martes, 18 de febrero de 2014

EN SANTIAGO II





Las armas

Alejandro Schleh



Cuarenta años atrás fue que llegamos al caserío de Alhuampa crecido en las cercanías de la Ruta Provincial 92 y en las proximidades la venida a menos ex casa de los Tornquist. Allí montamos a Esculapio. Llegamos tirando con nuestras armas a las que sumamos luego las de allí, que eran un arsenal. 
Ha cambiado el paisaje del campo con el desmonte y han aparecido casas nuevas en Quimili, el pueblo más cercano distante treinta, cuarenta kilómetros del caserío aquel. La soja llevó la pintura y los reciclados. Hay un poco más de asfalto rellenando la polvorienta superficie entre las viviendas. La gente no porta armas por los campos circundantes de manera visible como antaño. Verdaderos enclaves en donde el aislamiento físico y geográfico, la presencia del bosque, el monte, determinó el comportamiento de patrones y peones, la incertidumbre sobre las condiciones legales e institucionales. El aprovechamiento de la gente ignorante como no podía ser de otra manera.
Quebrachales Tintina SA contó con más de 600.000 hectáreas. En campos de su propiedad se fundaron las estaciones de ferrocarril de Vilelas, Puna, Quimilí, Girardet, Roversi, Lilo Viejo, Alhuampa, otras.

Ese campo de Alhuampa había pertenecido a Quebrachales Tintina SA de Ernesto Tornquist, que junto a los campos de la Forestal del Chaco con oficinas en Londres, fueron de las más grandes extensiones dedicadas a la explotación de la madera en el chaco santiagueño.
Su casi tercera parte pasó a manos del abuelo de mis primos quedando formada una sociedad familiar; mantuvieron el nombre de todos los puestos, algunos de los cuales fueron vendidos y transformados en explotaciones dedicadas a la soja, la ganadería, y también a uno que otro emprendimiento intensivo como la fabricación del queso de cabra.
Deben haber recibido ese  pseudo-feudo a tranquera cerrada. Vino provisto de un arsenal digno de un ejército. Lo tengo fotografiado en blanco y negro. Seis o siete Winchester, un fusil español de la primera guerra, una pistola Mauser 7.65 o 9 Mm....., revólveres Colt de diferentes calibres, rifles y escopetas varias. Este arsenal fue actualizado después del cambio de propietarios y se agregaron algunas armas cal 22 y algunas escopetas, además de una pistola Ballester Molina cal 45. Cualquier arma podía encontrarse depositada en cualquier mesa u escritorio y en cualquier sitio.

Yo tenía cierta familiaridad con las armas. De chico había aprendido que allí era absolutamente normal llevar un revólver de grueso calibre y una escopeta en la camioneta. Cada tractorista llevaba su arma en el tractor. Si uno se cruzaba con alguien que venia a caballo estaba seguro que además de las boleadoras con bolas de plomo prendidas al recado,  además del cuchillo, el jinete llevaba un arma de fuego. Es que el campo aquel no era demasiado seguro ni para los cristianos ni para los animales que apenas avistados caían muertos y terminaban en el asador. Todos sabían que todo el mundo andaba armado. Los más pobres, que no accedían a un arma de fuego como la gente, portaban un revolvito Pasper 22 corto, en su defecto, solo un cuchillo para pelearse en los días de borrachera. 
Que la realidad en esa zona del país fuese esa, era algo absolutamente desconocido para las autoridades federales encargadas de reprimir la subversión, que ante el espectáculo de ver que todo el mundo andaba armado, tuvo que atemperar las pretensiones y recurrir a un desarme paulatino de la gente. Hoy, poco a poco, el crecimiento de algunos pueblos fundados cuando Quebrachales nacia a fines de 1800, va cambiando la fisonomía de la zona que paulatinamente deja de ser un enclave y se va anexando a la civilización de Sarmiento si aceptamos que el resto del país reúne tal condición.





