La maldad en los cuentos infantiles sirve de pedagogía
Winston Manrique Sabogal
Mientras los niños saben
reconocer el
bien y el mal, y diferenciarlo, a través de los cuentos, los adultos
parecen haber entrado en una infantilización con libros muy populares que no
interpelan al lector en sus matices, sino que juzgan lo ya juzgado y señalan lo
ya conocido como algo negativo, sin aportar nada al debate intelectual o moral.
En parte, se debe a la alteración genética del virus de lo políticamente
correcto.
Esa es una de las conclusiones
destacadas por escritores y expertos tan distintos como Victoria Cirlot, Justo
Navarro, Félix de Azúa o Marta Fernández en las Conversaciones de Formentor,
celebradas este año bajo el lema La novela más mala del mundo. Maldad,
perfidia y espanto en la historia de la literatura. Veinticinco autores y
críticos literarios debatieron sobre este asunto en el
cónclave organizado por la Fundación Santillana. La cita mallorquina arrancó con la entrega del Premio
Formentor a Ricardo Piglia. La distinción la recogió Carlota Pedersen,
nieta del escritor, enfermo en Argentina, en un acto que supuso también un homenaje
al autor.
Por violentos que sean
Los escritores reivindicaron el
papel de los cuentos tradicionales infantiles, por muy violentos que resulten,
donde se aprecia la lucha del bien y del mal de manera arquetípica, dice
Navarro. Los niños “tienen que ponerle cara al mal y esos relatos cumplen una
función legislativa: enseñan acciones que tienen castigo o recompensa. Tienen
un valor pedagógico y de persuasión sobre los valores dignos de ser asumidos”.
Lamenta Navarro el desdén que, a veces, se hace de dicha función. “Los cuentos
infantiles son como la ley, aunque evolucionan y se adaptan”.
Ese dualismo entre el bien y el
mal ayuda a comprender, desde pequeños, las dos caras de la vida, asegura
Cirlot, experta en la cultura y literatura medievales y en el simbolismo. “Todo
está en la estructura de la mente. Cada cultura da una explicación al mal y las
maldades y la entienden a su manera. En el cerebro están los fenómenos
arquetipales”, añade. “No hay que esconderle a los niños esas historias, cuyas
atrocidades las pensamos así los adultos. Ellos tienen claro que están en el
mundo de la fantasía. El símbolo acoge toda la maldad y toda la bondad. No es
excluyente. El mito no es moral”.
Más allá de ese territorio va
Félix de Azúa. El narrador y experto en arte opina que “a los niños hay que
educarlos en la maldad y el mal”. En esa educación, aclara, hay que hacerles
ver que ese comportamiento malvado es producto de la “estupidez, cobardía,
falta de recursos y debilidad extrema en una persona”. Ello forma parte del
proceso de aprendizaje, según Marta Fernández: “Hay que enseñar el mal, para
ver dónde está y reconocerlo”.
A diferencia de los niños, los
adultos han abandonado la educación moral, lamenta De Azúa. Es “una arrogancia
moral, sobre todo de los políticos, pero debido en parte a que la gente se ha
desentendido del tema y ha delegado esa función a ellos, que señalan y
etiquetan lo que es bueno y es malo”.
Parte de ese enmascaramiento se
aprecia en la literatura más popular, que juega con el cliché y no dialoga con
el lector, advierte Justo Navarro. Para el poeta y narrador, muchos libros
incluyen juicios ya dictados y evitan los del lector: “La literatura debe
plantear, también, cuestiones morales, éticas; si los personajes lo han hecho
bien o no, y donde el juez, de existir, debe ser el lector y no el escritor. Un
buen libro hace preguntas”.
Cirlot tercia que “la ficción
permite explorar la conducta humana. No se trata de plantar verdades
inamovibles”. El ser humano se horroriza ante la maldad porque “en el fondo hay
una duda sobre la creación. Todo sale de que la gente cree que el mundo es una
prisión. Es la pulsión destructora la que crea la gran revuelta”. Frente a esa
pulsión, recuerda que la filósofa Simone Weil decía: “No hay que destruir, sino
descrear”.
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