El mito del pintor de las 500 amantes
Con motivo del centenario del nacimiento del pintor británico Lucian Freud (1922-2011), el Museo Nacional Thyssen-Bornemisza (Madrid) inauguró una exposición retrospectiva (del 15 de febrero al 18 de junio) que reúne más de medio centenar de obras de uno de los artistas figurativos más importantes del arte contemporáneo, cuyos cuadros se suelen cotizar en millones de euros (su Benefits Supervisor Sleeping se convirtió en 2008 en su obra más cara después de que Christie's la vendiera por 33 millones).
En realidad hubiera cumplido 100 años el año pasado, pero la National Gallery de Londres expuso primero la retrospectiva en la ciudad en la que el pintor vivió gran parte de su vida. No nació ahí, sin embargo, sino en Berlín, donde Lucian –que era nieto de Sigmund Freud, padre del psicoanálisis– pasó su infancia hasta que en 1933, cuando tenía 10 años, su familia emigró a Inglaterra para huir del auge del nazismo.
Fue ya después de la Segunda Guerra Mundial, cuando hizo la transición desde el surrealismo que imperaba en aquellos tiempos hacia la pintura figurativa, cuando empezó a destacar en el mundo del arte. Con una carrera que se extendió a lo largo de seis décadas, se convirtió en uno de los más destacados pintores del siglo XX (y parte del XXI), aunque quizá se hayan escrito más ríos de tinta sobre su ajetreada vida sentimental que sobre sus pinturas y grabados. Como dice Paloma Alarcó, jefa de conservación de pintura moderna y comisaria de la exposición del Thyssen, estamos ante "un artista cuya compleja y fascinante existencia a veces eclipsó la magnitud de su obra".
Cierto es también que es complicado discernir la verdad del mito. Su buen amigo, el escritor y fotógrafo Daniel Farson, llegó a afirmar, quizá regocijándose en la exageración, que Freud podía haber tenido en torno a 40 hijos. Otro artista que lo conoció bien, el escultor griego Vassilakis Takis, situó la cifra de las amantes en 500, lo que trascendió en el inconsciente colectivo, sea o no ese número real.
Lo que sí se ha confirmado es que hay 14 personas en el mundo que portan los genes de Lucian y que han sido reconocidos oficialmente como hijos suyos. La cuestión de las amantes es más difícil de cuantificar, porque la lista es muy larga solo si nos atenemos a los encuentros y romances que se describen en sus biografías. O la de los amantes, porque en su juventud, a principio de los años 40, estuvo envuelto en un triángulo homosexual con los también artistas John Minton y Adrian Ryan, como demostró la muestra que se exhibió en la Victoria Art Gallery hace un par de años, Freud, Minton, Ryan: unholy trinity. Su amigo íntimo Francis Bacon también contó que se acostó con el poeta y ensayista W. H. Auden por admiración hacia su figura y su fama.
Aunque Freud casi siempre tuvo querencia por las mujeres considerablemente más jóvenes que él, su primera relación significativa fue con una diez años mayor, Lorna Garman. Él acaba de estrenar la veintena y ella era ya una mujer casada y en la treintena, y la pasión entre ellos se intensificó a raíz de ser pillados in fraganti en la cama por el marido de Lorna, Ernest Wishart, según se cuenta en la biografía The Lives of Lucian Freud: Youth, de William Feaver.
Como siempre ocurría con el pintor, el romance duró hasta que su interés viró hacia otra mujer, Pauline Tennant, una actriz inglesa perteneciente a una familia aristocrática (la combinación de arte y clase alta era irresistible para Freud).
Lorna se enteró después de encontrar en su estudio unas cartas escritas por ella y decidió en ese momento cortar la relación con Lucian y regresar con su marido. Pese a que el infiel había sido él, esto enfureció al pintor, quien de acuerdo al libro Breakfast With Lucian: A Portrait Of The Artist by Geordie Greig, fue a la búsqueda de su amante con una pistola y la amenazó con matarla o suicidarse si no volvía con él.
