El palo de escoba
Mario Vargas Llosa
En el arte de nuestro tiempo el verdadero talento y la
picardía más cínica coexisten y se entremezclan de tal manera que ya no es
posible separar ni diferenciar una de la otra
Para olvidarme del Brexit fui
a conocer el nuevo edificio de la Tate Modern en Londres y, como esperaba, me
encontré con la apoteosis de la civilización del espectáculo. Tenía mucho
éxito, pues, pese a ser un día ordinario, estaba repleto de gente; muchos
turistas, pero, me parece, la mayoría de los visitantes eran ingleses y, sobre
todo, jóvenes.
En el tercer piso, en una de las
grandes y luminosas salas de exposición había un palo cilíndrico, probablemente
de escoba, al que el artista había despojado de los alambres o las pajas que
debieron de volverlo funcional en el pasado —un objeto del quehacer doméstico—
y lo había pintado minuciosamente de colores verdes, azules, amarillos, rojos y
negros, series que en ese orden —más o menos— lo cubrían de principio a fin.
Una cuerda formaba a su alrededor un rectángulo que impedía a los espectadores
acercarse demasiado a él y tocarlo. Estaba contemplándolo cuando me vi rodeado
de un grupo escolar, niños y niñas uniformados de azul, sin duda pituquitos de
buenas familias y colegio privado a los que una joven profesora había conducido
hasta allá para familiarizarlos con el arte moderno.
Lo hacía
con entusiasmo, inteligencia y convicción. Era delgada, de ojos muy vivos y
hablaba un inglés muy claro, magisterial. Me quedé allí, en medio del corro,
simulando estar embebido en la contemplación del palo de escoba, pero, en
verdad, escuchándola. Se ayudaba con notas que, a todas luces, había preparado
concienzudamente. Dijo a los escolares que esta escultura, u objeto estético,
había que situarlo, a fin de apreciarlo debidamente, dentro del llamado arte
conceptual. ¿Qué era eso? Un arte hecho de conceptos, de ideas, es decir, de
obras que debían estimular la inteligencia y la imaginación del espectador
antes que su sensibilidad pudiera gozar de veras de aquella pintura, escultura
o instalación que tenía ante sus ojos. En otras palabras, lo que veían allí,
apoyado en esa pared, no era un palo de escoba pintado de colores sino un punto
de partida, un trampolín, para llegar a algo que, ahora, ellos mismos, debían
ir construyendo —o, acaso, mejor decir escudriñando, desenterrando, revelando—
gracias a su fantasía e invención. A ver, veamos ¿a quién de ellos aquel objeto
le sugería algo?
Chicos y
chicas, que la escuchaban con atención, intercambiaron miradas y risitas. El
silencio, prolongado, lo rompió un pecosito pelirrojo con cara de pícaro: “¿Los
colores del arcoíris, tal vez, Miss?”. “Bueno, por qué no”, repuso la Miss,
prudentemente. “¿Alguna otra sugerencia u observación?”. Nuevo silencio,
risitas y codazos. “Harry Potter volaba en un palo de escoba que se parecía a
éste”, susurró una chiquilla, enrojeciendo como un camarón. Hubo carcajadas,
pero la profesora, amable y pertinaz, los reconvino: “Todo es posible, no se
rían. El artista se inspiró tal vez en los libros de Harry Potter, quién sabe.
No inventen por inventar, concéntrense en el objeto estético que tienen delante
y pregúntense qué esconde en su interior, qué ideas o sugestiones hay en él que
ustedes puedan asociar con cosas que recuerdan, que vienen a su memoria gracias
a él”.
Poco a poco los chiquillos fueron
animándose a improvisar y, en tanto que algunos parecían seguir las instrucciones
de la Miss y proponían interpretaciones que tenían alguna relación con el palo
de escoba pintado, otros jugaban o querían divertir a sus compañeros diciendo
cosas disparatadas e insólitas. Un gordito muy serio aseguró que ese palo de
escoba le recordaba a su abuela, una anciana que, en sus últimos años, se
arrastraba siempre con la ayuda de un bastón para no tropezar y caerse. A
medida que pasaban los minutos mi admiración por la profesora aumentaba. Nunca
desfalleció, nunca se burló ni se enojó al oír las tonterías que le decían. Se
daba cuenta muy bien de que, si no todos, la mayoría de sus alumnos se habían
olvidado ya del palo de escoba y del arte conceptual, y estaban distrayendo su
aburrimiento con un jueguecito del que ella misma, sin quererlo, les había dado
la clave. Una y otra vez, con una tenacidad heroica, mostrando interés en todo
lo que oía, por burlón y descabellado que fuera, los volvía a traer al “objeto
estético” que tenían al frente, explicándoles que ahora sí, por todo lo que estaba
ocurriendo, comprendían sin duda cómo aquel cilindro de madera decorado con
aquellos intensos colores había abierto en todos ellos una compuerta mental por
la que salían ideas, conceptos, que los regresaban al pasado y los retrotraían
al presente, y activaban su creatividad y los volvían más permeables y
sensibles al arte de nuestros días. Ese arte que es diametralmente distinto de
lo que era bello y feo para los artistas que pintaron los cuadros de los
clásicos que habían visto hacía unos meses en la visita que hicieron a la
National Gallery.
Cuando la
perseverante y simpática Miss se llevó a sus alumnos a explorar, en esa misma
sala del nuevo edificio de la Tate Modern, un laberinto de petates de Cristina
Iglesias, yo me quedé todavía un rato frente a este “objeto estético”, el palo
de escoba pintado por un artista cuyo nombre decidí no averiguar; tampoco quise
saber el título con que había bautizado a su “escultura conceptual”. Pensaba en
la difícil empresa de esa profesora: convencer a esos niños de que aquello
representaba el arte de nuestro tiempo, que había en ese palo pintado toda esa
suma de que consta una obra de arte genuina: artesanía, destreza, invención,
originalidad, audacia, ideas, intuiciones, belleza. Ella estaba convencida de
que era así, porque, en caso contrario, hubiera sido imposible que asumiera con
tanto empeño lo que hacía, con esa alegría y seguridad con la que hablaba a sus
alumnos y escuchaba sus reacciones. ¿No hubiera sido una crueldad hacerle saber
que lo que hacía, en el fondo, con tanta entrega, ilusión e inocencia, no era
otra cosa que contribuir a un embauque monumental, a una sutilísima conjura
poco menos que planetaria en la que galerías, museos, críticos ilustrísimos,
revistas especializadas, coleccionistas, profesores, mecenas y negociantes
caraduras, se habían ido poniendo de acuerdo para engañarse, engañar a medio
mundo y, de paso, permitir que algunos pocos se llenaran los bolsillos gracias
a semejante impostura? Una extraordinaria conspiración de la que nadie habla y
que, sin embargo, ha triunfado en toda la línea, al extremo de ser
irreversible: en el arte de nuestro tiempo el verdadero talento y la picardía
más cínica coexisten y se entremezclan de tal manera que ya no es posible
separar ni diferenciar una de la otra. Esas cosas ocurrieron siempre, sin duda,
pero, entonces, además de ellas, había ciertas ciudades, ciertas instituciones,
ciertos artistas y ciertos críticos que resistían, se enfrentaban a la picardía
y la mentira, y las denunciaban y vencían. Integraban esa demonizada élite que
la corrección política de nuestra época ha mandado al paredón. ¿Qué ganamos?
Esto que tengo al frente: un palo de escoba con los colores del arcoíris que se
parece a aquel con el que Harry Potter vuela entre las nubes.
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© Mario Vargas Llosa, 2016.
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