La Tate Modern altera la Historia del arte
Iker Seidedos
El edificio de la ampliación de la Tate Modern, en Londres.
La Tate Modern, el
museo de arte moderno y contemporáneo más visitado del mundo, ha desvelado ante unos 800 miembros de la prensa, sus cartas para seguir ganando en
el siglo XXI la partida del arte como un improbable equilibrio entre reflexión
y espectáculo: una pirámide de ladrillo de 10 pisos firmada por los arquitectos
suizos Herzog
& DeMeuron —que ha costado 260 millones de libras y amplía sus
espacios expositivos en un 60%— y una nueva forma, más plural, global y
femenina de contar la historia a partir de 1900. “El mundo ha cambiado mucho en
estos 16 años (desde la apertura en 2000), ya era hora de que también
alteráramos los relatos”, explicó en la presentación Frances
Morris, su directora desde enero.
La nueva estructura se asemeja a
una de esas torres defensivas que salpican la costa oriental británica. Desde
fuera, la fortaleza solo se permite el respiro de unos escuetos ventanales por
los que de buena mañana se introducía una luz típicamente londinense. El símil
defensivo es útil: el nuevo edificio apuesta por preservar la belleza brutal de
los muelles meridionales del río, en los que el arquitecto Giles Gilbert Scott erigió
a mitad del siglo pasado la central eléctrica que acabaría en ejemplar museo e
icono de la nueva ciudad. La mole achatada luce hoy asediada por torres de
cristal a este lado del Támesis y, al otro, por la amenazante arrogancia del
dinero de la City. De esta se obtiene una inmejorable vista desde la terraza
panorámica del último piso del nuevo edificio, una atracción turística en sí
misma y “la mejor postal de la ciudad para un corresponsal financiero”, como
certificó asomado a la barandilla el divulgador de la BBC Will
Gompertz.
Un simple vistazo evidencia, como
aseguró sir
Nicholas Serota, responsable de la Tate (paraguas que cobija la Tate
Modern), que la pareja no ha pretendido crear “un icono”, sino servir a un
propósito espacial gracias a una sutil inversión geométrica. Si el viejo
edificio (ahora llamado Boiler House) proponía una distribución vertical de los
espacios y las visitas, en el zigurat retorcido (Switch House), vence la
fluidez gracias a un entramado de escaleras enroscadas. Así, queda redimido
cierto pecado original: la enormidad de la Sala de turbinas (proyectada por los
mismos arquitectos) ha definido mucho de lo que el museo significa en el
imaginario global (gracias a intervenciones como el
sol de Olafur Eliasson o la
grieta abierta por Doris Salcedo), pero también acogotó los espacios
propiamente galerísticos de una institución pensada para recibir dos millones
de visitantes al año y que ya supera los cinco.
“Hubo un proyecto inicial de
construirla en vidrio”, explicó en un aparte y con solvente dominio del español
Jacques Herzog. “Aquella locura la olvidamos, por suerte. Puede parecer una
estructura muy sólida, pero permite que penetre mucha luz del exterior por los
huecos de la piel de ladrillo. Nos preocupaba que lo nuevo y lo viejo formasen
un todo y que pareciera que la construcción siempre estuvo aquí”.
La ampliación ha servido también
para reordenar la colección permanente, tanto en los viejos espacios como en
los nuevos, consagrados al arte desde 1960. La Tate fue pionera en negar la
cronología como un modo válido de relato. Esa idea sale ahora reforzada. Si las
salas de siempre se han reorganizado en torno a conceptos como El artista
y la sociedad o Materiales y objetos y el artista brasileño
Cildo Meirelles convive con el titán del arte estadounidense Mark Rothko, la
preocupación de los equipos comisariales residentes (que firman sus decisiones)
se centra en las recién construidas en tres de los temas esenciales del
arte contemporáneo: el sentido de la representación escultórica, la
participación del público y la ciudad.
Entre las
800 obras de 300 artistas de 50 países expuestas (tres cuartas partes de las
cuales han sido adquiridas desde que abrió el museo), crece la presencia de
mujeres hasta el 50% (cuando el museo abrió, el porcentaje era del 17%). La
apuesta se plasma tanto en la decisión de destacar el trabajo de Louise Bourgeois como
en la presentación de la primera planta, donde una sucesión de piezas de Joan
Jonas, Angela Bulloch, Cristina Iglesias, Amalia Pica o Yayoi Kusama lanza una
primera advertencia: quizá el arte no se desarrolló tal como nos lo habían
contado.
Y no solo lo relativo al género:
artistas libaneses (Saloua Raouda Choucair), rumanos (Ana Lupas) o de Benín
(Meschac Gara) destacan en la colección permanente en un intento de derribar el
discurso dominante (europeo y estadounidense) para sorpresa hasta de los
vigilantes de sala, que miraban las cartelas con genuino interés. Además, salen
reforzadas disciplinas como la fotografía, el cine, el arte en directo o la performance, que
disfruta de su propio espacio en
los tanques del sótano y se expande por el centro.
Yayoi Kusama: Tate Moden
Saloua Raouda Choucair: Tate Modern
Como para subrayar que el cambio
permanente es hoy la única certeza posible en todos los órdenes de la vida,
Morris sentenció: “Estoy segura de que la institución será muy distinta en 10
años, pero también que no necesitará de más espacio”. Y sonó creíble. En el
cambiante mapa de los museos, la nueva Tate abre el viernes al público equipada
para enfrentarse al reto de seguir pintando, ahora que otros han aprendido
tan bien a continuar lo que la institución londinense empezó: resultar
relevante para una vasta legión de visitantes (turistas) tendentes a la
dispersión y al bostezo.
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