La cosa no pasó a mayores, pero la ruptura con Lorna marcó a Freud, hasta el punto de confesar a su amigo y también pintor John Craxton que nunca iba a volver a querer tanto a otra mujer. Ella jamás volvió con él, pero su conexión no terminó ahí, ya que luego Freud también tuvo un affaire con su hijo, Michael Wishart y luego se acabó casando con su sobrina, Kitty Garman, en 1948.
Esta era también artista, pero ha pasado a la historia como musa, primero de su padre, el famoso escultor Jacob Epstein, y luego de Lucian (es la protagonista de dos de sus más célebres obras, Portrait of Kitty y, sobre todo, Girl with a White Dog).
La relación duró cinco años, un tiempo considerable para Freud, pero fueron en su mayor parte turbulentos por las infidelidades de este. Tuvieron dos hijas, Annie (una poeta y artista notable, por cierto) en 1948 y Annabel en 1952, año en el que el matrimonio se disolvió después de que Lucian conociera a Lady Caroline Blackwood, escritora e hija del marqués de Dufferin y Ava (aristocracia y bohemia, una vez más) y Maureen Guinness, heredera de la dinastía cervecera Guinness y muy amiga de la Reina Madre. Como curiosidad, fue Ann Fleming, esposa de Ian Fleming, el autor literario de James Bond, quien los presentó.
Antes tuvo otro affaire con la artista Anne Dunn, hija del magnate del acero canadiense Sir James Dunn, una de las amantes que más testimonios ha dejado sobre la manera en la que Freud trataba física y psicológicamente a las mujeres.
Según se recoge en Breakfast With Lucian, este, estando ya casado y con una hija, acostumbraba a salir por la noche por Londres con Dunn, quien tenía entonces 18 años, sin sentir la mínima culpa o rubor. Así lo cuenta Anna: “No tenía ni idea de que Kitty era su mujer cuando lo conocí ni que Lucian era padre, hasta que un día mientras cenábamos alguien se acercó para saludarle y preguntarle cómo estaba el bebé. Me quedé absolutamente anonadada”, relata, añadiendo asimismo que Freud renegaba de los métodos anticonceptivos a la hora de mantener relaciones sexuales, lo que le costó a ella dos embarazos que no llegaron a término.
Dunn también se quedó con un muy mal recuerdo de la última vez que se acostó con él: “Me apretó y me golpeó los pechos, haciéndome mucho daño. No le quise volver a ver después de aquello”. Y para rizar el rizo, quien sabe si por venganza o despecho, esta se acabó casando con Michael Wishart, el hijo de Lorna y ex amante de Freud.
Volviendo a Caroline, con ella huyó a París, donde conocieron a Picasso (Blackwood llegó a estar tres días sin lavarse después de que el malagueño pintase en sus manos) y se casaron en 1953, él con 31 años y ella con 21. Freud, al igual que la mayor parte del círculo bohemio londinense de la época, estuvo muy enamorado de su segunda mujer, y ella fue quizá la que más daño le hizo aparte de Garman.
Juntos disfrutaron mucho de la vida y de los excesos, y Freud la pintó en varios retratos (Girl in Bed puede que sea el más conocido), pero Caroline era su alma gemela en el mejor y peor de los sentidos. Es decir, alguien que huía de las ataduras, inconformista por naturaleza y con ganas siempre de encontrar una nueva razón, un nuevo ser que la excitara sexual e intelectualmente.
Caroline acabó abandonando a Lucian, algo a lo que él no estaba acostumbrado y que le ocurrió en contadas ocasiones en su vida, y ella luego se casó o mantuvo affaires con otras figuras muy destacadas del mundo del arte, como el pianista Israel Citkowitz, el fundador de The New York Review of Books, Robert Silvers; el guionista Ivan Moffat o el célebre poeta Robert Lowell, su último marido.
Este la animó a escribir y publicó varias novelas que fueron candidatas a premios literarios tan prestigiosos como el Booker, aunque quizá su obra más conocida sea The Last of the Duchess,* un estudio de la relación entre Wallis Simpson, duquesa de Windsor y esposa de Eduardo VIII (y la causa de su abdicación), y su abogada, Suzanne Blum.*
En cuanto a Freud, este siguió coleccionando amantes prácticamente hasta su muerte en 2011, con 88 años. La mayoría, artistas. Entre ellas, la pintora Janetta Woolley, a quien conoció a través de Anne Dunn. Cuatro décadas después, también se acostó con su hija Rose, de acuerdo al libro de Geordie Greig.
