Historias de la Casa Blanca
Yolanda Monge
Si los muros de la Casa Blanca
pudieran hablar qué no contarían. Pero conocedores de lo que pasa cada día en
el perímetro conocido como los 18 acres más famosos del planeta son también los
mayordomos, ujieres, cocineros, limpiadores y floristas (por citar algunos) que
cada día asisten a la primera familia de Estados Unidos. Y saben hablar.
Aunque obedeciendo a una ley de
silencio más propia de épocas de Downton Abbey, los trabajadores de
la Casa Blanca han ido heredando generación tras generación el código de honor
que, entre otros episodios, permitió mantener en la esfera de lo privado la parálisis de Franklin D. Roosevelt, al
introducir, por ejemplo, en la sala a los invitados a una cena cuando el
presidente ya estaba sentado y su silla de ruedas fuera de la vista de todos.
En una ciudad en la que todo el mundo cuenta dónde trabaja antes incluso de pronunciar su nombre, el personal de la Casa Blanca mantiene un bajo perfil, entre otras cosas porque es consciente de que cualquier indiscreción puede costarles el puesto. En el libro de reciente publicación La residencia, Kate Andersen Brower, periodista de Bloomberg News que cubrió la Casa Blanca de Barack Obama durante cuatro años, ha recogido los testimonios de más de 30 trabajadores de la residencia oficial que a lo largo de los años han trabajado en ella desde el tiempo conocido como Camelot hasta la llegada del primer hombre de raza negra al 1.600 de Pensilvania Avenue.
Ninguno está en activo, razón quizá por la cual todos se han confiado a Brower. Algunos, como el mayordomo James Ramsey, no han vivido para ver el volumen publicado. Todos sacrificaron sus vidas personales para servir al presidente de turno y su familia. A pesar de su entrega y duro trabajo, el personal de la residencia siempre queda fuera de la foto. “Hay una regla no escrita que nos coloca en el fondo. Si hay una cámara, nosotros siempre la evitamos pasando por arriba, por el lado o por donde podamos”, se lee en el libro en palabras del ujier James W. F. Skip Allen, en nómina de la Casa Blanca entre 1979-2004.
En una ciudad en la que todo el mundo cuenta dónde trabaja antes incluso de pronunciar su nombre, el personal de la Casa Blanca mantiene un bajo perfil, entre otras cosas porque es consciente de que cualquier indiscreción puede costarles el puesto. En el libro de reciente publicación La residencia, Kate Andersen Brower, periodista de Bloomberg News que cubrió la Casa Blanca de Barack Obama durante cuatro años, ha recogido los testimonios de más de 30 trabajadores de la residencia oficial que a lo largo de los años han trabajado en ella desde el tiempo conocido como Camelot hasta la llegada del primer hombre de raza negra al 1.600 de Pensilvania Avenue.
Ninguno está en activo, razón quizá por la cual todos se han confiado a Brower. Algunos, como el mayordomo James Ramsey, no han vivido para ver el volumen publicado. Todos sacrificaron sus vidas personales para servir al presidente de turno y su familia. A pesar de su entrega y duro trabajo, el personal de la residencia siempre queda fuera de la foto. “Hay una regla no escrita que nos coloca en el fondo. Si hay una cámara, nosotros siempre la evitamos pasando por arriba, por el lado o por donde podamos”, se lee en el libro en palabras del ujier James W. F. Skip Allen, en nómina de la Casa Blanca entre 1979-2004.
Capítulo tras capítulo en La
residencia se cuenta que el matrimonio presidencial favorito de los
trabajadores de la Casa Blanca fue el que formaban el primer presidente Bush y
su esposa Barbara. ¿El que menos? Uno que podría volver a ocupar sus muros tras las elecciones de 2016 pero
con los papeles invertidos: el de los Clinton.
Bill y Hillary Clinton rozaban la paranoia y no confiaban en los empleados. La pareja ordenó rehacer el servicio telefónico de la Casa Blanca para evitar intermediarios y operadores. Brower apunta a que quizá la razón por la que tanto el servicio como los Bush se sentían cómodos era porque estos —a diferencia de los Clinton— habían vivido siempre con empleados en sus hogares.El escándalo de Monica Lewinsky desde luego no ayudó a que en la Casa Blanca reinara la paz. Quizá uno de los relatos más jugosos del libro es el que cuenta que Hillary pegó tan fuerte con un libro a Bill que la cama se llenó de sangre y el presidente necesitó puntos de sutura. Aquellos días tuvieron también un impacto en el servicio, que soportaba los arranques de mal genio de la primera dama y las palabras malsonantes que se pronunciaba el matrimonio o los prolongados silencios a los que se condenaba la pareja. Hillary calmaba su ansiedad y tristeza ordenando al pastelero de la residencia que le preparara bizcocho de moca. “Hice muchos pasteles de moca por aquel entonces”, apunta Roland Mesnier (1979-2006).
