Las reinas de las colinas de Bamenda
LOLA HUETE MACHADO
Fadimatou
Abdou y su hermana Asamau nos han visto llegar desde lo alto y se acercan a
recibirnos por el sendero que atraviesa la aldea bororo de Mezam. Lucen
vestidos largos –una, amarillo aguado; la otra, azul con estampado rojo–, piel
morena que brilla en la distancia y sonrisa en boca inmensa. Hablan fulfulde,
su lengua, y tras su cháchara resuena un balido de cabras.
Todo
el entorno es verde bosque y prado intenso; todo son colinas superpuestas,
descolgadas desde el macizo cercano de Oku (3.000 metros de altura); todo es
humedad y calor ya pegajoso bien de mañana en este rincón cercano a la
localidad de Bamenda, en las llamadas “tierras altas”, la provincia camerunesa
del noroeste (NWP). Allí donde la época de lluvias se alarga nueve meses y los
ojos de los pobladores, antaño nómadas impenitentes, se han agrandado, se ve,
para identificar el ganado en la distancia. Cuantas más cabezas, más riqueza y
prestigio en la comunidad.
Todo es sorpresa para las hermanas, veinteañeras, y para nosotros, occidentales pálidos como la niebla, cargados de preguntas y cámaras, y bien serios (eso comentará Fadimatou luego), aparecidos aquí junto a Buba Amadou Jabo, representante de la organización local AFAARA, que lucha contra el sida y otras enfermedades frecuentes en áreas rurales.
Todo es sorpresa para las hermanas, veinteañeras, y para nosotros, occidentales pálidos como la niebla, cargados de preguntas y cámaras, y bien serios (eso comentará Fadimatou luego), aparecidos aquí junto a Buba Amadou Jabo, representante de la organización local AFAARA, que lucha contra el sida y otras enfermedades frecuentes en áreas rurales.
Recién
llegados estamos a esta provincia desde las selvas prietas del sureste del país
(de la mano de la ONG Plan
España, que apoya programas de educación, salud y desarrollo de
niños y niñas de minorías). Pegados anduvimos durante días a la tribu de los
pigmeos baka, hombres y mujeres bajitos, despreciados, sin identidad,
expulsados de su hábitat natural –los bosques inmensos del África central– por
la voracidad mundial del mercado de madera exótica.
El contraste entre uno y otro lugar es llamativo: al revés que allí, aquí los seres humanos son altos, y el bosque, bajo. Aquí no mueren de hambre aunque vivan en precario; allí, sí. En común tienen que ambos pueblos son minorías destacadas y discriminadas en este país considerado “la pequeña África” por su multiplicidad de paisajes, climas y etnias: 240 conviven en él, un 38% de ellas concentradas en este noroeste que pisamos.
El contraste entre uno y otro lugar es llamativo: al revés que allí, aquí los seres humanos son altos, y el bosque, bajo. Aquí no mueren de hambre aunque vivan en precario; allí, sí. En común tienen que ambos pueblos son minorías destacadas y discriminadas en este país considerado “la pequeña África” por su multiplicidad de paisajes, climas y etnias: 240 conviven en él, un 38% de ellas concentradas en este noroeste que pisamos.
Y
mientras las dos jóvenes avanzan con garbo, es imposible no pensar en ello y,
sobre todo, ignorar su estilo y elegancia. Los bororo son espigados y altivos,
de facciones perfectas, piel más blanca que el africano medio, bien coquetos;
observadores atentos y reservados en público, y orgullosos y directos cuando
hablan en distancia corta. Visten ellos largas túnica boubou y gorro
musulmán al uso. Ellas van ceñidas de más jovencitas. Y ya casadas, se enrollan
cuan largas son en telas tan polícromas que reunidas en grupo son magnético
espectáculo.
Aquí,
en el asentamiento de Mezam, viven medio centenar, cargadas de hijos y tareas
domésticas nada sencillas. Sin luz ni agua, cobijadas en una veintena de casas
de hormigón y alguna choza de adobe… “Nos levantamos con el sol, preparamos la
leche, el yogur, a veces bajamos a Fundong a comprar y vender, pero no mucho”,
dicen convertidas en anfitrionas al instante. Han surgido entre la vegetación,
de aquí y allá, como por arte de magia; todas quieren hablar, escuchar,
mientras sus hombres se mueven por los prados tras el ganado. Los lomos de sus
caballos, cubiertos de adornos y mantas festivas, como si la temporada de
rejoneo hubiera comenzado ya en esta esquina de la tierra. Así, a pelo,
recorren largas distancias... La fotógrafa, por supuesto, enloquece de
inmediato. Sacarla de aquí costará un rato.
“Atribuir
algunos de los problemas de los bororo a la religión es erróneo. Ni el
matrimonio temprano ni la mutilación genital están justificados por ella,
puesto que nada de esto procede del Corán. No se dan mucho aquí, es más de
Liberia, Nigeria, Burkina…”, aseguró su director, Sali Django.