Eran tantas que no era raro que se solaparan. En un momento dado, Freud mantuvo relaciones intermitentes con cuatro mujeres al mismo tiempo: Jane Willoughby, June Keeley, Suzy Boyt y Bernardine Coverley. Las dos últimas fueron especialmente significativas, ya que son responsables de alumbrar a seis de sus 14 hijos: cuatro le correspondieron a Boyt (Alexander, Rose, Isobel y Susie) y dos a Coverley (Esther y Bella).
De todos sus vástagos, Esther y Bella Freud son probablemente las que más han destacado en cuanto a notoriedad. La primera es una novelista consagrada y la segunda una diseñadora de moda con su propia marca, muy conocida gracias los cortos que dirigió John Malkovich para promocionar una de sus colecciones. Cuando se las entrevistó mientras su padre aún vivía, lo describen como una figura ausente durante gran parte de su vida, pero hacia quien no perdieron el amor y el cariño hasta el final.
“Su ausencia significaba que ahí fuera había otra vida, seductora, perturbadora, planeando sobre nosotras ”, dijo Esther, mientras Bella, que posó para su padre en repetidas ocasiones, aseguraba que él era "muy divertido, muy irreverente. Hay veces que está absorto en su tarea, pero la mayor parte del tiempo habla mucho. Tiene una conversación muy interesante”.
Freud nunca se volvió a casar después de Blackwood, pero sus relaciones se hicieron más duraderas según fue cumpliendo años (aunque siempre alternara parejas). Al mismo tiempo, cada vez prefería mujeres más jóvenes. Ahí está el caso de Sophie de Stempel, una estudiante de arte que comenzó a mantener encuentros con Lucian en 1980, cuando ella tenía 19 años y él casi 60. Se vieron durante una década, lo mismo que con la pintora Celia Paul, a quien conoció cuando ella tenía 18 años y él 55 (y con quien tuvo un hijo, Frank). Paul decidió recientemente publicar unas memorias sobre su iniciación en el arte y su relación con Freud, tituladas Autorretrato, ya que se sintió ofendida al comprobar que muchos obituarios de este la citaban únicamente como su musa, obviando su faceta artística.
“Lucian hubiera preferido que yo fuera más obediente. Como consecuencia, mi propia ambición artística se complicó durante nuestra relación”, declaró hace poco Paul a La Vanguardia.
Como Paul, muchas de sus amantes guardan un recuerdo ambivalente de Freud. A veces más amargo, porque los momentos tormentosos siguen muy vivos, y en ocasiones más luminoso, porque tienen muy presente lo que era capaz de ofrecerlas (y lo que no). Hasta la propia Anne Dunn, quien vivió episodios muy desagradables, aseguró que no se arrepiente de conocerle ni de haber estado con él: “Estaba tan vivo, era como la vida misma, siempre emanando energía. Era lo que siempre busqué y luego nunca volví a encontrar”.
*‘Últimas noticias de la duquesa’, la crónica de los años agónicos de la duquesa de Windsor escrita por Caroline Blackwood
Tras enviudar de Eduardo VIII en 1972, extraña en Estados Unidos donde ya no le quedaban familiares y apestada en Inglaterra, donde la casa real siempre la responsabilizó de la abdicación de aquel aspirante a rey que simpatizaba con Hitler (personaje al que ella empezó a detestar después de que la dejase fuera de la reunión que mantuvo con su esposo en la visita de la pareja a la Alemania nazi), Wallis Simpson se quedó viviendo sola en el palacio del Bois de Boulogne que el Gobierno francés les había cedido gratis y libre de impuestos a ella y al duque de Windsor.
