Detroit, la ciudad resistente
Luis Rojo de Castro
Detroit: Iglesia en ruinas
La afición por la paradoja que
caracteriza el convulso inicio de este milenio también afecta a los procesos de
urbanización. Mientras en Oriente siguen empeñados en la construcción de
ciudades densas como camino hacia el futuro de una estructura económica y su
organización social, en Estados Unidos se ha hecho patente el proceso
contrario, el de la desurbanización.
Se trata de una realidad
sobrevenida antes de haber sido una idea. ¿Estamos, por tanto, ante un cambio
de modelo o tan solo ante un error? ¿Qué significa que una ciudad como Detroit
—la cuarta ciudad más importante de EE UU en 1950— desaparezca del mapa,
se des-construya ante nuestros ojos?
Nadie había sido capaz de
anticipar que la globalización y el capitalismo digital provocaran una
inversión de los procesos de urbanización y densificación, símbolos del
progreso y el desarrollo. Más bien al contrario, las predicciones avistaban más
urbanización, una urbanización continua, multicéntrica y sin jerarquía, al
estilo de las redes que se tejen en Internet.
Si en 1920 la ciudad era, como el
avión o el teléfono, una imagen infalible para conjurar el futuro, Detroit hoy
—modelo de urbe del siglo XX— está atrapada entre la memoria de un pasado
desvanecido y un presente —ni tan siquiera un futuro— para el que la
arquitectura y la economía carecen de instrumentos con los que plantear o
resolver sus problemas. Esos instrumentos deben ser inventados en tiempo real
para afrontar una lógica negativa caracterizada por la pérdida de población,
destrucción de la construcción, disminución de la densidad, desaparición de las
plusvalías y caída de los precios inmobiliarios. Esa realidad ajena a los
principios de la urbanización genera una economía real en negativo para la cual
la ciudad liberal, que es la que conocemos, no es un instrumento válido.
Si el crecimiento continuo no es
sostenible, el encogimiento tampoco lo parece sin más.
Detroit está empezando a mostrar signos de recuperación.
Pero si el caso de Detroit es
ejemplar, lo es tanto por la magnitud de su pérdida —desde 1950 ha desaparecido
más de la mitad de su población (de 1.850.000 personas empadronadas aquel año a
713.000 en 2010— como por su condición simbólica ya que, tras la Segunda Guerra
Mundial, era un bastión de la fortaleza industrial de Estados Unidos y
encarnaba el futuro de su modelo social urbano caracterizado por una economía
productiva fundamentada en la tecnología —en este caso del automóvil— y la
dispersión suburbana en torno a un centro con altas torres.
La desaparición literal de la
edificación, el inverosímil abandono de la propiedad privada, la disminución de
la población, la bancarrota municipal y la pérdida de densidad hasta alcanzar
coeficientes antiurbanos se fundamenta y explica por un conjunto complejo de
factores. Pero el proceso resultante es tan físico y real que las imágenes que
provoca superan la función descriptiva para adquirir el carácter simbólico de
un síntoma o una enfermedad que creíamos improbable: las ciudades hoy también
pueden desaparecer, desvanecerse y borrarse.
Sin embargo, tanto los seres
humanos como las ciudades tienen una característica común: la resiliencia. Y,
fruto de dicha resistencia a desaparecer como forma y como comunidad, en
Detroit se están poniendo en práctica estrategias y métodos cuyo propósito no
es reconstruir la ciudad —algo para lo que no hay ni razón ni medios—, sino
concebir otra. Una ciudad que ocupa los lugares, los nuevos vacíos, con un
espíritu propio del pensamiento utópico que ha merodeado en torno a la idea de
ciudad desde sus orígenes.
Entre las propuestas pensadas
para Detroit desde 2010 destacan la reforestación del suelo urbano frente a la
construcción, las técnicas de la ecología frente a las de la arquitectura y los
principios de la economía sostenible frente a los de la plusvalía capitalista.
Sirva como ejemplo el programa de empleo de los ciudadanos en paro para formarles
en técnicas de derribo sostenible y la creación de una economía de reciclaje de
los materiales aplicada a los más de 40.000 edificios desaparecidos. Eso ha
permitido reducir efectivamente la tasa de paro en una ciudad con PIB negativo.
Y, lo que es más significativo,
tanto la iniciativa como la gestión de las propuestas y programas de
recuperación de lo que queda de Detroit se ha trasladado a las organizaciones
ciudadanas, las cuales, adelantándose a las instituciones públicas —en
bancarrota— y al margen de los instrumentos convencionales de gestión urbana
—inoperativos ante la ausencia de plusvalía a corto plazo—, han tomado el
control.
La capacidad de la idea de ciudad
para convocar modelos utópicos es un hecho histórico, desde los asentamientos
griegos, las ciudades ideales del Renacimiento o las fundaciones coloniales en
América construidas por españoles, ingleses u holandeses. Así lo recogieron las
vanguardias del racionalismo, el futurismo o el constructivismo, sabedores de
que la representación de un nuevo orden social a través de la organización
urbana es un golpe visual certero y rotundo. La ciudad como imagen de una
utopía es la realización de una idea positiva.
Sin embargo, con Detroit nos
enfrentamos a una deriva propia de la heterotopía, en la que un proceso
negativo alumbra una imagen alternativa, otro tipo de organización posible pero
impensable. La destrucción de la ciudad real es una segunda oportunidad no para
rehacerla, sino para ocuparla de otro modo más contemporáneo y de resistencia
que prolifera en nuestras democracias entre las clases medias.
Así ocurrió con Berlín en 1950
—otra anomalía—, sometido por razones diferentes a la violencia y la
destrucción de una ciudad borrada literalmente, encogida y vaciada. Y fue el
fantasmagórico Berlín de la Guerra Fría, entre otras imágenes, el que inspiró a
los situacionistas a desdeñar la construcción de una ciudad nueva —el modelo
del Racionalismo o del Urban Renewal— y proponer, como utopía alternativa, la
ocupación de la ciudad existente con unas reglas diferentes, como un campo de
juego improvisado, diario y cotidiano predicado en la experiencia lúdica y de
la libertad individual.
Desmembrada y en fragmentos, la
nueva identidad de Detroit no reside ni en la forma (estética) ni en su
capacidad productiva (económica), sino en su reconocimiento como proyecto
social y colectivo fundamentado en la ocupación y la apropiación de la ciudad
como bien público.
Luis Rojo de Castro es arquitecto y profesor ayudante de la Escuela Técnica Superior de Arquitectura de Madrid.
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