La
tradición aún así impone mucho: en la localidad cercana de Sabga andan
resolviendo un caso de una menor forzada a contraer matrimonio con un hombre
poderoso que le saca medio siglo. “En Camerún, la ley permite casarse a los 16,
para los bororo es aceptable a los 14, menos es anormal”, afirma el joven Yaya
Ibrahim, altísimo, vestido de blanco y con ganas locas de ver mundo. Asegura
que, al contrario de lo habitual, él no se quiere casar pronto. Desea ir a la
universidad. Difícil tarea sin medios, pues la pública más cercana se encuentra
en la capital, Yaundé, a casi 400 kilómetros. A muchos peul, sin embargo, no
les falta dinero. Sus negocios marchan.
Pero los conflictos entre los pueblos indígenas
móviles (que aquí pagan alquiler por uso de la tierra e impuestos por venta de
ganado) y los locales, con mayor acceso a las instituciones del Estado,
existen. Y entenderlos “ayuda a comprender la marginación y exclusión de la
justicia en la que muchos viven”, sigue Django. Pero también los hay internos,
entre generaciones: los que se adaptan a un lugar fijo y los que no. Yaya es ejemplo.
Lo contaba ayer mientras ascendíamos las colinas de Sabga, tras visitar al
líder Buba Mahamadou –que tiene nada menos que 23 hermanos de las seis esposas
de su padre–, hacia las cabañas de pelo de elefante que cuelgan en la ladera.
En una habita la familia Sali. La madre, Hurera, presume de grifo de agua en la
puerta (el acceso a servicios básicos es otro de los problemas de estas
comunidades) gracias a la ONG suiza Helvetas.
La
luz y el paisaje desde lo alto son espectaculares. Detalle que también advirtió
un día el pastor batista Tom Needham, personaje con misión religiosa y aérea,
se ve. Su residencia y aeropuerto están cerca. Más de dos décadas lleva aquí
con familia, ocho hijos y sus avionetas (marca GlaStar) que sobrevuelan el
valle o el monte Camerún transportando materiales y personas. La esposa cruza a
lomos de una moto cuatro ruedas. “Gracias a Dios”, repite veloz en los saludos.
Eso
fue ayer. Hoy Fadimatou escribe su nombre en la libreta con letra desvaída.
“Soy vicepresidenta y secretaria de nuestra asociación femenina”, asegura en
inglés. Pañuelo en la cabeza, ojos pintados de azul; labios carnosos, de rosa…
Nos ha observado en silencio. Y dispara: “¿Cómo hacen en Europa para evitar los
hijos?, ¿cómo practican sexo?, ¿y la regla, el embarazo, la leche del pecho…?”.
Parecía tener el tiro en la recámara siglos ha… Largo de contar. “Hay tiempo”,
afirma. Tiene apenas 20 años, tantos hermanos que le faltan manos y una cosa
clara: “Quiero ver mundo”.
Le
respondemos mientras visitamos las casas espartanas y limpísimas de Asamau, de
Alhisatu, la presidenta; la de Husufa… En todas, camastro, mosquiteras de color
rosa o azul, cacharros metálicos de cocina con mil cenefas ordenados en
estantes, telas y mantas colgadas de ganchos, hornillos, relojes, calendarios…
E indicaciones para protegerse contra la malaria y la diarrea…
Fadimatou
nos conduce a la escuela islámica de Bainjong, edificio de fachada azul donde
otro grupo de mujeres asisten a clases de alfabetización y religión. Sentadas
en los bancos de madera, lápices en mano, ojos como platos, cuerpos delgados
envueltos en ropaje de mil tonos. Princesas de la sabana y las montañas, reyes
del ganado. Pero sin tierra. Si algo pasa, deberán marcharse. Y pasa algo cada
vez más a menudo.
Durante
el primer Foro de la Tierra celebrado en Yaunde en 2012 (ILC),
el presidente de Mboscuda, Manu Gidado, avisó: “Cada día la tierra es algo más
preciado. Los ricos se están interesando en la que pertenece a las comunidades
indígenas y pobres en áreas rurales”. Reivindicar derechos causa problemas con
agricultores y granjeros. Hace apenas un mes, Musa Usman Ndamba, otro líder de
Mboscuda, habló ante la comisión de asuntos indígenas de la ONU de las
preocupaciones de los bororo en Camerún y de la persecución a sus activistas:
él mismo fue amenazado, y otro, Jeidoh Duni, herido por disparos.
Cuestión
fundamental para los indígenas africanos (y de todo el mundo: son 370 millones
de personas) es el acceso a la justicia y el derecho a la propiedad de la
tierra, distorsionado desde época colonial. “Millones sobreviven mediante
pastoreo trashumante y, sin embargo, ningún país africano tiene legislación
adecuada que reconozca las tierras tradicionales y la tenencia de los recursos
naturales de los indígenas”. Acaparamiento de tierras, extracción de recursos,
expulsión… Palabras que resuenan.
En
Mezam habla Fadimatou de sus proyectos de vida. Y en la despedida nos contempla
con tristeza. Si lograra imponerse, no se quedaría mucho aquí. Con suerte,
quizá haga buena boda en la tribu (los bororo no se mezclan). O tal vez la
familia reúna el ganado un día y decida buscar otros pastos, otro escenario.
Buba, el líder de Sabga, aseguró que el gusanillo nómada siempre anda ahí,
aletargado. Y domarlo cuesta.
De El País Semanal. Diario El País. España
Mira dos veces para ver lo exacto; mira una sola vez para ver lo hermoso....
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