El imperio de los datos
Lucía Avellán
Estados Unidos innova y Europa
regula. Ese esquema, presentado en forma de disyuntiva, resume la actitud que
han adoptado los dos grandes bloques mundiales ante la revolución tecnológica.
Los gigantes de Internet (Google, Facebook y otras firmas estadounidenses cuyo
principal negocio consiste en explotar datos) se han hecho indispensables para
los ciudadanos explorando terrenos desconocidos. Frente a la laxitud de
Washington, la Unión Europea intenta acotar algunos excesos, con
resultados desiguales. La diferencia de criterios amenaza con acentuar la
discordia política entre Bruselas y Washington, especialmente con Donald Trump
al frente de la Casa Blanca.
La
delicada materia prima con la que trabajan estas empresas —datos personales que
se rentabilizan para usos publicitarios— dificulta la aproximación legal. La UE ha
recurrido a las normas de competencia para frenar algunas prácticas abusivas. Y
sus responsables admiten que la mayoría de los casos están por llegar. “Es uno
de los asuntos que nos tiene más ocupados. Los datos son una moneda, un
recurso, un activo, y desempeñarán un enorme papel en el conjunto de la
economía, no solo en el mundo digital”, argumentaba la comisaria europea de
Competencia, Margrethe Vestager.
Las diferencias de enfoque a
ambos lados del Atlántico son legales, pero también culturales. Diego Naranjo,
experto de la asociación de defensa de los consumidores en Internet
European Digital Rights, explica que EE UU carece de una legislación federal
que proteja los datos de los usuarios. Europa, en cambio, es más celosa
respecto a las normas de privacidad. “Por otro lado, en EE UU a estas empresas
se les requiere ayuda en asuntos de vigilancia como el programa Prisma”,
argumenta, en referencia al proyecto de vigilancia masiva a empresas y
ciudadanos que orquestó Washington y que exigía la colaboración de las
tecnológicas.
Lejos de aquellas controversias,
el caso estrella de la comisaria Vestager tiene como protagonista a Google, investigada
por diferentes comportamientos lesivos para sus rivales. La Comisión Europea
decidirá en breve la eventual multa que fija al gigante de Silicon Valley por
favorecer a sus propios servicios en las búsquedas de comparativas de precios
(Google Shopping). Pero también tiene a la compañía bajo la lupa por abusos en
la firma de contratos publicitarios y por exigir la instalación de aplicaciones
predeterminadas a los fabricantes de móviles que quieren ofrecer el sistema
operativo Android.
En todos
los casos, Bruselas examina fenómenos nuevos con herramientas del pasado. Las
fusiones, por ejemplo, se evalúan con criterios de volumen de negocio, de forma
que si superan ciertos niveles se puede considerar que hay riesgo de monopolio.
Pero la importancia de los datos y su potencial para traducirse en grandes
sumas de ingresos llevan al Ejecutivo comunitario a cuestionarse otros
baremos. “¿Se puede hacer una norma objetiva para que las compañías tengan que
notificar si tienen datos dentro de sus activos, al igual que hacemos con los
topes de volumen de ingresos?”, se pregunta la comisaria, que admite la
dificultad de crear una norma transparente que ofrezca certidumbre a las
compañías.
Mientras las autoridades
reflexionan, las llamadas compañías del big data continúan explotando
casi en exclusiva el negocio publicitario gracias a la información de
usuarios que procesan. El sector niega que esa acumulación de datos sea una
práctica exclusiva; la diferencia —alegan— es el valor añadido que obtienen de
esos datos. “Se trata de ver si los datos dan una gran ventaja o no. En la
mayoría de los casos, son conocidos para muchas compañías, como aerolíneas o
supermercados. Todas pueden utilizarlos. Lo que singulariza a las firmas de
Internet es que realizan un análisis inteligente de esa información. Es la
aportación humana más que los datos en sí mismos”, defiende James Waterworth,
vicepresidente para Europa de Computer and Communications Industry Association,
que integra a gigantes como Google, Facebook, Yahoo, Netflix o Amazon.
A falta de un marco regulatorio
que se ciña a este negocio tan escurridizo, Bruselas hace aproximaciones
parciales. Uno de los ejemplos más exitosos —por la celeridad con que se ha
resuelto y porque la compañía ha aceptado la penalización— ha sido la
multa impuesta a Facebook por proporcionar datos engañosos en la compra de
WhatsApp. El número uno de las redes sociales deberá pagar 110 millones de
euros por ocultar —deliberadamente, según Bruselas— que podía vincular los
perfiles de los usuarios comunes de ambos servicios. La cifra, la más elevada
impuesta nunca en un caso de fusión, supone un toque de atención ante las
posibilidades casi ilimitadas que ofrece la tecnología y que en ocasiones
traspasan la ley.
De peor gana acogen las compañías
los intentos de Alemania para mantener a raya algunos de sus comportamientos.
La autoridad germana de la competencia investiga a Facebook por las sospechas
de que utiliza su posición dominante en el mercado para procesar gran
cantidad de datos sin conocimiento de los usuarios. Bruselas mira atentamente
el desarrollo de este caso para ver si existe una vía de actuación comunitaria,
aunque las autoridades de competencia defienden más la reacción a
posteriori que el despliegue de obligaciones sobre un sector aún
desconocido.
También Alemania ha abierto el
camino para multar a los gigantes de Internet que no controlen suficientemente
los mensajes de odio o las noticias falsas. El Ejecutivo comunitario se limita
de momento a mantener foros de discusión periódicos con las grandes firmas para
promover buenas prácticas. “Obligar a retirar contenidos de Internet es un
asunto muy sensible; se debería dar una oportunidad a la cooperación entre
Gobiernos y empresas”, defiende James Waterworth.
Frente a estos terrenos
novedosos, el camino más explorado hasta ahora ha sido el de la fiscalidad. Las
autoridades de competencia europeas persiguen desde hace algunos años a las
grandes firmas —no exclusivamente de Internet ni estadounidenses— por no
pagar apenas impuestos en Europa pese a los grandes beneficios que generan.
Pero esa estrategia encuentra una resistencia fundamental. Paradójicamente, los
Estados que deberían recuperar ese dinero que han dejado de percibir por
otorgar ventajas fiscales excesivas a las compañías rehúsan hacerlo.
El motivo es que casi todos los
países se embarcan en una subasta fiscal a la baja para atraer la sede de las
empresas con más volumen de negocio. Y así Irlanda, un país rescatado y
que emplea el señuelo fiscal para llevar a su territorio a muchas de estas
compañías, ha recurrido a la justicia europea la decisión comunitaria de
recuperar 13.000 millones de euros por impuestos dejados a cobrar al gigante
tecnológico Apple. También Amazon ha recibido en Luxemburgo un trato fiscal que
viola el libre mercado.
Los titubeos de los Estados
debilitan la acción de Bruselas, que seguirá buscando nuevas vías para acotar
el jugoso negocio de los datos.
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