El colombiano que ha revolucionado el mundo del arte
Jesús Ruiz Mantilla
En la mayoría de las telas de Óscar Murillo destaca a menudo, sucia, pero
llamativamente, una palabra que es alimento. Milk, chorizo, pollo,
mango, yuca… Un vocablo que asoma y se impone. Una voz dentro de la obra que
muestra la razón más profunda de su rabia artística: encontrar el lenguaje. Las
palabras en suave español tropical que quizá dejó en los lejanos ecos de La
Paila, su pueblecito del Valle del Cauca (Colombia) donde nació en 1986.
Sus padres cambiaron la inestabilidad
de aquel país y aquella región que supuraba caña de azúcar por la gris y más
segura neblina del East End londinense a finales del pasado siglo. Tenía 10
años cuando llegó a Inglaterra. Su padre se dedicó a limpiar oficinas. Él, con
el tiempo, también. Aunque lo compaginaba con los estudios de arte que cursó en
la Universidad de Westminster. Hoy, a sus papás, les cuesta hacer la cuenta de
sus progresos. Los apenas ocho euros que podían empezar ganando a la hora por
tragarse el polvo de las moquetas desgastadas y limpiar los cristales
salpicados de gotas ya sin hollín en la ciudad de Charles Dickens se han
multiplicado, con mucho sacrificio, en los 356.000 euros que, dicen, pagó en 2013 Leonardo DiCaprio por uno de los cuadros de Murillo
en una subasta.Aquel radical salto a la fama fue
seguido de acusaciones: se decía que el coleccionista Charles Saatchi había inflado el mercado con la compra de ocho obras de
Murillo. En un reportaje televisivo, el artista mismo decía mostrarse en
contra. “Puedo estar en desacuerdo sobre cómo funciona el mercado, pero yo no
estoy aquí para satisfacer a nadie”. Carlos Urroz, director de Arco, cree que la explosión Murillo es justa, pero aconseja
serenidad: “El crecimiento en el mercado se puede deber a causas imprevisibles.
Pero una vez se da, la consolidación dentro de él depende en gran parte del
artista”.
El arte de Murillo bebe de los
arrebatos irredentos de Jackson Pollock y puede resultar indescifrable para un
ejecutivo de la City londinense. Pero para un adolescente del Cauca, no dejaría
de ser costumbrista. Este joven obsesionado con sus raíces y visceral, amable,
agradecido, pero volcánico, estampa sus alarmas exuberantes en todo lo que
hace. Lo exótico para sus vecinos londinenses se torna natural en los valles de
Colombia donde creció.
Murillo habla circunspecto y busca
precisione técnicas con que adornar la peripecia de su vida y su arte. Se
esfuerza en quedar bien. Nos habían avisado de que era introvertido. Tímido
parece, pero también seguro de lo que hace y orgulloso de sus orígenes en un
país de húmedas grietas aislantes como Reino Unido.La culpa de caer allí fue de la
televisión. “Nosotros llegamos a Londres porque a mi papá le gustaba mucho El
Santo, que es como decir ahora James Bond”. La de su viejo es
una historia de amor con Simon Templar. Y no anda Murillo desencaminado en la
comparación con Bond. Al fin y al cabo, Roger Moore, su protagonista, encarnó a
ambos personajes. “De ahí le venía el cliché en los años setenta. Un
adolescente que se enamora de un personaje y lo abraza como algo definitivo. Mi
madre creo que lo veía, pero no con ese mismo anhelo. Mi padre, digamos que en
este apuro, en este apretón, en este encierre, antes de irse a Londres, trató
de emigrar a Estados Unidos por Panamá”.
Lo hizo, según Murillo, cruzando Antioquia y las cordilleras pacíficas por la selva. Pero fracasó: “Lo encarcelaron y 10 años después se decidió en otro intento por Europa, que salió mucho más tranquilo. En aquel tiempo, este continente era un lugar abierto, donde se respiraba generosidad…”. Quizá exagere. Londres no debía de ser así para una
familia de colombianos arrastrados por la necesidad, que prefieren abandonar un
presente de estrecheces y conflictos para mudarse de por vida a un lugar
extraño, oscuro, afilado en su metálica exigencia para sobrevivir y con las
malas pulgas que a menudo muestran los orgullosos nativos hacia el extranjero.
