revisarlos, con el riesgo que ello implica para su reputación.
Con ese ritmo trabaja Sebastián P., y aunque asume ser un escritor de mediano nivel, su dignidad lo hace grande. Defiende sus escritos como si fueran “Faustos” o “Quijotes”, y los firma sin seudónimo para que el lector retenga el nombre verdadero de su autor.
En los intervalos pide otro café, y deja escapar sus ojos por la ventana, que contemplan pasivos los vaivenes de la Avenida de Mayo. Al retomar, verifica cuánto queda de tinta en su cartucho. Si resta suficiente, ni se molesta en salir a comprar otra para no perder el hilo del relato. Allí, en la penumbra del Tortoni, donde caudales de palabras son detenidos sólo por los puntos y las comas, se produce esta comunión donde hombre y elemento se conjugan para convertirse en uno. La birome es para Sebastián el símbolo supremo de su lucha, la espada con la cual se siente San Jorge matando a la bestia. Con ella se gana el sustento y transfiere la realidad gris a una paleta de acuarelas multicolores. Con aquella BIC azul, simple y austera, Sebastián puede “raspar las ollas” de la diaria supervivencia y sortear los embates del hambre. La máquina de escribir, pesada, añeja y poco práctica, no puede sino esperarlo cada noche en su pensión de la calle Piedras, y su lugar de inspiración debe ser el Tortoni. Tales razones son las que obligan a Sebastián P. a valerse de su pequeña amiga para ganarle tierra al río de sus pesares.
En una de tantas tardes, Sebastián P. decidió caminar una cuadra más, y llegar por Chacabuco hasta el Tortoni. Miraba vidrieras, mientras caía la noche y comenzaban a encenderse algunas tulipas. Las luces de ambas veredas formaban un collar de perlas sobre la avenida, como vistiéndola de gala para la noche.
Parado en una de las esquinas, de aspecto vetusto y con mala traza, se hallaba un viejito que vendía biromes y encendedores. Este personaje llamó la atención de Sebastián P. Lo miró fijo unos segundos y siguió caminando. Luego Sebastián P. entró al Tortoni y pidió su café de siempre. Aquel hombre le despertó curiosidad, Sebastián nunca lo había visto antes pese a los años que llevaba merodeando esos rincones porteños.
A los pocos minutos, el vendedor ingresó al Tortoni, y como adivinando su condición de escritor se dirigió a Sebastián P. para ofrecerle biromes y otros menudos artículos. Sebastián P. comprobó que tenía poca tinta en el cartucho de su birome y le compró una.
—Azules no me quedan –dijo el modesto vendedor– sólo me quedan rojas.
El viejito no ofrecía muchas opciones de compra. A Sebastián P. le daba lo mismo uno u otro color, de modo que decidió comprarle una BIC color rojo y continuar con sus relatos.
Después de realizar unas pocas ventas, el viejito se retiró, con paso cansino.
—Ese tío sí que tiene historia... – afirmó el mozo con el típico acento ibérico, mientras servía en una de las mesas.
Una súbita intriga motivó a Sebastián a averiguar sobre la vida de ese hombre.
— ¿Lo conoce? ¿Qué sabe usted de él? –preguntó Sebastián P.
— ¿Que si lo conozco? ¿Acaso bromea?...Fue un asesino a sueldo, allá por los 50. Lo atraparon en una redada durante un corso; le probaron todos sus crímenes, lo sentenciaron a Sierra Chica, o a la isla Martín García creo, no recuerdo bien, pero era de familia adinerada y con muchas influencias; sobornaron a todo el mundo para que no se difundiera el caso...todo por el “prestigio” y el “buen nombre”, usted sabe...salió al poco tiempo por buena conducta...Yo era muy joven, pero me acuerdo...
— ¿Cómo fue a parar de vendedor? –preguntó Sebastián.
—Sus familiares no quisieron que terminara en un hospicio, así que decidieron aguantarlo hasta que muriera, dando lástima como un gilipollas, vendiendo minucias...
—Sin embargo, ya habrá enterrado a unos cuantos...– comentó el escritor.
El mozo asintió la ironía con una sonrisa. Quedó unos instantes mirando hacia la ventana, meditabundo.
—Si la historia se escribe con sangre, ese tío supo cómo borrarla. – afirmó.
La reflexión aterró a Sebastián, pero era cierta. Como ante cualquier revelación imprevista, que nos atemoriza y nos mueve a indagar, Sebastián P. se vio obligado a seguir las huellas de una trama que se escondía en lo profundo de las efemérides sangrientas de la zona. Se regañó a sí mismo por desconocerla. Creía saber lo suficiente sobre las historias que encierra la Avenida de Mayo, pero a veces, “la presunción se ve sacudida con sorpresas”, pensó.
Una novedosa fuente de inspiración se revelaba ante Sebastián P. Aunque lo desconcertaba, supo rescatar de la historia su veta provechosa y comenzó a trabajar sobre ella. Buscaba entre los archivos, e indagaba a cuanto anciano había en los alrededores, a los “próceres de barrio”, como él los apodaba. El relato lo inició con la BIC color rojo que le había comprado de apuro al viejito.
Al día siguiente a la misma hora, volvió el vendedor para ofrecer sus biromes. Como una muestra de torpeza propia de su edad, el vendedor derramó por descuido un vaso con jugo que estaba en la mesa de Sebastián, junto al café. Volcó de lleno sobre la historia que el escritor ensayaba con la birome color rojo. El viejito se disculpó, no sabía cómo reparar el daño. Sebastián P. sonrió con indulgencia. Con el relato manchado, ya inservible, hizo un bollo y en lugar de reiniciarlo, comenzó a escribir una nueva historia con una BIC azul que había comprado cuando se dirigía para el Tortoni.
No se sabe por qué Sebastián P. nunca retoma aquel relato, pero no falta ocasión –cuando se reúne con amigos y colegas– en que comenta sobre la historia de un criminal de los años 50, tan temible como anónimo, que el tiempo se encargó de confinar a la miseria y al olvido.
INSAURRALDE, Alejandro. "Raspando ollas con una birome", Entre vivencias y visiones, 2da.edición, Buenos Aires, Sabor artístico, 2013.
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