Robar la lluvia.
Daniel Santos Muñoz
Las sequías nos son un fenómeno
nuevo. Afectan cíclicamente a zonas diversas del globo, y en algunas casi de
forma permanente. El cambio climático, debido al
calentamiento global, parece que acentuará la desertificación y la frecuencia
de los episodios de falta de precipitaciones. Por eso, es fácil que dada la
situación de falta de lluvias, que afecta gravemente a la agricultura, no dejen
de aparecer oportunistas sin ninguna clase de escrúpulos vendiendo milagros
para atraer al maná del cielo o para robárselo a los vecinos.
El uso de aviones para
"robar la lluvia" es otro de esos bulos, sin base científica, que
aparecen en épocas de sequía e incluso han llegado a consolidarse como
denuncias ante las autoridades. Sabiendo cómo se forma la lluvia y el tamaño
del problema al que habría que enfrentarse para robarla, podemos establecer el
sinsentido de esta afirmación.
El proceso de creación de lluvia
no es simple. Dentro de una nube existen múltiples procesos físicos que tienen
lugar a diferentes ritmos y que interaccionan entre todos ellos para dar lugar
a la lluvia. De forma básica, la lluvia requiere de unos núcleos que actúan
como semillas a partir de los cuales las gotas o cristales de hielo de la nube
empiezan a crecer. Este crecimiento se produce envolviendo la semilla con gotículas
de agua, lo cual ayuda a alcanzar un tamaño lo suficientemente grande para que
las gotas pesen lo bastante para no poder flotar y caer. Estos núcleos,
llamados núcleos de condensación nubosos, son en su mayor parte partículas de
sales marinas o polvo.
La mayoría de los intentos de
controlar el proceso de generación de lluvia, o robarla, desde el primer
experimento en 1946, se han centrado en añadir más núcleos de forma artificial.
Este método es conocido como siembra de nubes, y consiste en alterar el
delicado equilibrio entre el número de núcleos y el agua disponible para
envolverlos. Ninguno de los estudios o ensayos prácticos ha podido concluir
cuál es el valor óptimo de siembra de núcleos. Tampoco ha podido establecer una
clara relación causa-efecto entre la siembra y que se produzca o no
precipitación.
Además de
la dificultad de calcular cuantos núcleos habrían de sembrarse y el alto coste
de disponer de aviones persiguiendo nubes, resulta importante conocer el tamaño
del problema al que nos enfrentamos. Mediante satélite podemos estimar que, una
pequeña nube que flota sobre nuestras cabezas puede contener entre 500 y 1.000
toneladas de agua, llegando a más de un millón de toneladas en las nubes de
tormenta. Los últimos estudios indican que menos un 20% del agua de las nubes
cae en forma de precipitación. Es decir, sobrevolando nubes y sembrando sales,
deberíamos ser capaces de hacer desaparecer el agua de 80 piscinas olímpicas
sin dejar rastro, algo que resulta cuanto menos mágico.
Del blog 'Tiempo al tiempo', de Daniel Santos Muñoz
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