Todo el que intentó penetrar en su mundo a partir de ese momento se encontró con la feroz resistencia de una mujer llamada Suzanne Blum, que había sido abogada de gigantes de Hollywood como Charles Chaplin, Jack Warner, Darryl Zanuck o Walt Disney y ahora no solo se había convertido en la representante legal de Simpson sino también en la cancerbera de su intimidad (en aras de la salud de la duquesa le prohibía ver a sus antiguas amigas) y la guardiana de su fortuna, que no era pequeña, pues poseía la legendaria colección de joyas que le había ido regalando su esposo —algunas de las cuales habían pertenecido a la reina Alejandra— amén de propiedades por valor de cinco millones de libras de la época (según las estimaciones que hizo en su día lord Mountbatten, el único miembro de la corona que se comunicaba con Wallis)
La muralla creada por Blum en torno a su clienta, de cuyo verdadero estado de salud nadie sabía nada, parecía impenetrable hasta que en 1980 The Sunday Times le encargó a la escritora y aristócrata Caroline Blackwood la dificilísima tarea de intentar derribarla. El verdadero resultado de aquel encargo periodístico no vio la luz hasta quince años después, cuando falleció la letrada y se publicó en Inglaterra Últimas noticias de la duquesa, en el que se refleja el triste ocaso de una mujer paranoica (Simpson) atrapada en las redes de otra poseída por delirios de grandeza (Blum).
La autora del libro, Blackwood, había sido una auténtica leyenda en la alta sociedad británica, no solo por su ascendencia —su padre, el marqués Basil Blackwood, formaba parte del círculo que Evelyn Waughn había retratado en Retorno a Brideshead; su madre, Maureen Guinness, era una de las cuatro herederas Guinness— sino también por su espectacular belleza, pero sobre todo por su desprecio de las convenciones propias de su clase social: bebedora empedernida, se relacionaba con la baja estofa con la misma soltura que con los lores y se casó tres veces; la primera con un joven Lucian Freud, al que nunca llegó a interesarle tanto su propia esposa como el amigo de ambos, Francis Bacon. La mordaz Blackwood gozaba de una posición social suficientemente elevada como para ir cercando a Blum a través de sus contactos privilegiados y después relatar los penosos días finales de la duquesa de Windsor con la profundidad, la ironía y la riqueza que requería una biografía tan compleja.
¿Quién sino ella podía sentarse una tarde entera con lady Diana Mosley, una de las legendarias hermanas Mitford, casada con el líder de los fascistas británicos (y defensora de las ideas nazis) hasta el final de sus días para sonsacarle detalles sobre la adicción al vodka de Wallis y el veto de Blum a esta sustancia en el palacio de Bois de Boulogne? Solo alguien con la agenda de Blackwood podía conseguir audiencia con Brinsley Plunkey, antigua amiga de la duquesa y a la sazón tía carnal suya y sonsacarle información sobre las extrañas costumbres de Jimmy Donahue, el amante de más larga duración de Wallis, al que le gustaba provocar al servicio en las cenas de alto copete poniendo su pene en las bandejas de comida. O visitar a la Marquesa de Casa Maury, amante del duque de Windsor durante quince años, quien le explicó que “el duque había vivido en una violenta rebeldía contra su padre: si le gustaba tanto bailar era porque a su padre le molestaba”.
En esa rebeldía, cuyos ecos recuerdan inevitablemente a la huida de Enrique y Meghan, está la explicación a la aventura romántica que convirtió a los duques de Windsor en dos perversos forajidos, adictos al lujo. La periodista consiguió finalmente y tras muchas tentativas entrevistar a la letrada Suzanne Blum varias veces: al hacerlo descubrió a una anciana de la misma edad de Wallis Simpson absolutamente obsesionada con restaurar la imagen pública de su clienta, y a una clienta completamente aislada en un mundo de brumas y recuerdos, sometida a los dictados de su defensora, quien nunca más dejó que la prensa la fotografiara. Tal era la devoción que la autora sugiere que entre ellas dos había en realidad una relación amorosa. Sin restarle importancia ni gravedad a los vergonzosos contactos de los Windsor con el nazismo ni convertir la biografía de la duquesa en un panegírico, Caroline Blackwood abordó con compasión los momentos finales de una mujer que tenía pánico a morir sola.
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