lunes, 20 de junio de 2016

ARTE




La Tate Modern altera la Historia del arte

Iker Seidedos







El edificio de la ampliación de la Tate Modern, en Londres. 





La Tate Modern, el museo de arte moderno y contemporáneo más visitado del mundo, ha desvelado ante unos 800 miembros de la prensa, sus cartas para seguir ganando en el siglo XXI la partida del arte como un improbable equilibrio entre reflexión y espectáculo: una pirámide de ladrillo de 10 pisos firmada por los arquitectos suizos Herzog & DeMeuron —que ha costado 260 millones de libras y amplía sus espacios expositivos en un 60%— y una nueva forma, más plural, global y femenina de contar la historia a partir de 1900. “El mundo ha cambiado mucho en estos 16 años (desde la apertura en 2000), ya era hora de que también alteráramos los relatos”, explicó en la presentación Frances Morris, su directora desde enero.

La nueva estructura se asemeja a una de esas torres defensivas que salpican la costa oriental británica. Desde fuera, la fortaleza solo se permite el respiro de unos escuetos ventanales por los que de buena mañana se introducía una luz típicamente londinense. El símil defensivo es útil: el nuevo edificio apuesta por preservar la belleza brutal de los muelles meridionales del río, en los que el arquitecto Giles Gilbert Scott erigió a mitad del siglo pasado la central eléctrica que acabaría en ejemplar museo e icono de la nueva ciudad. La mole achatada luce hoy asediada por torres de cristal a este lado del Támesis y, al otro, por la amenazante arrogancia del dinero de la City. De esta se obtiene una inmejorable vista desde la terraza panorámica del último piso del nuevo edificio, una atracción turística en sí misma y “la mejor postal de la ciudad para un corresponsal financiero”, como certificó asomado a la barandilla el divulgador de la BBC Will Gompertz.

Un simple vistazo evidencia, como aseguró sir Nicholas Serota, responsable de la Tate (paraguas que cobija la Tate Modern), que la pareja no ha pretendido crear “un icono”, sino servir a un propósito espacial gracias a una sutil inversión geométrica. Si el viejo edificio (ahora llamado Boiler House) proponía una distribución vertical de los espacios y las visitas, en el zigurat retorcido (Switch House), vence la fluidez gracias a un entramado de escaleras enroscadas. Así, queda redimido cierto pecado original: la enormidad de la Sala de turbinas (proyectada por los mismos arquitectos) ha definido mucho de lo que el museo significa en el imaginario global (gracias a intervenciones como el sol de Olafur Eliasson o la grieta abierta por Doris Salcedo), pero también acogotó los espacios propiamente galerísticos de una institución pensada para recibir dos millones de visitantes al año y que ya supera los cinco.
“Hubo un proyecto inicial de construirla en vidrio”, explicó en un aparte y con solvente dominio del español Jacques Herzog. “Aquella locura la olvidamos, por suerte. Puede parecer una estructura muy sólida, pero permite que penetre mucha luz del exterior por los huecos de la piel de ladrillo. Nos preocupaba que lo nuevo y lo viejo formasen un todo y que pareciera que la construcción siempre estuvo aquí”.
La ampliación ha servido también para reordenar la colección permanente, tanto en los viejos espacios como en los nuevos, consagrados al arte desde 1960. La Tate fue pionera en negar la cronología como un modo válido de relato. Esa idea sale ahora reforzada. Si las salas de siempre se han reorganizado en torno a conceptos como El artista y la sociedad o Materiales y objetos y el artista brasileño Cildo Meirelles convive con el titán del arte estadounidense Mark Rothko, la preocupación de los equipos comisariales residentes (que firman sus decisiones) se centra en las recién construidas en tres de los temas esenciales del arte contemporáneo: el sentido de la representación escultórica, la participación del público y la ciudad.
Entre las 800 obras de 300 artistas de 50 países expuestas (tres cuartas partes de las cuales han sido adquiridas desde que abrió el museo), crece la presencia de mujeres hasta el 50% (cuando el museo abrió, el porcentaje era del 17%). La apuesta se plasma tanto en la decisión de destacar el trabajo de Louise Bourgeois como en la presentación de la primera planta, donde una sucesión de piezas de Joan Jonas, Angela Bulloch, Cristina Iglesias, Amalia Pica o Yayoi Kusama lanza una primera advertencia: quizá el arte no se desarrolló tal como nos lo habían contado.


Yayoi Kusama: Tate Moden





Saloua Raouda Choucair: Tate Modern 



Y no solo lo relativo al género: artistas libaneses (Saloua Raouda Choucair), rumanos (Ana Lupas) o de Benín (Meschac Gara) destacan en la colección permanente en un intento de derribar el discurso dominante (europeo y estadounidense) para sorpresa hasta de los vigilantes de sala, que miraban las cartelas con genuino interés. Además, salen reforzadas disciplinas como la fotografía, el cine, el arte en directo o la performance, que disfruta de su propio espacio en los tanques del sótano y se expande por el centro.
Como para subrayar que el cambio permanente es hoy la única certeza posible en todos los órdenes de la vida, Morris sentenció: “Estoy segura de que la institución será muy distinta en 10 años, pero también que no necesitará de más espacio”. Y sonó creíble. En el cambiante mapa de los museos, la nueva Tate abre el viernes al público equipada para enfrentarse al reto de seguir pintando, ahora que otros han aprendido tan bien a continuar lo que la institución londinense empezó: resultar relevante para una vasta legión de visitantes (turistas) tendentes a la dispersión y al bostezo.











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