La Musa Química
Javier Aparicio Maydeu
'Sobrebeber', de Kingsley Amis, funciona como un libro interactivo sobre los alcoholes del mundo.
De la creación y la adicción, de la marginación de la creación bajo la adicción, y asimismo de la adicción a la creación y de les liaisons dangereuses entre creación y adicción.
Drogas como el hachís, el peyote y el opio de los felices años veinte (más felices aún con ellas, es de suponer) a los cincuenta, drogas alucinógenas como la mescalina y el LSD de los sesenta y setenta, la heroína de los setenta, que vuelve por sus fueros, la cocaína desde los ochenta y los estupefacientes y psicotrópicos todavía más artificiales, las pastillas de droga sintética y sus devastadores efectos neuropáticos, estimulantes, deformantes y alucinógenos —el éxtasis o MDMA, el polvo de Speed derivado de la anfetamina, el Popper inhalado, el eufórico GHB o el delirante Polvo de Ángel o PCP— y el alcohol que recorre todas las épocas de la historia del arte, del vino al whisky intravenoso, en busca de la frase inicial o de la frase perfecta, o a la legendaria absenta de cafés y ateliers de la bohemia durante la vanguardia histórica.
Y otros estupefacientes que no por el hecho de no ser químicos resultan menos tentadores (y también irremediables), el sexo —que tiene de bueno que mientras se practica no parece posible crear—, la ansiosa necesidad de inmediatez en la creación contemporánea o, naturalmente, la propia creatividad, elevada por muchos a los altares de la adicción obsesiva, nulla dies sine linea, asumidos como efectos secundarios el bloqueo, la estulticia o la banalidad y la metaficción como placebo. Seguirá vivo siempre el mito que asocia el consumo de drogas con el bienestar textual, pero se desmitifica en cada nuevo intento de afirmarlo, pues la creación bajo la adicción al disfrute de juguetes químicos no hace sino convertir a los creadores en juguetes rotos. La droga crea el espejismo exultante de la excentricidad original o la fantasía genial; el problema se presenta el día siguiente, cuando la genialidad ha devenido un frustrante aborto artístico, ni siquiera útil para el consumo propio. Tal vez sí resulte eficaz para la música, preguntémosles a Iggy Pop o Mick Jagger, pues no podemos preguntarles a Jimi Hendrix, Kurt Cobain, el heroinómano suicida que alcanzó el nirvana, John Bonham, el batería de Led Zeppelin, muerto porque el vodka compulsivo compone el mejor réquiem, o Amy Winehouse, apagada para siempre por la silenciosa música del alcohol y los barbitúricos. Tal vez la psicodelia, las distorsiones del rock duro o la hipertrofia sonora del heavy metal vivan de la muerte lenta de la drogadicción, pero en literatura las cosas son distintas, la secuencia lingüística acarrea inercias insoslayables, y la retórica, por mínima que sea, recorre inevitablemente el texto sosteniéndolo como un andamiaje. En el Ulises Joyce se diría ilógico e irracional en frases como “Prrprr. / Debe ser el borg. / Fff. Uu. Rrprr. Las naciones de la tierra. Ella ha pasado. Entonces y no hasta entonces. Tranvía cran cran, cran.[…] Crandlcrancran”, pero estos perversos castigos infligidos al lenguaje resultan ser, en cambio, el fruto de calculadas estrategias, de experimentos urdidos en el laboratorio racional. La heterodoxia gramatical no es fruto del delirio de psicopatías inducidas, sino de ejemplos extremos de técnica o de virtuosismo, hijos todos de la lucidez, jamás de desatados locos de atar.
Sobrebeber, inhalar, chutarse o esnifar si acaso contribuyen a una creación efímera, ni tan siquiera muchas veces materializada. Pensar, en cambio, acostumbra a asegurar ciertos resultados, y si lo que cuenta no es la fruición inmediata sino la obra perdurable o cuando menos con cierta voluntad de solidez o acaso de permanencia, solo cabe dejar de entronizar los paraísos artificiales y refutar sus quiméricas promesas de facilidad creativa y de automatismo.
Muchos se drogan y
crean, pero muy pocos crean mientras se drogan, y menos aún aceptan sobrios lo
que la droga les ha hecho concebir (o, mejor, perpetrar). Tal vez los efectos
de la droga o de cualquier otra adicción durante el proceso creativo puedan
verse de forma metafórica como la imagen de un artista junto a un mobile de Calder:
si lo toca un poco, su balanceo relaja y hechiza; si lo toca demasiado, marea
y trastorna.
Abu Nuwás. Cantar al vino. (2010)
Thomas de Quincey. Confesiones de un inglés comedor de opio (1856).
Charles Baudelaire. Los paraísos artificiales (1860).
Guillaume
Apollinaire. Alcoholes (1913).
Mijaíl
Bulgákov. Morfina (1920
Raymond Radiguet. El diablo en el cuerpo (1923).
Jean Cocteau. Opium. Diario de una desintoxicación (1930).
Henry Miller. Trópico de cáncer (1934).
William
S. Burroughs. Yonqui (1953
Aldous Huxley. Las puertas de la percepción (1954) y Cielo e
infierno (1956).
William S. Burroughs. El almuerzo desnudo (1959).
William S. Burroughs y Allen Ginsberg. Las cartas de
la ayahuasca (1963).
Hunter S. Thompson. Miedo y asco en Las Vegas (1971).
Henri Michaux. El infinito turbulento. Experiencias con mezcalina
y LSD (1964).
Charles Bukowski. ‘Los escritores’, Hijo de Satanás (Septuagenarian
Stew).
Bret Easton Ellis. American Psycho (1991)..
Irvine Welsh. Trainspotting (1993).
Guillermo
Cabrera Infante. Puro humo (2000)