Ombligos en peligro
Martin Caparrós
El mundo sigue sin intentar una de las cosas que lo salvarían de sí mismo: que todos comamos lo suficiente
La comida puede
hacer mal de muchos modos; el más común, el más cruel, es cuando falta. Pero
nuestras sociedades saciadas se inquietan por lo mal que les hace saciarse.
Once millones de
personas, dice el
estudio de The Lancet, se mueren cada año en el mundo por comer lo que
no deberían, no comer lo que sí. Y reseña más causas de muerte pero no cuenta
cuántos mueren por no comer, a secas. Los ciudadanos ricos se preocupan cada
vez más por lo que comen, menos por lo que no.
Es probable que el
informe tenga más datos que los que anuncian en su anuncio. Pero, a juzgar por
los que dan, el mayor problema de la alimentación en el mundo sería la falta de
ciertos nutrientes o el exceso de otros y, en esa lista, Ruanda puede estar
mejor nutrido que los Estados Unidos de América. Algo falla si se piensa, por
ejemplo, que el americano medio tiene una esperanza de vida de 81 años y el
ruandés, de 68. Y que, en Ruanda, uno de cada tres niños está malnutrido.
El mundo sigue sin
intentar una de las pocas cosas que lo salvarían de sí mismo: que todos comamos
suficiente. Durante milenios pareció imposible. Hasta que, hace tres o cuatro
décadas, sucedió el hecho histórico más decisivo que la historia nunca
registró: el planeta empezó a ser capaz de alimentar a todos sus habitantes.
Ser capaz, claro, no significa hacerlo. Podemos producir comida para 12.000
millones de personas, dicen los expertos. Sin embargo, en un mundo donde viven
7.500 millones, hay casi 1.000 millones que no comen lo que precisan cada día,
y se mueren de eso. Y no hay ninguna decisión global de atacar el problema: el
hambre, ahora, para nosotros y nuestros gobernantes, es un problema de otros.
Me han preguntado
muchas veces cómo se hace para solucionarlo; siempre contesto que lo primero es
querer hacerlo, decidir que es importante, que es lo más importante. Si millones
y millones lo deciden será más difícil para los Gobiernos y los organismos
internacionales seguir haciéndose los tontos. Aunque haya que aceptar que, para
producir comida suficiente para todos, algunos deberíamos comer un poco menos,
quizá un poco peor, sin duda menos pomposo, y no desperdiciar un tercio de
nuestra comida y repensar todo el sistema de elaboración y distribución de los
alimentos.
Para eso, millones
y millones deberían mirar menos sus ombligos repletos —su sodio, sus omega-3,
sus grasas saturadas— y más los estómagos vacíos de los otros. No es fácil, en
los tiempos que corren.
Martín Caparrós es
autor de El Hambre (Anagrama).
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