Bill y Hillary Clinton rozaban la paranoia y no confiaban en los empleados. La pareja ordenó rehacer el servicio telefónico de la Casa Blanca para evitar intermediarios y operadores. Brower apunta a que quizá la razón por la que tanto el servicio como los Bush se sentían cómodos era porque estos —a diferencia de los Clinton— habían vivido siempre con empleados en sus hogares.El escándalo de Monica Lewinsky desde luego no ayudó a que en la Casa Blanca reinara la paz. Quizá uno de los relatos más jugosos del libro es el que cuenta que Hillary pegó tan fuerte con un libro a Bill que la cama se llenó de sangre y el presidente necesitó puntos de sutura. Aquellos días tuvieron también un impacto en el servicio, que soportaba los arranques de mal genio de la primera dama y las palabras malsonantes que se pronunciaba el matrimonio o los prolongados silencios a los que se condenaba la pareja. Hillary calmaba su ansiedad y tristeza ordenando al pastelero de la residencia que le preparara bizcocho de moca. “Hice muchos pasteles de moca por aquel entonces”, apunta Roland Mesnier (1979-2006).
Pero si hay alguien del servicio que
vivió una crisis nerviosa que obligó a su hospitalización ese fue Reds
Arrington (empleado entre 1946-1979), jefe de fontanería de los 18 Acres. Lyndon B.
Johnson quería en la Casa Blanca una ducha exactamente igual a la que
tenía en su casa de Washington, que básicamente consistía en un chorro de agua
muy fuerte pero con dos derivadas, una manguera que apuntara
a la altura de su pene —que él apodaba Jumbo— y otra a su
trasero. El agua debía de adquirir una temperatura muy caliente.
El 36º presidente de EE UU, el hombre convertido en defensor de los derechos civiles pero que una vez le dijo a su chófer negro que hiciera “como si fuera una pieza más del mobiliario”, tuvo cinco años trabajando en el artilugio a Arrington, lo que acabó por llevar al hospital a este último. Cuando Richard Nixon ocupó la Casa Blanca miró perplejo el invento y dijo: “Desháganse inmediatamente de eso”.
El 36º presidente de EE UU, el hombre convertido en defensor de los derechos civiles pero que una vez le dijo a su chófer negro que hiciera “como si fuera una pieza más del mobiliario”, tuvo cinco años trabajando en el artilugio a Arrington, lo que acabó por llevar al hospital a este último. Cuando Richard Nixon ocupó la Casa Blanca miró perplejo el invento y dijo: “Desháganse inmediatamente de eso”.
A los Kennedy se los adoraba y Lady
Bird Johnson encontró muy difícil la tarea de reemplazar a Jackie. “Era como
salir a escena para un papel que nunca había ensayado”. Bush hijo se comportaba
como uno esperaría que se portara Bush hijo: jugando con el servicio,
descolocando las fotografías y haciendo que cazaba moscas con matamoscas
invisibles cuando pasaba al lado del staff.
La llegada de los Obama a la Casa Blanca marcó un hito,
no en vano a lo largo de su historia la mayoría de los empleados han sido
negros (en la actualidad 95 personas trabajan a tiempo completo y 250 a tiempo
parcial). En 2009, tras el baile de inauguración y cuando Michelle y Barack
Obama se disponían a pasar su primera noche en la Casa Blanca, Worthington White
se disponía a retirarse cuando oyó al presidente decir: “Lo tengo, lo tengo, ya
sé cómo funciona”. El mandatario se refería al equipo de música. “De repente,
comenzó a sonar Mary J. Blinge” (cantante negra de hip hop y soul), explica
White. Los Obama vestían ya ropa de estar en casa y comenzaron a bailar al ritmo de Real Love.
“Fue un momento hermoso como no podría imaginar”,
dice White en el libro. “Apuesto a que nunca ha visto nada semejante en esta
casa”, le retó Obama. “Puedo decir sin faltar a la verdad que jamás escuché
ninguna [y resalta la palabra ninguna] canción de Mary J. Blinge en esta planta
de la Casa Blanca”.
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