‘England your England’
Mario Vargas Llosa
Viví muchos años en
Londres y allí aprendí a admirar las virtudes inglesas: el pragmatismo que
vacuna a sus ciudadanos contra los fanatismos ideológicos, su individualismo,
sostén de sus excéntricos, su espíritu tolerante y democrático, su respeto por
las instituciones, las leyes y las tradiciones. En los días anteriores al
referéndum estuve allí y todas aquellas virtudes brillaron por su ausencia;
tanto, que me pareció estar en otro país. Un país enconado, presa de la
demagogia nacionalista más ridícula y xenófoba, vertida a raudales por los
defensores del Brexit. Estos presentaban la salida de Reino Unido de la Unión
Europea como “la recuperación de la independencia de la nación”, una panacea de
la que Gran Bretaña obtendría la prosperidad y el absoluto control de una
inmigración que Nigel Farage, el líder del Partido por la Independencia del
Reino Unido, mostraba en un cartel racista como una invasión enloquecida de
subdesarrollados negros, mulatos, africanos y asiáticos, a la vez que el
exalcalde de Londres, Boris Johnson, expresaba su temor de que Turquía, cuya
incorporación a Europa presagiaba inminente, tuviera el derecho de inundar a
Reino Unido con 78 millones de turcos.
La demagogia, el
nacionalismo más chauvinista y estúpido, los prejuicios racistas, parecían
haber transformado de la noche a la mañana a Gran Bretaña en un paisito
tercermundista. Y esta impresión alcanzó para mí su apogeo cuando Boris
Johnson, el despeinado y gárrulo líder conservador, batía el récord de todas
las mentiras protestando porque, según él, los euroburócratas de Bruselas —los
enemigos a abatir para devolver la libertad al Reino— se gastaban los impuestos
de los esquilmados ciudadanos británicos ¡subsidiando las crueles corridas de
toros en España!
Mientras los
defensores del Brexit con buen apoyo de los medios de comunicación inundaban el
país con exageraciones, falsedades, calumnias y un patrioterismo de pancarta y
baja estofa, los defensores de que Gran Bretaña continuara en Europa —pienso
sobre todo en el Partido Laborista— mostraban una languidez y pesimismo tales,
empezando por su letárgico líder, Jeremy Corbyn (ahora cuestionado por buena
parte de sus camaradas que le exigen la renuncia por no haber defendido mejor
la que era política oficial del laborismo), que, se diría, se resignaban de
antemano a una derrota que, algunos de ellos por lo menos, secretamente
deseaban. No es de extrañar, por eso, que en las ciudadelas obreras de
Inglaterra, el voto a favor de la salida de Europa arrollara al de la
permanencia.
El único que
defendía esta opción con energía era el primer ministro, David Cameron, es
decir, el mismo que, con una precipitación innecesaria y lamentable, convocó
este referéndum, sin necesidad legal alguna, por un oportunismo político de
circunstancias, algo que ha pagado con el fin de su carrera política y un error
que difícilmente la historia futura de Inglaterra le excusará.
¿Y ahora qué? Europa va a sufrir una merma considerable con el
alejamiento de Reino Unido, el país, vale la pena recordarlo ahora más que
nunca, que con heroísmo sin igual salvó al viejo continente de Hitler y los
nazis. Y no sólo porque Gran Bretaña es la segunda potencia industrial europea,
sino porque ella era, dentro de Europa, la defensora más enérgica de las
políticas de libre comercio y la integración de todos los mercados del mundo.
El triunfo del Brexit sienta un pésimo precedente y es una ayuda invalorable a
los partidos, movimientos y grupúsculos antieuropeos y generalmente
fascistoides como el Front National de Marine Le Pen, en Francia, la Alternativa
para Alemania, el frente que encabeza Geert Wilders en Holanda, y quienes en
Polonia, Austria, Hungría y los países escandinavos quisieran, en nombre del
nacionalismo, darle el puntillazo final a la más ambiciosa empresa democrática
de Occidente en los tiempos modernos.
Pero,
probablemente, como lo ha escrito Chris Patten en uno de los artículos más
lúcidos que he leído sobre los resultados del referéndum británico, el daño
mayor recaiga en el propio Reino Unido. Que Gran Bretaña desaparezca, con la secesión
de Escocia y de la propia Irlanda del Norte —que, a consecuencia del Brexit,
perderá sus fronteras abiertas con la República de Irlanda— es una perspectiva
perfectamente posible, sobre todo tratándose de Escocia, donde más del 62% de
los votantes defendieron la opción europea.
Pero, más grave
todavía que su posible desmembramiento, lo que amenaza ahora a Inglaterra es
una lenta decadencia, víctima de un nacionalismo político y económico
trasnochado, que va en contra de la tendencia dominante en el resto del mundo,
y, sobre todo, en Occidente, una tendencia que precisamente Reino Unido impulsó
en los años de los Gobiernos de Margaret Thatcher, John Major y Tony Blair y de
la que ahora ha renegado de manera poco menos que suicida.
Un análisis somero de los resultados del referéndum muestra una división
generacional e intelectual inequívocas: los ingleses más jóvenes y mejor
educados, más conscientes del riesgo para su futuro que implicaba el
aislamiento, votaron por Europa; los más viejos y menos preparados, por la
salida. La nostalgia por un mundo que se fue, que no va a volver, prevaleció
sobre el realismo; y preferir la irrealidad y los sueños al mundo verdadero
sólo trae beneficios en el campo del arte y la literatura; en el de la vida
política y social, por lo común genera catástrofes.
La decepción de los
triunfadores del referéndum será muy próxima y muy grande en lo que concierne a
la inmigración, cuando adviertan que su victoria no va a impedir, ni a
disminuir un ápice, la llegada de los temidos forasteros, porque lo que Orwell
llamó irónicamente en uno de sus mejores ensayos England your England
simplemente ya no existe, salvo en la fantasía pasadista de algunos soñadores.
(En medio de la campaña se descubrió, por ejemplo, que el albiónico Boris
Johnson, adalid del nacionalismo británico, tenía ancestros turcos). Y que no
es la Unión Europea la que trae esas oleadas de inmigrantes a sus playas, sino
la necesidad que tiene Gran Bretaña de ellas para proveer los trabajos que los
ingleses ya no harían ni a la fuerza, y las leyes sociales que, con más
generosidad que realismo, se dieron en épocas de bonanza para favorecer esa
inmigración que parecía entonces tan necesaria. (Sigue siéndolo, más que nunca,
aunque las legañas nacionalistas impidan ahora verlo, si los países
desarrollados aspiran a mantener sus altos niveles de existencia).
En El león y el
unicornio Orwell habla con mucho cariño de Inglaterra, y destaca, con justicia,
las virtudes de sus gentes del común, su amor a la libertad, su sobriedad, el
respeto del otro, su creencia de que las leyes están hechas para favorecer el
bien y lo bueno y que por lo tanto deben ser cumplidas. Y resume así sus ideas (cito
de memoria): “Es un buen país, con las gentes erradas en el control”. He
recordado mucho ese hermoso ensayo en estos días deprimentes. Porque si el
“control” de Inglaterra va a quedar ahora en manos de los hombres del Brexit
como pide el pequeño führer Nigel Farage, a la tierra de Shakespeare sí que la
van a transformar de manera que muy pronto ni siquiera la reconocerá la buena
madre que la parió.
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