Fue hace 20 años. Cuando está a punto de cumplir 30, Murillo se considera un londinense del Cauca. “Esa es una forma de definirme muy precisa. A mí me llevaron, no tenía capacidad de decidir. Mis padres dejan su tierra por la depresión económica. Ahí se parte mi existencia. Una ruptura psicológica, en ese momento comenzaba la formación de mi identidad, llevaba una vida como la de cualquier niño, pero con esa ruptura sufrí un trauma muy severo”.
Pero tan fructífero que ha marcado su modo de expresión, completamente a tono con este mundo de vaivenes demográficos, donde tu lugar no es el pueblo en que naciste, sino la inhóspita metrópoli donde te ganas el pan ante el ojo vigilante de varios extraños. “Londres resulta duro, no existía ningún lazo para nosotros, en ese trauma total vivo el arte como terapia. Al principio no fue así, pero lo identifiqué como una vocación después”.
Lo hizo, según Murillo, cruzando Antioquia y las cordilleras pacíficas por la selva. Pero fracasó: “Lo encarcelaron y 10 años después se decidió en otro intento por Europa, que salió mucho más tranquilo. En aquel tiempo, este continente era un lugar abierto, donde se respiraba generosidad…”.
Fue hace 20 años. Cuando está a punto de cumplir 30, Murillo se considera un londinense del Cauca. “Esa es una forma de definirme muy precisa. A mí me llevaron, no tenía capacidad de decidir. Mis padres dejan su tierra por la depresión económica. Ahí se parte mi existencia. Una ruptura psicológica, en ese momento comenzaba la formación de mi identidad, llevaba una vida como la de cualquier niño, pero con esa ruptura sufrí un trauma muy severo”.
Pero tan fructífero que ha marcado su modo de expresión, completamente a tono con este mundo de vaivenes demográficos, donde tu lugar no es el pueblo en que naciste, sino la inhóspita metrópoli donde te ganas el pan ante el ojo vigilante de varios extraños. “Londres resulta duro, no existía ningún lazo para nosotros, en ese trauma total vivo el arte como terapia. Al principio no fue así, pero lo identifiqué como una vocación después”.
Quiso ser futbolista, pero la creación plástica y
en algún modo teatral que lo define le tiraba hacia adentro de una manera
animal. “Lo manual, yo creo que era una cercanía a lo manual”, asegura Murillo.
Y cierta admiración por héroes locales del barrio, como Gilbert & George, precursores de la performance y
vecinos del East End, donde vive esta extravagante pareja de artistas
conceptualmente gemelares y univitelinos. “Personalmente no los conozco, pero
son iconos en nuestra zona”. Logró una beca para estudiar artes
plásticas. “Fueron tres años que me ayudaron a comprender que mi vocación no
era un capricho”, afirma. “Ahora, pasa el tiempo y creo que no existe otra cosa
que pudiera hacer en la vida. Hasta los trabajos comunes que logré para
sobrevivir me sirvieron para desarrollar la ambición del arte”. De los trabajos
que pudo acabar haciendo ha versado A Mercantile Novel, una
impactante instalación en la galería David Zwirner, donde ha recreado el
proceso de fabricación de chocolate que su madre hacía en una empresa del
Cauca.
Y es que en su piel sigue marcada la nostalgia por Colombia. “Londres es para mí una infiltración donde debo abrazar una cultura nueva. Como adolescente, me fue mucho más fácil adaptarme que a mis papás. Lo único que tenía que hacer era estudiar y aprender el idioma. No teníamos posibilidades de volver y estuvimos cinco años sin movernos. En mitad de aquello, creció una especie de romanticismo por lo que dejamos atrás. Idealicé el Cauca, mi niñez, mis amigos, el trópico, la libertad”.
Pero al volver en el verano de 2002, el propio movimiento de la vida le había traicionado. “Mi mente había quedado congelada en el pasado, mis amigos… Algunos ya tenían hijos, otros se habían ido. El tiempo iba en contra de mis deseos. Ya no vivía ahí, sino que me había convertido en visitante. Ahora voy mucho. Ese pueblo sigue descargándome una energía próxima. Adoro Londres y lo veo como una casa, pero el pueblo es un refugio eterno”.