Cuarenta años han pasado desde que en la tardía adolescencia revisamos el patio de atrás del galpón que hacia las veces de almacén. Botas puestas por precaución de las víboras cascabel, armas de mano a la cintura de puro fantasiosos. Desparramados, tirados simplemente sobre el piso de tierra, o prolijamente depositados sobre pesadas estructuras armadas con palos y troncos de quebracho construidos ex profeso, estaban los motores expuestos a la intemperie y a nuestros ojos curiosos. Yacían entre ruedas de diferentes diámetros y poleas de anchos diversos usadas en los aserraderos en los años del obraje. Entre ruedas de madera, como de sulkys, breques o pascores; carros varios en estados diferentes. Y entre enormes y pequeños engranajes, tranqueras en desuso, cajones de madera inservibles, elásticos de camas, y rollos de alambres  nunca desenrollados y varillas apiladas jamás desapiladas y cordilleras de botellas vacías. Cualquier cosa podía encontrar uno recorriendo aquel enorme patio en el que la tierra siena deja cada tanto espacio para el crecimiento de islas de yuyos duros y amarillos. A más de cincuenta años desde que en mi infancia visualicé por primera vez el espectáculo, el abandono parece eterno. Así lo vi hace cuarenta y hace treinta.
Hoy, ha cambiado el campo de manera ostensible por aquella zona. Pero los fondos de aquel galpón-almacén han recorrido los años y nada ha cambiado. Los mismos fierros, palos, yuyos. Y la misma tierra siena lo transporta a uno a un lugar en donde el reloj marcha lento. Todo en su lugar, como entonces; como hace cuarenta y hace mas de cincuenta años cuando yo era un adolescente. Los motores callados de aserraderos o de viejos bombeadores,  de camionetas y camioncitos, de lo que sea, mudos como siempre. Es como un silencio ubicuo de olvido en medio del chillido permanente de las catas  estacionadas a lo alto, en las copas de los eucaliptus. No sé porque las catas siempre prefieren esta especie arborífera habiendo tantas otras por el monte. Es para apuntar en un tratado ornitológico.




Aventuras en el monte: a los tiros...



Una aventura salir a recorrer el campo en El Poroto. Nunca supe porque habían bautizado de esa manera al viejo Ford A destartalado. Cuando mi primo lo conseguía prestado salíamos de excursión a "La Marta"  "al Catorce" , "al Tres", "al Santucho", "al Ñandubay", o a cualquier otro puesto que nos viniera en gana, empuñando aquellos Winchester a la espera de algún puma o chancho del monte que se nos cruzara en el camino y que nunca apareció. Terminábamos tirando a las pencas o los tachos, a cualquier cosa.



Tito y Meneco todavía recuerdan aquella temporada que pasamos allí a los tiros. Es que no sucedían demasiadas cosas en una vida entera a quienes vivían metidos en el medio del monte o en pueblitos ínfimos como Alhuampa,  Girardet o en el Quimili de aquella época. Recuerdan cada acontecimiento casi con lujo de detalles. Ellos me trajeron a Esculapio y el cuento del choclo colgante a la memoria.
Cuando Lucho, personaje antológico de barba prominente, tío de mis primos y padrino de decenas de gurises del lugar, el que dormía con la inmensa víbora lampalagua que en busca de calor se instalaba a los pies de su cama, se cansó de oír nuestra interminable balacera, procedió a confiscar todas nuestras municiones. Esa acción fue considerada por nosotros como un verdadero atentado a la propiedad privada.

Cansados ya de caminar por el campo para poder tirar, habíamos armado nuestros blancos a pocos metros de la casa principal y agotado su paciencia.















2 comentarios:

  1. Era tan normal en Santiago andar armado -todos andaban armados, ricos y pobres- que en tiempos de la subversion fue dificil y lento dar marcha atrás con la costumbre tan arraigada. En cualquier camioneta o automovil. En un recado de boleadoras , lazo, y paisano montado con guardamontes o sin guardamontes, ademas del cuchillo obligado...iba cruzada una escopeta o un "Wincher", o calzado en alguna parte estratégica, un calibre 38. O 32 o 22, en su defecto.
    A.Schleh

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    1. Todo este relato-cuento es excelente, no solo en la pintura de aquellos tiempos olvidados o desconocidos para muchos, de esos enclaves casi feudales. También de las entrañables andanzas al estilo Tom Sawyer ( salvando las distancias...) de tus verídicos personajes...los chicos y los grandes.

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