Mientras
las potencias del G7 reunidas en Taormina muestran su incapacidad para
encontrar salidas a la crisis migratoria, miles de migrantes confluyen en Libia
para intentar el salto a Europa sin saber que se adentran en un infierno. Libia
se ha convertido en un peligroso factor de desestabilización y un pozo negro
para los derechos humanos. El caos y la anarquía se han adueñado del país,
convertido en el campo de operaciones de mafias cada vez más poderosas. En el
quinto año tras la muerte de Gadafi hay tres Gobiernos que se disputan el
control del país, uno de unidad apoyado por la ONU y otros dos que no
reconocen el acuerdo de Skhirat de 2015, y un gran número de milicias y grupos
armados. En medio de este desorden, el Estado Islámico trata de consolidar una
nueva base territorial para convertirla en foco de terrorismo, como hemos visto
en el atentado de Mánchester. A esta dinámica contribuye el apoyo desde Arabia
Saudí a la penetración de la corriente más radical del islamismo, la wahabí.
Los
informes de la ONU constatan condiciones insufribles en los lugares
de concentración de inmigantes y prácticas deleznables como la compraventa de
personas como fuerza de trabajo, esclavas sexuales o instrumento de chantaje
para obtener dinero de sus familias. Ahora han ideado una nueva forma de operar
para sacar provecho de los dispositivos de rescate en el Mediterráneo:
sobrecargan las embarcaciones y cuando llegan a aguas internacionales les
quitan el motor para reutilizarlo. Desde 2015 han llegado a las costas de
Italia 385.000 migrantes desde Libia y en cuatro años 12.064 han muerto en el
mar. Se desconoce cuántos migrantes mueren en territorio libio o en el
desierto. La comunidad internacional no puede permitir esta espantosa deriva y
no habrá forma de pararla sin una acción concertada para reparar el error que
cometieron en 2011: no prever un plan para estabilizar el país tras la
desaparición de Gadafi
Opinión. El País
No hay comentarios:
Publicar un comentario