De ahí, la recarga exótica para aquellos pudientes anglosajones que lo ensalzan y lo encumbran con el dinero que invierten entusiasmados en sus obras. Aunque, para él, no es más que puro costumbrismo teñido de recuerdos. “Mi arte es físico. Viene de Colombia en gran parte, pero también de los mercados callejeros de Londres. De vendedores ambulantes, afros que se identifican con una belleza sintética. Se convierte en una experiencia muy cotidiana en mi caso”.La belleza callejera, el embrujo de la piel. “Intento trasladar las narraciones de mi cultura latinoamericana con un atractivo físico exuberante. En mí palpita esa resonancia, es muy importante. Pero a pesar de ser colombiano, busco un impacto global, que trascienda, quiero que quien pueda ser extraño a mi mundo cuente con la capacidad de encontrarse en mi avenida”.
Y es que en su piel sigue marcada la nostalgia por Colombia. “Londres es para mí una infiltración donde debo abrazar una cultura nueva. Como adolescente, me fue mucho más fácil adaptarme que a mis papás. Lo único que tenía que hacer era estudiar y aprender el idioma. No teníamos posibilidades de volver y estuvimos cinco años sin movernos. En mitad de aquello, creció una especie de romanticismo por lo que dejamos atrás. Idealicé el Cauca, mi niñez, mis amigos, el trópico, la libertad”.
Pero al volver en el verano de 2002, el propio movimiento de la vida le había traicionado. “Mi mente había quedado congelada en el pasado, mis amigos… Algunos ya tenían hijos, otros se habían ido. El tiempo iba en contra de mis deseos. Ya no vivía ahí, sino que me había convertido en visitante. Ahora voy mucho. Ese pueblo sigue descargándome una energía próxima. Adoro Londres y lo veo como una casa, pero el pueblo es un refugio eterno”.
De ahí, la recarga exótica para aquellos pudientes anglosajones que lo ensalzan y lo encumbran con el dinero que invierten entusiasmados en sus obras. Aunque, para él, no es más que puro costumbrismo teñido de recuerdos. “Mi arte es físico. Viene de Colombia en gran parte, pero también de los mercados callejeros de Londres. De vendedores ambulantes, afros que se identifican con una belleza sintética. Se convierte en una experiencia muy cotidiana en mi caso”.La belleza callejera, el embrujo de la piel. “Intento trasladar las narraciones de mi cultura latinoamericana con un atractivo físico exuberante. En mí palpita esa resonancia, es muy importante. Pero a pesar de ser colombiano, busco un impacto global, que trascienda, quiero que quien pueda ser extraño a mi mundo cuente con la capacidad de encontrarse en mi avenida”.
Fuera de los museos, a ser posible. “Prefiero
espacios que marcan su propia identidad, en los que se incorpora la vida y no
la contemplación; me gustaría imponer a una arquitectura las reglas y formas
distintas que fluyen del arte”. Sin marcos. Delimitando naturalmente el campo
de la propia expresión en telas de medidas desequilibradas donde lo escalonado
destruya el rectángulo aprisionador de las formas. “Rechazo el marco. Que cada
obra delimite su propio espacio, que parezca nacida del azar o quede a la
espera de ser reinterpretada a medida que pasa el tiempo”.
Por los curiosos, por los aficionados.
Por su gente, por sus padres. ¿Qué dicen ellos de su meteórico impacto? “Ven un
recorrido, saben que no ha sido todo automático”. Y el resto, ¿siente ya la
envidia, el resquemor, la pedrada que regresa de vuelta cuando se obtiene un
éxito demasiado temprano? “Hay artistas que tratan de llegar haciéndole,
dándole, y nunca han tenido ni la mitad de lo que yo. Por eso me motiva mucho
más todo ese reconocimiento”. Lo toma como una suerte de complejo vitamínico
para continuar creciendo, “como una oportunidad para mejorar que desata esa
ambición mucho más profunda en mi trabajo. Toda la proyección aumenta mis
posibilidades. Nunca debo pensar que este es el fin, descarto absolutamente que
el éxito económico sea lo importante”.
El misterio de por qué unos agarran el gusto de su tiempo por la solapa y lo someten a su servicio queda en el aire. A Murillo le ha tocado en suerte ese toro. De cara. Se atreve a dar una explicación. “Veo en mi obra una energía romántica, equilibrada por un cálculo en la composición. Mis obras se contaminan en mis espacios, en mi taller. Con el tiempo se van juzgando a sí mismas y van encontrando su propia estética. Ese es mi proceso”.
