Picasso, el último pintor primitivo.*
Álex Vicente
La fotografía fue tomada en 1955.
Pablo Picasso aceptó posar para la revista Life en su nueva mansión de La
Californie, sobre la bahía de Cannes, acompañado de la modelo más popular de su
tiempo, Bettina Graziani. El gracejo de uno y otra, además de los cuadros
del pintor que figuran en la estampa, logra eclipsar a distintos objetos
situados en segundo plano, colgados en las paredes, amontonados sobre una mesa
o escondidos en los rincones. Forman parte de la gran colección de arte
primitivo que Picasso empezó siendo veinteañero, esparcida a lo largo y ancho
de su luminoso atelier.
“Mis mayores emociones artísticas
las sentí cuando se me apareció, de repente, la sublime belleza de las
esculturas realizadas por artistas anónimos de África. Esas obras son lo más
poderoso y lo más bello que la imaginación humana haya producido”, sostuvo
Picasso en una carta mandada a su amigo Apollinaire. Una exposición, Picasso
Primitivo, en el Museo del Quai Branly de París, indaga en la influencia que el
arte de África, Asia, América y Oceanía pudo ejercer sobre su obra. Esta
cuestión ya ha sido tratada anteriormente por otras exposiciones. La novedad es
el planteamiento. La muestra está planteada como un diálogo y no como una
subordinación entre un genio occidental y una serie de artistas naïves,
pertenecientes a lo que se conoció como arte primitivo , término
antropológicamente desfasado y caído en desuso.
La muestra reinventa para la
ocasión el significado de ese término. “Lo primitivo ya no puede interpretarse
como un estado de no desarrollo, sino como un acceso a las capas más profundas
y fundadoras de lo humano”, afirma el comisario, Yves Le Fur, director de las
colecciones del museo y gran especialista en arte oceánico. En el fondo,
Picasso se enfrentó a los mismos dilemas como artista que sus predecesores. La
exposición fuerza incluso cierta confusión. Durante el montaje de la muestra y
con las cartelas todavía por colgar, costaba discernir cuáles eran de Picasso y
cuáles no. En total, la exposición reúne 300 obras, un centenar de las cuales
firmadas por el maestro.
Picasso descubrió el arte occidental
al llegar al París de las vanguardias. En junio de 1907, visitó junto a André
Derain el museo etnográfico del Trocadéro. Quedaría hechizado por las máscaras kanak,
procedentes de Nueva Caledonia, o las figurillas encontradas en Costa de
Marfil. En ellas dijo detectar “el sentido de la pintura”.
Para Picasso, esos
artesanos no seguían “un proceso estético”, sino “una forma de magia
interpuesta entre el universo hostil y nosotros mismos”, como sostuvo en 1964.
“Una manera de adoptar el poder, imponiendo una forma a nuestros terrores y
nuestros deseos”, añadió. Poco después de esa visita, Picasso adquirió la
primera pieza de su colección: una estatuilla tiki procedente de las
Islas Marquesas, expuesta en la muestra parisiense.
Por aquel entonces, Picasso acababa
de pintar Las señoritas de Aviñón, que marcaba su paso al cubismo. Las
obras de tradiciones no occidentales no hacían más que reconfortar sus nuevas
ideas. “Picasso rompió en mil pedazos el espejo que reproducía el rostro humano
y lo volvió a recomponer sobre el lienzo. El arte de esos pueblos le permitió
regresar a lo fundamental, a lo original, como también el arte íbero y el
románico catalán. De esa manera, Picasso vuelve a abrir todas las vías de la
creación artística”, analiza Le Fur. En esas tradiciones desconocidas, Picasso
encontró un gran espacio de libertad formal, habiendo alcanzado el final de sus
periodos rosa y azul. Hurgar en otras culturas le permitió oponerse al
academicismo decimonónico, todavía poderoso, y al influjo de la vanguardia
anterior: el impresionismo.
Los efectos de este
descubrimiento en su pintura serán inmediatos. En su Hombre desnudo sentado,
firmado en 1908, dibujará las aristas de la anatomía del protagonista como si
las tallara en la madera. A su lado, el comisario ha colocado una figurilla sentani,
procedente de Indonesia, que hasta guarda un parecido con el autor. Seguramente
Picasso nunca la vio, aunque eso no tenga ninguna importancia. En una sala
contigua, una máscara antropomorfa del pueblo otomí, en el centro de México,
recuerda poderosamente a un azulejo pintado por Picasso en los sesenta. Ambos
esbozan el rostro de algo parecido a un minotauro, tan arraigado en la
mitología peninsular.
Las presencias mágicas y
sobrenaturales pueblan el recorrido, donde también sobresalen las pulsiones
eróticas de muchas obras. Con sus nuevos aliados, Picasso logrará trascender
las artificiales oposiciones binarias que sujetan el arte occidental.
¿Figuración contra abstracción? ¿Materialidad contra espiritualidad? El arte de
estas tradiciones condensaba todas esas nociones en un solo talismán. Picasso
derrumba así lo que el arte occidental ha tardado siglos en erigir. En
especial, el arte del retrato, entendido como representación fidedigna de un
individuo, tanto en el sentido físico como respecto a su estatus social. Como
esos lejanos antepasados, Picasso reducirá la anatomía de sus modelos a la
mínima expresión y prescindirá de información innecesaria. Desde entonces, el
cuerpo humano cobrará el aspecto de una simple línea recta. Para dibujar los
ojos, bastará con un par de redondas.
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