Un camino con influencias. Del expresionismo abstracto a un escaparate con ropa femenina del Cauca. O Leon Golub, el artista pacifista de Chicago, que llegó a manejar pedazos de carne para sus lienzos. “Era muy bruto. Basaba casi todo en la materia. Buscaba algo muy físico”, asegura Murillo. De los artistas propios de sus latitudes habla con admiración de su compatriota Doris Salcedo. “Veo en su obra una carga política inmensa. Conozco sus motivaciones basadas en la realidad de Colombia, me fascina el tratamiento estético y poético que hace de ellas. Soy un admirador total”. No tiene reparo en admitir que sus agarraderas intelectuales no interesan. Prefiere la materia. “En esta etapa, me llena más lo palpable, el ambiente en que respiro y su fuerza que el intelecto. Aún no he alcanzado un punto conveniente ni tranquilo para que mi arte venga de la reflexión”.
El misterio de por qué unos agarran el gusto de su tiempo por la solapa y lo someten a su servicio queda en el aire. A Murillo le ha tocado en suerte ese toro. De cara. Se atreve a dar una explicación. “Veo en mi obra una energía romántica, equilibrada por un cálculo en la composición. Mis obras se contaminan en mis espacios, en mi taller. Con el tiempo se van juzgando a sí mismas y van encontrando su propia estética. Ese es mi proceso”.
Un camino con influencias. Del expresionismo abstracto a un escaparate con ropa femenina del Cauca. O Leon Golub, el artista pacifista de Chicago, que llegó a manejar pedazos de carne para sus lienzos. “Era muy bruto. Basaba casi todo en la materia. Buscaba algo muy físico”, asegura Murillo. De los artistas propios de sus latitudes habla con admiración de su compatriota Doris Salcedo. “Veo en su obra una carga política inmensa. Conozco sus motivaciones basadas en la realidad de Colombia, me fascina el tratamiento estético y poético que hace de ellas. Soy un admirador total”. No tiene reparo en admitir que sus agarraderas intelectuales no interesan. Prefiere la materia. “En esta etapa, me llena más lo palpable, el ambiente en que respiro y su fuerza que el intelecto. Aún no he alcanzado un punto conveniente ni tranquilo para que mi arte venga de la reflexión”.
En la Universidad le interesó mucho
experimentar con el entorno. Fue muy consciente de la carga sociopolítica. De
la diferencia. Del clasismo. “Me atrae mucho todo eso para expresarme. En
Inglaterra, en cada lugar te recuerdan de dónde vienes. En Westminster me di
cuenta de eso. Pero principalmente me nutre la vida, el sabor, el olor”. Y la
rabia, la protesta, ¿importan en su visión? “La noción de la utopía en mi
trabajo no existe. Lo único que cuenta es lo estético, como decía antes. Los
recintos donde se muestra el arte son cementerios, hay que activarlos y pulsar
las teclas de la revuelta aunque lo hagamos de forma, inclusive, patética. Así
tú salgas a la calle, que la gente se interese en los colores, las formas y las
texturas de una protesta es bueno. Lo contemplo como llamada de atención, pero
no como acción”. En la instalación madrileña, junto a la
avenida de maniquíes y pelucas de muestrario mestizo que visten cabezas
uniformes, Murillo desliza sobre el suelo mantas en colchones de madera con
monos de trabajo escoltando en las paredes. Más abajo, unos hombres recuestan
su pesadumbre de derrota sobre la pared. A medida que nos acercamos descubrimos
los esquilmados cuerpos de una especie de espantapájaros. Son espectros de
paja. Fantasmas del fracaso que le podía haber rondado si no hubiera sido
porque, gracias a su franca manera de entender el arte, ha triunfado.
¿Demasiado joven? Que el tiempo y su rumbo lo dicten.
Más sobre Óscar Murillo: 'Arte': La Musa Encantada.1 de octubre de 2013.
También: Business is business: especulación y mercado en la obra de Óscar Murillo. De http://esferapublica.org/nfblog/?p=62949.
Miss Musa
Excelente nota Miss, para conocer un poco más sobre el mundo del Arte y tener en cuenta. Enrique Nowen.
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